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Authors: Italo Svevo

La conciencia de Zeno (55 page)

BOOK: La conciencia de Zeno
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Era un día extraño. Desde luego, en lo alto soplaba un viento fuerte, porque las nubes cambiaban continuamente de forma, pero abajo la atmósfera no se movía. De vez en cuando, a través de las nubes en movimiento, el sol, que ya calentaba, encontraba un agujero para inundar con sus rayos tal o cual trecho de colina o una cima de montaña, con lo que resaltaba el dulce verde de mayo en medio de la sombra que cubría todo el paisaje. La temperatura era suave y hasta aquella fuga de nubes en el cielo tenía algo de primaveral. No había duda: ¡el tiempo estaba sanando!

Fue una auténtica concentración, la mía, uno de esos raros instantes que la avara vida concede de auténtica y gran objetividad, en que por fin deja uno de creerse y sentirse víctima. En medio de aquel verde tan deliciosamente resaltado por aquellos haces de rayos de sol, supe sonreír ante mi vida y mi enfermedad. La mujer había tenido en ella una importancia enorme. Tal vez a pedazos, sus piececitos, su cintura, su boca, llenaron mis días. Y, al repasar mi vida y también mi enfermedad, ¡las amé, las entendí! Cuánto más bella había sido mi vida que la de los llamados sanos, los que pegaban y quisieron pegar a su mujer todos los días, salvo en ciertos momentos. En cambio, yo había estado acompañado siempre por el amor. Cuando no pensaba en mi mujer, pensaba en ella también para hacerme perdonar haber pensado en las otras. Los otros abandonaban a la mujer decepcionados y desesperados de la vida. En mí la vida nunca estuvo privada del deseo y después de cada naufragio renació en seguida la ilusión, con sueños de miembros, de voces, de actitudes más perfectas.

En aquel momento recordé que, entre las muchas mentiras que había dicho a aquel profundo observador que era el doctor S., figuraba también la de que después de la marcha de Ada yo no había vuelto a traicionar a mi mujer. También sobre esa mentira fabricó sus teorías. Pero allí, a la orilla de aquel río, recordé de improviso y con espanto que era cierto que desde hacía unos días, tal vez desde que había abandonado la cura, no había vuelto a buscar la compañía de otras mujeres. ¿Estaría curado, como afirmaba el doctor S.? Como soy viejo, ya hace tiempo que las mujeres no me miran. Si yo dejo de mirarlas a ellas, quedará cortada toda relación entre nosotros.

Si semejante duda se me hubiera presentado en Trieste, habría sabido resolverla en seguida. Allí era algo más difícil.

Pocos días antes había tenido en las manos el libro de memorias de Da Ponte, el aventurero contemporáneo de Casanova. También él había pasado sin duda por Lucinico y yo soñé con toparme con alguna de sus mujeres empolvadas y con los miembros ocultos con miriñaque. ¡Dios mío! ¿Cómo conseguían aquellas mujeres rendirse tan pronto y con tanta frecuencia, estando defendidas con todos aquellos trapos?

Me pareció que el recuerdo del miriñaque, a pesar de la cura, era bastante excitante. Pero el mío era un deseo algo alterado y no bastó para tranquilizarme.

Poco después tuve la experiencia que buscaba y fue suficiente para tranquilizarme, pero me costó lo mío. Para tenerla, enturbié y eché a perder la relación más pura que había tenido en mi vida.

Me tropecé con Teresina, la hija mayor del colono de una finca situada junto a mi casa. El padre se había quedado viudo dos años antes y su numerosa prole había recuperado a la madre en Teresina, una muchacha robusta que se levantaba por la mañana para trabajar y dejaba el trabajo a la hora de acostarse y recobrar fuerzas para poder reanudar el trabajo. Aquel día conducía el burrito, tarea confiada por lo general a su hermanito, y caminaba junto al carrito cargado de hierba fresca, porque el pequeño animal no habría podido arrastrar también por aquella ligera cuesta el peso de la muchacha.

El año anterior Teresina me había carecido aún una niña y sólo había sentido por ella una simpatía sonriente y paternal. Pero incluso el día anterior, cuando había vuelto a verla por primera vez, pese a haberla encontrado crecida, con carita morena más seria, y los delgados hombros ensanchados sobre el pecho, que iban arqueándose con el parco desarrollo de aquel cuerpecito fatigado, había seguido viendo en ella una niña inmadura, en la que sólo podía admirar su extraordinaria actividad y el instinto maternal de que disfrutaban sus hermanitos. Si no hubiera sido por aquella maldita cura y por la necesidad de comprobar en seguida en qué estado se encontraba mi enfermedad, también aquella vez habría podido dejar Lucinico sin haber turbado tamaña inocencia.

Teresina no llevaba miriñaque. Y su carita regordeta y sonriente no conocía los polvos. Iba descalza y enseñaba también media pierna. La carita, los piececitos y la pierna no consiguieron excitarme. La cara y los miembros que Teresina dejaba ver eran del mismo color; todos pertenecían al aire y no había nada de malo en que fueran abandonados al aire. Tal vez por eso no conseguían excitarme. Pero al sentirme tan frío me asusté. ¿Acaso necesitaba el miriñaque, después de la cura?

Empecé acariciando al burrito, al que había procurado un poco de descanso. Después intenté volverme hacia Teresina y le puse en la mano nada menos que diez coronas! ¡Era el primer atentado! El año anterior había puesto en las manitas de ella y de sus hermanitos unos céntimos para expresarles mi afecto paternal. Pero ya se sabe que el afecto paternal es otra cosa. Teresina se quedó estupefacta ante tan generoso don. Se levantó con cuidado la faldita para guardar en no sé qué bolsillo oculto el precioso pedazo de papel. Así vi otro trozo de pierna, pero también moreno y casto.

Me volví hacia el burrito y le di un beso en la cabeza. Mi afectuosidad despertó la suya. Alargó el hocico y emitió su potente grito de amor, que yo escuché con respeto. Cómo cruza las distancias y qué cargado de sentido está, con ese primer gritó que invoca y se repite y luego se atenúa y termina en un llanto desesperado. Pero, oído desde tan cerca, me hizo daño en el tímpano.

Teresina se reía y su risa me animó. Me volví hacia ella y de repente la cogí por el antebrazo y fui subiendo la mano, despacio, hacia el hombro, estudiando mis sensaciones. ¡Gracias al cielo aún no estaba curado! Había dejado la cura a tiempo.

Pero Teresina, con un palo, hizo avanzar al burro para seguirlo y dejarme.

Riendo con ganas, porque quedaba contento aunque la zagalilla no quisiera saber nada conmigo, le dije:

—¿Tienes novio? Deberías tenerlo. ¡Es una lástima que no tengas ya!

Sin dejar de alejarse de mí, me dijo:

—Si me echo uno, ¡será más joven que usted, desde luego!

Aquello no empañó mi alegría. Me habría gustado dar una leccioncita a Teresina e intenté recordar cómo en Bocaccio «Maese Alberto de Bolonia honestamente avergüenza a una mujer que a él quería avergonzar por haberse enamorado de ella». Pero el razonamiento de Maese Alberto no surtió efecto, porque Madonna Malgherida de' Ghisolieri le dijo: «Aprecio vuestro amor, como de hombre valiente y sabio ha de ser; y por eso,
siempre que no toque a mi honestidad
, haré todo lo que de mí dependa para agradaros con seguridad».

Intenté hacerlo mejor:

—¿Cuándo te dedicarás a los viejos, Teresina? —grité para que me oyera, pues ya estaba lejos.

—Cuando sea vieja yo también —gritó riendo de gusto y sin detenerse.

—Pero entonces los viejos no querrán saber nada contigo. ¡Escúchame! ¡Yo los conozco!

Gritaba complaciéndome con mi ingenio, que procedía derecho de mi sexo.

En aquel momento se abrieron las nubes en un punto del cielo y dejaron pasar rayos de sol que cayeron sobre Teresina, quien ahora estaba a unos cuarenta metros de mí y unos diez más alta. ¡Era morena, pequeña, pero luminosa!

¡El sol no me iluminó a mí! Cuando se es viejo, se queda uno a la sombra, aun teniendo ingenio.

26 de junio de 1915

¡La guerra me ha alcanzado! Yo que escuchaba las historias de guerra como si se tratara de una de otra época de la que resultaba divertido hablar, pero por la que sería absurdo preocuparme, mira por dónde, me he visto en ella estupefacto y al mismo tiempo asombrado de no haber comprendido antes que tarde o temprano me vería envuelto en ella. Había vivido en plena calma en un edificio cuya planta baja ardía y no había previsto que tarde o temprano todo el edificio se desplomaría, y yo con él, pasto de las llamas.

La guerra me ha hecho presa, me ha sacudido como un trapo y me ha privado de golpe de toda mi familia y también de mi administrador. De la noche a la mañana me he convertido en un hombre del todo nuevo; mejor dicho, para ser más exactos, cada hora del día es del todo nueva para mí. Desde ayer estoy un poco más tranquilo, porque, por fin, tras la espera de un mes, tuve las primeras noticias de mi familia. Se encuentran sanos y salvos en Turín, cuando yo ya había perdido cualquier esperanza de volver a verlos.

Debo pasar el día entero en mi oficina. No tengo nada que hacer en ella, pero los Olivi, por ser ciudadanos italianos, han tenido que marcharse y todos mis escasos buenos empleados han ido a luchar de una parte o de otra, por lo que debo permanecer en mi puesto de vigilante. Por la noche voy a casa cargado con las enormes llaves del almacén. Hoy que me siento mucho más tranquilo, me he traído a la oficina este manuscrito con la idea de que me hiciera pasar mejor el lento transcurrir de las horas del tiempo. En realidad, me ha proporcionado un cuarto de hora maravilloso en el que me he enterado de que en este mundo hubo una época de tanta quietud y silencio que permitía ocuparse de semejantes juegos.

La guerra y yo nos hemos encontrado de modo violento, pero que ahora me parece un poco cómico.

Estaría bien que alguien me invitase en serio a caer en un estado de semiinconsciencia que me permitiera revivir aunque sólo fuese una hora de mi vida anterior. Me echaría a reír en sus narices. ¿Cómo se puede abandonar un presente semejante para ir en busca de cosas carentes de la menor importancia? Me parece que sólo ahora me he alejado definitivamente de mi salud y de mi enfermedad. Camino por las calles de nuestra desdichada ciudad y siento que soy un privilegiado que no va a la guerra y que cada día encuentra lo que necesita para comer. En comparación con todos los demás me siento tan feliz —sobre todo desde que tuve noticias de los míos—, que rae parecería provocar la ira de los dioses, si, además, me encontrara perfectamente.

La guerra y yo nos encontramos de modo violento, pero que ahora me parece un poco cómico.

Augusta y yo habíamos regresado a Lucinico a pasar la Pascua con nuestros hijos. El 23 de mayo me levanté temprano. Tenía que tomar las sales de Carlsbad y también dar un paseo antes de tomar el café. Durante esa cura en Lucinico advertí que el corazón, cuando estás en ayunas, trabaja más activamente e irradia a todo el organismo un gran bienestar.

Augusta, para decirme adiós, alzó la cabeza enteramente blanca de la almohada y me recordó que había prometido a mi hija buscarle rosas. Nuestro único rosal estaba seco, por lo que había que salir a comprarlas. Mi hija ya está hecha una bella muchacha y se parece a Ada. Por momentos me había olvidado hacer de educador huraño con ella y había pasado a ser el caballero que respeta la feminidad hasta en su propia hija. En seguida advirtió su poder y abusó de él, lo que divertía mucho a Augusta y a mí. Quería rosas y había que comprárselas.

Me propuse caminar por dos horitas. Hacía un sol espléndido y, como mi propósito era caminar todo el tiempo y no detenerme hasta volver a casa, no me llevé la chaqueta ni el sombrero. Por fortuna, recordé que tenía que pagar las rosas y no dejé la cartera en casa con la chaqueta.

Ante todo me dirigí al campo de al lado, del padre de Teresina, para rogarle que cortara las rosas que iría a recoger a mi regreso. Entré en el gran patio rodeado de un muro algo ruinoso y no encontré a nadie. Grité el nombre de Teresina. Salió de la casa el más pequeño de los niños que entonces debía tener seis años. Le puse en la manita unos céntimos y él me contó que toda la familia había ido a trabajar al otro lado del Isonzo en un campo de patatas cuya tierra había que remover.

Eso no me desagradaba. Conocía ese campo y sabía que para llegar a él había que caminar cerca de una hora. Como había decidido caminar durante unas dos horas, me agradaba poder dar a mi paseo una meta determinada. Así no había miedo de interrumpirlo por un ataque repentino de pereza. Me puse en camino a través de la llanura, que es más alta que la carretera, por lo que sólo veía los márgenes de ésta y alguna copa de árbol en flor. Estaba alegre de verdad: así, en mangas de camisa y sin sombrero, me sentía ligero. Aspiraba aquel aire tan puro y, como solía desde hacía un tiempo, mientras caminaba hacia la gimnasia pulmonar de Niemeyer, que me había enseñado un amigo alemán, cosa utilísima para quien lleva vida bastante sedentaria.

Al llegar a aquel campo, vi a Teresina que trabajaba justo hacia la parte de la carretera. Me acerqué a ella y entonces advertí que más acá trabajaban junto al padre los dos hermanitos de Teresina, de una edad que no habría podido precisar: entre diez y catorce años. Con la fatiga los viejos se sienten tal vez exhaustos, pero, por la excitación que la acompaña, siempre más jóvenes que en la inactividad. Me acerqué riendo a Teresina:

—Aún estás a tiempo, Teresina. No tardes.

No me entendió y yo no le expliqué nada. No era necesario. Puesto que no recordaba, podíamos volver a nuestras relaciones anteriores. Ya había repetido el experimento y había tenido también esa vez un resultado favorable. Al dirigirle aquellas pocas palabras, la había acariciado de otro modo y no sólo con los ojos.

Con el padre de Teresina quedé de acuerdo en seguida respecto a las rosas. Me permitía cortar las que quisiera; después no habría problema respecto al precio. Él quería regresar al instante al trabajo, mientras yo me disponía a tomar el camino de regreso, pero después se arrepintió y se me acercó corriendo. Al alcanzarme, me preguntó en voz muy baja:

—¿No ha oído usted nada? Dicen que ha estallado la guerra.

—¡Sí! ¡Todo el mundo lo sabe! Hace un año más o menos —respondí.

—No hablo de ésa —dijo impaciente—. Hablo de la otra con… —y señaló a la cercana frontera italiana—. ¿No sabe usted nada? —Me miró ansioso esperando la respuesta.

—Como comprenderá —le dije con plena seguridad—, si yo no sé nada quiere decir que nada pasa. Yo vengo de Triste y las últimas palabras que he oído allí significan que la amenaza de guerra ha quedado conjurada definitivamente. En Roma han depuesto al ministro que quería la guerra y ahora está Giolitti.

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