La conciencia de Zeno (24 page)

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Authors: Italo Svevo

BOOK: La conciencia de Zeno
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Cuando dejó de cantar, me uní al elogio generoso y locuaz de Copler. Decía:

—Figúrate qué efecto haría esta voz, cuando fuera acompañada por una buena orquesta.

Desde luego, eso era cierto. Sobre aquella voz hacía falta toda una orquesta potente. Yo dije con gran sinceridad que me reservaba mi opinión hasta volver a oír a la señorita unos meses después y que entonces me pronunciaría sobre el valor de su escuela. Menos sincero, añadí que esa voz merecía una escuela de primer orden, desde luego. Después, para atenuar lo que de desagradable hubieran tenido mis primeras palabras, filosofé sobre la necesidad de que una voz excelsa encuentre una escuela excelsa. Ése elogio superlativo cubrió todo. Pero después, al quedarme solo, me asombró haber sentido la necesidad de ser sincero con Carla. ¿Es que ya la amaba? Pero ¡si aún no la había visto bien!

Por la escalera, de olor dudoso, Copler dijo:

—Su voz es demasiado fuerte. Es una voz de teatro.

No sabía que en ese momento yo sabía algo más: esa voz pertenecía a un ambiente muy humilde en el que se podía saborear la impresión de ingenuidad de ese arte y soñar con llevar dentro el arte, es decir, la vida y el dolor.

Al dejarme, Copler me dijo que me avisaría cuando el maestro de Carla organizara un concierto público. Se trataba de un maestro poco conocido aún en la ciudad, pero, desde luego, llegaría a ser una gran celebridad futura. Copler no estaba seguro, pese a que el maestro era bastante viejo. Parecía que la celebridad iba a llegarle ahora, después de que Copler lo hubiera conocido. Dos debilidades de moribundos, la del maestro y la de Copler.

Lo curioso es que sentí la necesidad de contar esa visita a Augusta. Tal vez se podría creer que hubiera sido por prudencia, en vista de que Copler lo sabía y yo no me sentía capaz de rogarle que callara. Ahora bien, hablé con mucho gusto. Fue un gran desahogo. Hasta entonces no tenía que reprocharme otra cosa que haber callado con Augusta. Mira por dónde, ahora era del todo inocente.

Ella me preguntó por la muchacha y si era bella. Me resultó difícil responder: dije que la pobre muchacha me había parecido muy anémica. Después tuve una buena idea:

—¿Y si tú te ocuparas un poco de ella?

Augusta tenía tanto que hacer en su nueva casa y con su antigua familia, que la llamaba para que ayudara en la asistencia al enfermo, que no volvió a pensar en ello. Pero, por eso, la idea había sido buena de verdad.

Sin embargo, Copler supo por Augusta que yo le había contado a ésta nuestra visita y, por esa razón, también él olvidó las cualidades que había atribuido al enfermo imaginario. Me dijo delante de Augusta que dentro de poco haríamos otra visita a Carla. Me concedía su confianza plena.

A causa de mi inactividad, pronto sentí deseos de volver a ver a Carla. No me atreví a correr a visitarla por miedo a que Copler se enterara. Sin embargo, no me habrían faltado pretextos. Podía ir a verla para ofrecerle una ayuda mayor, sin que Copler lo supiera, pero primero debería haber estado seguro de que, por su propio bien, ella habría aceptado callar. ¿Y si ese enfermo real fuera ya el amante de la muchacha? Yo de los enfermos reales no sabía lo que se dice nada y podía muy bien ser que tuvieran la costumbre de hacerse pagar sus amantes por los demás. En ese caso habría bastado una sola visita a Carla para comprometerme. No podía poner en peligro la paz de mi familia; es decir: no la puse en peligro mientras no aumentó mi deseo por Carla.

Pero aumentó sin cesar. Ya conocía a esa muchacha mucho mejor que cuando le había estrechado la mano para despedirme de ella. Recordaba sobre todo la trenza negra que cubría su níveo cuello y que habría habido que apartar con la nariz para llegar a besar la piel que ocultaba. Para estimular mi deseo bastaba con que yo recordara que en determinado piso de una casa de mi pequeña ciudad se encontraba una bella muchacha y que con un corto paseo se podía ir a tomarla. En tales circunstancias la lucha con el pecado se vuelve dificilísima porque hay que renovarla a cada hora y a cada día, es decir, mientras la muchacha permanezca en ese piso. Las largas vocales de Carla me llamaban y tal vez su sonido precisamente me hubiera metido en el alma la convicción de que, cuando mi resistencia cediera, no habría otras. Pero yo tenía claro que podía engañarme y que tal vez Copler viera las cosas con mayor exactitud; también esa duda servía para disminuir mi resistencia, en vista de que la pobre Augusta podía verse salvada, en caso de que yo me viera traicionado por la propia Carla, que, como mujer, tenía la obligación de resistir.

¿Por qué había de provocarme remordimiento mi deseo, cuando parecía que había llegado a tiempo precisamente para salvarme del tedio que en aquella época me amenazaba? No perjudicaba en absoluto a mis relaciones con Augusta, sino todo lo contrario. Yo ahora le decía no sólo las palabras de afecto que siempre le había dirigido, sino también las que en mi ánimo iban formándose para la otra. Nunca había habido en mi casa semejante abundancia de dulzura y Augusta parecía encantada. Seguía cumpliendo con exactitud lo que yo llamaba el horario de la familia. Tengo una conciencia tan delicada, que ya entonces me preparaba para atenuar con mi conducta mi remordimiento futuro.

Prueba de que mi resistencia no cedió del todo es que llegara a Carla no de un solo impulso, sino por etapas. Al principio y durante varios días sólo llegué hasta el jardín público y con la sincera intención de gozar de ese verde que aparece tan puro en medio del gris de las calles y casas que lo circundan. Después, al no haber tenido la suerte de tropezarme, como esperaba, con ella por casualidad, salí del jardín para pasar justo por debajo de sus ventanas. Lo hice con gran emoción, que recordaba a la tan deliciosa del joven que se acerca por primera vez al amor. ¡Llevaba tanto tiempo privado, no de amor, sino de las cosas que conducen a él!

Acababa de salir del jardín público cuando me tropecé de frente con mi suegra. Al principio tuve la duda curiosa: ¿por la mañana, tan temprano, por aquel barrio tan lejano del nuestro? Tal vez también ella traicionara a su marido enfermo. Después me di cuenta en seguida de que era injusto con ella, porque había ido a ver al médico para tranquilizarse, después de haber pasado una mala noche junto a Giovanni. El médico le había dicho palabras tranquilizadoras, pero ella estaba tan agitada, que en seguida me dejó sin acordarse siquiera de sorprenderse por haberme encontrado en ese lugar visitado por lo general por viejos, niños y niñeras.

Pero me bastó verla para sentirme de nuevo apegado a mi familia. Me dirigí hacia casa con paso decidido, al tiempo que marcaba el ritmo murmurando: «¡Nunca más! ¡Nunca más!». En ese instante la madre de Augusta, con su dolor, me había devuelto la conciencia de todos mis deberes. Fue una buena lección y bastó durante todo aquel día.

Augusta no estaba en casa porque había ido corriendo a ver a su padre, con quien se quedó toda la noche. En la mesa me dijo que, dado el estado de Giovanni, habían hablado de si debían aplazar la boda de Ada, que estaba fijada para la semana siguiente. Giovanni estaba ya mejor. Al parecer, en la cena había comido demasiado y la indigestión había adquirido el aspecto de una agravación de la enfermedad.

Yo le dije que su madre me había dado ya esas noticias, cuando me había tropezado con ella en el jardín público. Tampoco Augusta se asombró de mi paseo, pero yo sentí la necesidad de darle explicaciones. Le conté que desde hacía algún tiempo prefería el jardín público para meta de mis paseos. Me sentaba en un banco y leía el periódico. Luego añadí:

—¡Ese Olivi! Me la ha hecho buena condenándome a esta inactividad.

Augusta, que se sentía un poco culpable en relación con eso, puso expresión de dolor y de sentimiento. Yo, entonces, me sentí muy bien. Pero tenía la conciencia de verdad tranquila porque pasé toda la tarde en mi estudio y podía creer de verdad que estaba curado definitivamente de cualquier deseo perverso. Ahora leía el Apocalipsis.

Y, aunque ahora estaba seguro de tener autorización para ir todas las mañanas al jardín público, mi resistencia a la tentación había llegado a ser tal, que, cuando el día siguiente salí, me encaminé justo en la dirección opuesta. Iba a buscar una partitura porque quería probar un nuevo método de violín que me habían aconsejado. Antes de salir me enteré de que mi suegro había pasado la noche perfectamente y que por la tarde iba a venir a vernos en coche. Me alegraba tanto por mi suegro como por Guido, que por fin podría casarse. Todo iba bien: yo estaba salvado y también lo estaba mi suegro.

Pero ¡fue la música precisamente la que me condujo de nuevo hasta Carla! Entre los métodos que el vendedor me ofreció había por error uno que no era de violín, sino de canto. Leí con atención el título: «Tratado completo del arte del Canto (Escuela de García) de E. García (hijo), con una Relación sobre la memoria respecto a la voz humana, presentada a la Academia de Ciencias de París».

Dejé que el vendedor se ocupara de otros clientes y me puse a leer la obrita. Debo decir que leía con una agitación que tal vez se pareciera a aquella con la que el joven depravado se acerca a las obras pornográficas. Exacto: ése era el camino para llegar hasta Carla; ésta necesitaba esa obra y habría sido un crimen por mi parte no dársela a conocer. La compré y volví a casa.

La obra de García constaba de dos partes, una teórica y otra práctica. Continué la lectura con la intención de entenderla tan bien como para poder dar mis consejos a Carla, cuando fuera a verla con Copler. Entretanto ganaría tiempo y podría seguir con mis sueños tranquilos, aunque sin dejar de solazarme pensando en la aventura que me esperaba.

Pero la propia Augusta precipitó los acontecimientos. Me interrumpió en mi lectura para venir a saludarme, se inclinó hacia mí y me rozó la mejilla con los labios. Me preguntó qué hacía y, al oír que se trataba de un nuevo método, pensó que sería para violín y no se preocupó de mirar con mayor atención. Yo, cuando me dejó, exageré el peligro que había corrido y pensé que, para mi seguridad, haría bien en no tener ese libro en mi estudio. Había que llevarlo en seguida a su destino, y así fue como me vi obligado a ir derecho hacia mi aventura. Había encontrado algo más que un pretexto para poder hacer lo que deseaba.

No volví a vacilar. Al llegar al rellano, me dirigí al instante a la puerta de la izquierda. Pero ante ella me detuve por un instante a escuchar los sonidos de la balada
La mia bandiera
, que resonaban gloriosos en la escalera. Parecía que durante todo ese tiempo Carla hubiese seguido cantando la misma cosa. Sonreí lleno de afecto y de deseo ante tal infantilismo. Después abrí la puerta con cautela sin llamar y entré en la habitación de puntillas. Quería verla al instante. En la pequeña habitación su voz resultaba desagradable de verdad. Cantaba con gran entusiasmo y mayor calor que cuando la primera visita. Se había echado incluso contra el respaldo de la silla para poder emitir el sonido con toda la fuerza de sus pulmones. Yo vi sólo su cabecita rodeada por las trencitas y me retiré presa de profunda emoción por haberme atrevido a tanto. Entretanto ella había llegado a la última nota, que no terminaba nunca, y yo pude regresar al rellano y cerrar la puerta tras mí sin ser visto. Hasta esa nota había oscilado hacia arriba y hacia abajo antes de afirmarse segura. Así, pues, Carla sabía reconocer la nota exacta y ahora correspondía intervenir a García para enseñarle a encontrarla más rápido.

Llamé cuando me sentí más tranquilo. Acudió al instante a abrir la puerta y yo no olvidaré nunca su graciosa figurita, apoyada en el marco, mientras me miraba con sus grandes ojos oscuros antes de poder reconocerme en la oscuridad.

Pera, entretanto, yo me había calmado hasta el punto de verme asaltado por todas mis vacilaciones. Iba camino de traicionar a Augusta, pero pensaba que, igual que los días anteriores había podido contentarme con llegar hasta el jardín público, con tanta mayor facilidad podría detenerme ahora en aquella puerta, entregar aquel libro comprometedor y marcharme satisfecho. Fue un breve instante lleno de buenos propósitos. Recordé incluso un consejo extraño que me habían dado para librarme del tabaco y que podía valer en esa ocasión: a veces, para quedar satisfecho, bastaba con encender la cerilla y después tirar el cigarrillo y la cerilla.

También me habría resultado hacer eso, porque la propia Carla, cuando me reconoció, enrojeció e hizo ademán de huir avergonzada —como supe más adelante— de que la vieran vestida con un pobre y raído vestidito de andar por casa.

Una vez reconocido, sentí la necesidad de excusarme:

—Le he traído este libro que creo le interesará. Si quiere, puedo dejárselo y marcharme en seguida.

El sonido de las palabras era —o así me pareció— bastante brusco, pero no el significado, porque a fin de cuentas le dejaba la libertad de decidir si debía marcharme o quedarme y traicionar a Augusta.

Ella decidió al instante, porque me cogió de la mano para retenerme con mayor seguridad y me hizo entrar. La emoción me nubló la vista y considero que la provocó no tanto el dulce contacto de aquella mano cuanto aquella familiaridad que, me pareció, decidía mi destino y el de Augusta. Por eso, creo que entré con cierta renuencia y, cuando vuelvo a evocar la historia de mi primera traición, tengo la sensación de haberla cometido porque me vi arrastrado a ello.

El rostro de Carla estaba bello de verdad así ruborizado. Fue una sorpresa deliciosa para mí advertir que, si bien no me esperaba, aguardaba mi visita. Me dijo con gran complacencia:

—Entonces, ¿ha sentido usted la necesidad de volver a verme? ¿De volver a ver a esa pobrecita qué tanto le debe?

Desde luego, si hubiera querido, habría podido estrecharla al instante entre mis brazos, pero ni siquiera se me ocurrió. Hasta el punto de que ni siquiera respondí a sus palabras, que me parecían comprometedoras, y volví a hablarle de García y de la necesidad de aquel libro para ella. Hablé de ello con una vehemencia, que me llevó a decir algunas palabras poco consideradas. García le enseñaría el modo de dar a las notas la solidez del metal y la dulzura del aire. Le explicaría que una nota sólo puede representar una línea recta o, mejor dicho, un plano, pero un plano pulido.

Mi fervor no se disipó hasta que ella me interrumpió para manifestarme una duda dolorosa:

—Pero, entonces, ¿a usted no le gusta cómo canto?

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