La conciencia de Zeno (23 page)

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Authors: Italo Svevo

BOOK: La conciencia de Zeno
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La discusión continuó los días siguientes con tono más apacible, mientras Giovanni dormía en el jardín. Y Copler, tras haber reflexionado, afirmaba ahora que el enfermo imaginario era un enfermo real, pero de modo más íntimo que éste y también más radical. En efecto, sus nervios estaban deshechos hasta el punto de acusar una enfermedad que no existía, mientras que su función normal habría consistido en dar la alarma con el dolor e inducir a buscar remedio.

—Sí —decía yo—. Como en las muelas, donde el dolor se manifiesta sólo cuando el nervio está al descubierto y para curarlas es preciso destruirlo.

Acabamos de acuerdo en que un enfermo y otro eran semejantes. En su nefritis lo que había faltado y seguía faltando era un aviso de los nervios, mientras que los míos, en cambio, tal vez fueran tan sensibles, que me avisaban de la enfermedad de la que moriría dentro de unos veinte años. Así, pues, eran nervios perfectos y la única desventaja que tenían era que me concedían pocos días alegres en esta vida. Tras haber conseguido clasificarme entre los enfermos, Copler se sintió muy satisfecho.

No sé por qué tenía el pobre enfermo la manía de hablar de mujeres y, cuando no estaba mi esposa no hablábamos de otra cosa. Afirmaba que en el enfermo real, al menos en las enfermedades que nosotros conocíamos, el sexo se debilitaba, lo que era una buena defensa del organismo, mientras que en el enfermo imaginario, que sólo padecía por el desorden de unos nervios demasiado activos (ése era nuestro diagnóstico), tenía una vitalidad patológica. Corroboré su teoría con mi experiencia y nos compadecimos mutuamente. Ignoro por qué no quise decirle que mi conducta era normal desde hacía mucho tiempo. Al menos podría haberle confesado que me consideraba convaleciente, si no sano, para no ofenderlo demasiado y porque decir que uno está sano, cuando se conocen todas las complicaciones de nuestro organismo, es difícil.

—¿Tú deseas a todas las mujeres bellas que ves? —insistió Copler.

—¡A todas, no! —murmuré yo para darle a entender que no estaba tan enfermo. Por lo pronto, no deseaba a Ada, a la que veía todas las tardes. Para mí, ésa era la mujer prohibida por antonomasia. El crujido de sus faldas no me decía nada y, si me hubiera estado permitido levantarlas con mis propias manos, habría dado igual. Por fortuna no me había casado con ella. Esa indiferencia era, o me parecía, una manifestación de salud auténtica. Tal vez mi deseo por ella hubiese sido tan violento, que, se había agotado por sí solo. Pero mi indiferencia se extendía también a Alberta, a pesar de que estaba tan mona con su vestidito cuidado y serio de colegiala. ¿Habría bastado la posesión de Augusta para calmar mi deseo por toda la familia Malfenti? ¡Habría sido muy honesto, la verdad!

Tal vez no hablara de mi virtud porque con el pensamiento no dejaba de traicionar a Augusta, y aun entonces, al hablar con Copler, con un estremecimiento de deseo, pensé en todas las mujeres que por ella me perdía. Pensé en las mujeres que pasaban por las calles, todas tapadas, razón por la cual sus órganos sexuales secundarios se volvían tan importantes, mientras que en la mujer que uno poseía desaparecían, como si la posesión los hubiera atrofiado. Seguía vivo en mí el deseo de aventura, la aventura que comenzaba con la admiración de un botín, de un guante, de una falda, de todo lo que tapa y cambia la forma. Pero ese deseo no era aún una culpa. Sin embargo, Copler no hacía bien en analizarme. Explicar a alguien cómo está hecho es un modo de autorizarlo a actuar como desea. Pero Copler hizo algo aún peor, si bien con sus palabras y acciones no podía prever adonde me conduciría.

En mi memoria las palabras de Copler siguen siendo tan importantes, que, cuando las recuerdo, evocan de nuevo todas las sensaciones, cosas y personas que fueron asociadas con ellas. Había acompañado al jardín a mi amigo, que debía volver a casa antes de la puesta de sol. Desde mi casa, que se encuentra sobre una colina, se veía el puerto y el mar, tapados ahora por nuevas construcciones. Nos detuvimos a mirar largo rato el mar movido por una brisa ligera, que reflejaba en miríadas de luces rojas el tranquilo brillo del cielo. La península de Istria daba descanso a los ojos con su verde suavidad que se adentraba en el mar formando un arco enorme como una penumbra sólida. Los muelles y los diques eran pequeños e insignificantes con sus formas rígidas y lineales y el agua de los embalses aparecía oscura por su inmovilidad o tal vez por su turbiedad. En aquel vasto panorama las partes tranquilas eran pocas en comparación con todo aquel rojo intenso sobre el agua y nosotros, deslumbrados, no tardamos en volver la espalda al mar. Sobre la pequeña explanada de delante de la casa la caída de la noche era ya inminente.

Delante del porche, mi suegro dormía en un gran sillón, con la cabeza cubierta por una gorra, las piernas envueltas en una manta y protegido también por el cuello levantado del abrigo. Nos detuvimos a mirarlo. Tenía la boca abierta, el maxilar inferior colgando como una cosa muerta y la respiración ruidosa y demasiado frecuente. De vez en cuando se le caía la cabeza sobre el pecho, y sin despertarse, volvía a alzarla. Entonces se le movían los párpados, como si hubiera querido abrir los ojos para recuperar con mayor facilidad el equilibrio y su respiración cambiada de ritmo. Una auténtica interrupción del sueño.

Era la primera vez que la grave enfermedad de mi suegro se me presentaba con tal evidencia y sentí profunda pena.

Copler me dijo en voz baja:

—Habría que curarlo. Es probable que esté también enfermo de nefritis. El suyo no es sueño: yo conozco ese estado. ¡Pobre hombre!

Terminó aconsejándome que llamara a su médico.

Giovanni nos oyó y abrió los ojos. Al instante pareció menos enfermo y bromeó con Copler:

—¿Se atreve usted a estar al aire libre? ¿No le sentará mal?

Le parecía haber dormido profundamente y no pensaba que le había faltado aire frente al vasto mar, que le enviaba tanto. Pero su voz era débil y jadeaba al hablar; tenía la cara amarillenta y, al levantarse del sillón, se sintió helado. Tuvo que refugiarse en la casa. Aún lo veo avanzar por la explanada, jadeante pero riendo y enviándonos un saludo.

—¿Ves cómo es el enfermo real? —dijo Copler, que no podía librarse de su idea obsesiva—. Está moribundo y no sabe que está enfermo.

También a mí me pareció que el enfermo real sufría poco. Mi suegro y Copler descansan desde hace muchos años en Santa Anna, pero hubo un día que pasé junto a sus tumbas y no me pareció que la tesis propugnada por uno de ellos quedara invalidada por el hecho de que se encontraran bajo las piedras desde hacía tantos años.

Antes de dejar su antiguo domicilio, Copler había liquidado sus negocios, por lo que, como yo, se encontraba desocupado. Pero, en cuanto se levantó de la cama, no supo estar tranquilo y, al no tener negocios propios, empezó a ocuparse de los demás, que le parecían muy interesantes. En esa época me reí de eso, pero más adelante también yo iba a conocer el agradable sabor de los negocios ajenos. Copler se dedicaba a la beneficencia y, como se había propuesto vivir de los intereses de su capital, no podía permitirse el lujo de hacerla toda a su costa. Por eso, organizaba colectas e imponía una contribución a sus amigos y conocidos. Como buen hombre de negocios que era, llevaba un registro de todo, y yo pensé que ese libro era su viático y que, de estar en su caso, condenado a una vida breve y carente de familia, yo lo habría enriquecido consumiendo mi capital. Pero él era el sano imaginario y sólo tocaba los intereses que le correspondían, por no poder resignarme a admitir que el futuro era breve.

Un día me abordó con la petición de unos centenares de coronas para conseguir un piano a una pobre muchacha, a la que ya socorríamos yo y otros, por mediación de él, con una pequeña mensualidad. Había que apresurarse para aprovechar una buena ocasión. No supe negarme, pero, un poco malhumorado, observé que habría hecho buen negocio si ese día no hubiera salido de casa. De vez en cuando sufro ataques de avaricia.

Copler cogió el dinero y se fue tras decir unas pocas palabras de agradecimiento, pero el efecto de mis palabras se vio pocos días después y fue, por desgracia, importante. Vino a informarme de que el piano ya estaba en su sitio y de que la señorita Carla Gerco y su madre me rogaban que fuera a verlas para que me diesen las gracias. Copler temía perder a su cliente y quería vincularme haciéndome saborear el agradecimiento de las beneficiadas. Al principio intenté librarme de esa molestia asegurándole que estaba convencido de que él sabía hacer la beneficencia más adecuada, pero insistió tanto, que acabé accediendo.

—¿Es guapa? —le pregunté riendo.

—Guapísima —respondió—, pero no es pan para nuestros dientes.

Era curioso que pusiera mis dientes junto a los suyos con el peligro de contagiarme sus caries. Me habló de la honradez de esa desgraciada familia que hacía unos años había perdido al cabeza de familia y que en la más negra miseria había vivido con la honradez más estricta.

Era un día desagradable. Soplaba un viento helado y yo envidiada a Copler, que se había puesto el abrigo de piel. Había de sujetar el sombrero con la mano, pues, de lo contrario, habría volado. Pero me encontraba de buen humor, porque iba a recibir el agradecimiento debido a mi filantropía. Recorrimos a pie la Corsia Stadion, atravesamos el jardín público. Era una parte de la ciudad que yo no veía nunca. Entramos en una de esas casas que nuestros antepasados se habían puesto a fabricar cuarenta años antes en lugares alejados de la ciudad, que no tardó en invadirlos; tenía aspecto modesto, pero, aun así, mejor que el de las casas que se hacen hoy con las mismas intenciones. La escalera ocupaba poco espacio, por lo que era muy alta.

Nos detuvimos en el primer piso, donde llegué mucho antes que mi compañero, bastante más lento. Me asombró que de las tres puertas que daban al rellano, en dos, las laterales, figurara la tarjeta de Carla Gerco, clavada con chinchetas, mientras que en la tarjeta de la tercera puerta figuraba otro nombre. Copler me explicó que las Gerco tenían a la derecha la cocina y la alcoba, mientras que a la izquierda sólo había el estudio de la señorita Carla. Habían podido subarrendar una parte del piso en el centro, con lo que el alquiler les salía muy barato, pero tenían la incomodidad de tener que pasar por el rellano para ir de una habitación a otra.

Llamamos a la izquierda, en el estudio, donde madre e hija, avisadas de nuestra visita, nos esperaban. Copler hizo las presentaciones. La señora, una persona muy tímida con modesto vestido negro y la cabeza realzada por una blancura de nieve, me dirigió un breve discurso que debía de haber preparado: se sentían honradas por la visita y me agradecían el generoso donativo que les había hecho. Luego no volvió a abrir la boca.

Copler asistía como un profesor que en un examen oficial escuchaba las lecciones que con gran esfuerzo ha enseñado. Corrigió a la señora diciéndole que no sólo había concedido el dinero para el piano, sino que, además, había contribuido también al socorro mensual que él había ido recogiendo para ellas. Le gustaba la exactitud.

La señorita Carla se levantó de la silla en que estaba sentada junto al piano, me tendió la mano y me dijo simplemente:

—¡Gracias!

Al menos eso no era tan largo. Mi carga de filántropo empezaba a pesarme. ¡También yo me ocupaba de los asuntos ajenos como un enfermo real! ¿Por quién me tomaría aquella graciosa joven? ¡Una persona muy respetable, pero no un hombre! ¡Y era muy graciosa, la verdad! Creo que quería parecer más joven de lo que era, con su falda demasiado corta para la moda de aquella época, a no ser que para estar por casa usara una falda de cuando aún no había acabado de crecer. Sin embargo, su cabeza era de mujer y, por el peinado algo rebuscado, de mujer que quiere gustar. Llevaba sus espesas trenzas negras dispuestas de modo que le taparan las orejas y parte del cuello. Yo estaba tan consciente de mi dignidad y temía tanto a los inquisidores ojos de Copler, que al principio no miré bien a la muchacha; pero ahora la conozco bien. Su voz tenía algo de musical, cuando hablaba, y, con una afectación que ya había llegado a ser natural, se complacía en prolongar las sílabas, como si quisiera acariciar el sonido que conseguía darles. Por eso, y también por algunas vocales suyas excesivamente abiertas, incluso para Trieste, su forma de hablar tenía algo de extranjera. Después supe que algunos maestros para enseñar la emisión de la voz alteran el timbre de las vocales. Era una pronunciación muy distinta de la de Ada. Cada sonido me parecía hablar de amor.

Durante aquella visita la señorita Carla no dejó de sonreír, tal vez por creer que así tenía estereotipada en la cara la expresión de la gratitud. Era una sonrisa un poco forzada; el aspecto auténtico de la gratitud. Luego, cuando pocas horas después empecé a soñar con Carla, imaginé que en su cara había habido una lucha entre la alegría y el dolor. Nada de eso vi después en ella y una vez más comprendí que la belleza femenina simula sentimientos con los que no tiene nada que ver. Del mismo modo que la tela sobre la que está pintada una batalla no tiene el menor sentimiento heroico.

Copler parecía satisfecho con la presentación, como si las dos mujeres hubieran sido obra suya. Me las describía: estaban siempre contentas con su suerte y trabajaban. Decía palabras que parecían sacadas de un libro escolar y, al asentir maquinal, parecía que yo quisiera confirmar que había hecho mis estudios y por tanto, sabía cómo debían ser las pobres mujeres virtuosas y privadas de dinero.

Después pidió a Carla que nos cantara algo. Ella no quiso, porque, según declaró, estaba resfriada. Propuso hacerlo otro día. Yo notaba con simpatía que temía nuestro juicio, pero deseaba prolongar la visita y me uní a los ruegos de Copler. Dije también que no sabía si volvería a verla nunca más, porque estaba muy ocupado. Copler, a pesar de saber que yo no tenía nada que hacer en este mundo, confirmó muy serio lo que yo decía. Luego me resultó fácil entender que no deseaba que yo volviera a ver a Carla.

Ésta intentó negarse otra vez, pero Copler insistió con una palabra que se parecía a una orden y ella obedeció: ¡qué fácil era obligarla!

Cantó
La mia bandiera
. Desde mi blando sillón yo seguía su canto. Deseaba con ardor tener motivos para admirar. ¡Qué hermoso habría sido verla revestida de genialidad! Pero, en cambio, tuve la sorpresa de notar que su voz, cuando cantaba, perdía toda la musicalidad. El esfuerzo la alteraba. Carla no sabía siquiera tocar y su acompañamiento deficiente volvía aún más pobre aquella pobre música. Recordé que me encontraba ante una estudiante y analicé si el volumen de voz era suficiente. ¡Bastante abundante! En aquella habitación pequeña me hería el oído. Para poder seguir animándola, pensé que lo único malo era su escuela.

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