La concubina del diablo (10 page)

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Authors: Ángeles Goyanes

Tags: #Terror, Fantastico

BOOK: La concubina del diablo
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»—¡Sal de aquí, Juliette! —me gritaba Shallem frenéticamente—. ¡Coge el barco! ¡Te buscaré! ¡Vete! ¡Ahora!

»Histérica, no cejaba en mi empeño de acercarme a él. Pequeños fragmentos de piedra habían comenzado a caer sobre mi cabeza, que intentaba proteger con las ya doloridas manos. Apenas podía abrir los deslumbrados ojos. Mi corazón se negaba a abandonarle, pero mi cerebro me decía que no podía ayudarle, que nada malo podía sucederle, que él era inmortal, pero yo no. El derrumbamiento era inminente y el terror me ayudó a actuar.

»Encontré a tientas la salida y me introduje por ella, desplazándome sobre manos y rodillas con toda la velocidad de que era capaz, y con los ojos tan llenos de lágrimas y el corazón de pena y terror, como lo había tenido aquella noche en el oscuro pasadizo de Saint–Ange. Mis músculos estaban rígidos y ateridos de miedo. Escuché, tras de mí, cómo el derrumbamiento se convertía en realidad en la cámara donde Shallem se encontraba. El polvillo de las viejas piedras caía sobre mi cabeza y hube de cerrar los ojos, que de poco me servían abiertos en aquella oscuridad. Sufrí visiones horribles de mí misma encerrada para siempre en la pirámide milenaria, junto con la momia de aquel mayordomo real, que era su legítimo propietario.

»Tuve la impresión de que la pirámide se hundía. Lancé un chillido y continué reptando despavorida, enloquecidamente, a lo largo de aquel inmenso, inacabable túnel, que tanto me había divertido en el camino de ida, cuando había mordido y besado la cálida y exquisita carne sobrenatural de Shallem. Ahora sólo lloraba y chillaba, trastornada, mientras sentía la presión de la pirámide sumergiéndose en la arena del desierto y desmoronándose sobre mi cabeza.

»De pronto, me di cuenta de que había llegado al final del pasadizo, a la salida, pese a que no se veía ninguna luz. Arena y arena y arena, millones de granos de arena obstruían la entrada.

»Introduje mis manos en la masa monstruosa que había penetrado en el corredor, arañándola como una gata desesperada. La arena era muy suelta, muy poco pesada. Tomé aire, me di impulso, e introduje en ella la cabeza con los ojos bien apretados. Dios mío, si hacía cualquier falso movimiento y me equivocaba de dirección… Debía ir hacia arriba, hacia arriba. Nadé en un mar de arena infinita en medio del terror ante la muerte horrible e inminente y de la asfixia real y presente. Noté cómo la pirámide parecía ceder, intentando succionarme, arrastrarme con ella en su seco remolino. No oía nada, no veía nada, estaba falta de todo sentido. Hubiera caído si la masa no me hubiese constreñido adaptándose a cada pliegue de mi cuerpo.

»Continuaba y continuaba luchando con la arena, pero no parecía ascender, no parecía desplazarme un milímetro del mismo lugar. Levantaba, pesadamente, manos y pies, como en una imposible escalada, y la arena subía con ellos, y luego volvía a bajar. Siempre la misma arena, siempre al mismo lugar. Estaba envuelta, enterrada en vida bajo los dorados granos que penetraban por los orificios de mi nariz, de mis oídos, que buscaban un hueco entre pestaña y pestaña y anidaban en mi pelo. El aire que expulsaba por mi boca no parecía tener cabida, trataba de volver a mí, y, en aquella breve y cuidadosa expulsión, la sedienta arena penetraba en busca de la escasa humedad de mi lengua, de mi boca entera. Me había desviado, pensé, sin duda era un cuerpo horizontal preparado ya para recibir la muerte.

»El terror comenzó a petrificarme, a impedirme el movimiento. En mi asfixia, abrí la boca y la arena penetró hasta mi estómago con ansia voraz. Ya estaba medio muerta, en realidad. ¿Por qué seguir luchando? ¿Por qué no entregarse a ella, sin más resistencia, y dejar de sufrir? No sabía la respuesta, pero continuaba luchando, ya apenas sin fuerzas.

»Pero, de pronto, mi mano emergió a la superficie y la caricia del aire y los rayos solares hicieron saltar mi corazón. ¡El aire! Seguí debatiéndome, con renovadas fuerzas, en mi loco pedaleo. Y parecía no llegar nunca. Pero ahora sabía que estaba allí, que podía lograrlo si la falta de oxígeno no me mataba antes. Y a punto estuvo de hacerlo, pero no lo consiguió. Al fin, alcé la cabeza en busca del gas vital y los abrasivos rayos del desierto. Aspiré y aspiré y, después, en seguida, acabé de salir de mi encierro, temerosa de que se abriera como arenas movedizas para tragarme de nuevo.

»La pirámide no se había hundido mucho, en realidad. No tanto como yo me había figurado. Un metro, o poco más. Parecía intacta, además. Al fin y al cabo, era una construcción prácticamente maciza. Aunque unos cuantos bloques hubiesen sido dinamitados en su interior, casi no la hubiese afectado. ¡Qué arquitectura más prodigiosa!

»Pero yo sí estaba hecha papilla. Mi cuerpo estaba exhausto, mis pulmones congestionados, mis ojos irritados por las arena que se había abierto camino a su interior, y mi cerebro, sobre todo mi cerebro, a punto de perder toda noción de la realidad. ¿Qué eran aquellas formas intangibles y asesinas? ¿De dónde procedían y por qué habían atacado a Shallem? ¿Y dónde estaba él, mi Shallem? ¡Estaba muerta sin él! ¿Qué me había dicho? ¿Qué tomara el barco? ¡Pero si estábamos, quizá, a doscientos kilómetros, o tal vez más! Cuatro kilómetros se convertían en cuatrocientos a través de aquel desierto infernal.

»Sin dejar de atormentarme con tales pensamientos, eché a andar cuan rápido pude por el terror a que aquellos seres saliesen de la pirámide dispuestos a infligirme suplicios inimaginables. Tal vez era la forma en que la justicia divina se manifestaba, pensé.

»Caí rendida, no bien había recorrido trescientos metros. Tenía un miedo irracional y obsesivo a la soledad y vacío del inmenso desierto. Agorafobia, lo llaman ahora. Pero estaba cerca, muy cerquita del Nilo. Repté hasta él y me lavé la cara con sus tibias aguas, porque no tenía fuerzas para más, y me enjuagué la terrosa boca. Seguiría su curso. Al menos, no moriría de sed. Cuando me encontré mejor reanudé el camino. Jamás llegaría antes de que el barco zarpara, eso ya lo sabía, pero tenía que intentarlo. ¿Quién sabía? Podía ocurrir algún milagro.

»Y ocurrió. Estaba a punto de desmayarme, nunca el calor del desierto me había parecido tan atroz cuando estaba con Shallem, y creí que era un espejismo. Pero no. Era una barca de vela. O algo así. Pedí socorro a gritos y, en el silencio del desierto, no tardé en ser escuchada y ver cómo el bote se dirigía hacia mí. Distinguí dos figuras masculinas a bordo. De nuevo iba a caer en manos humanas. “Ahora me violarán, me robarán y me asesinarán”, pensé, tal era mi fe en el género humano. Pero tuve más suerte. Se trataba de un inofensivo y servicial abuelo con su nieto de unos diez años. Por supuesto, no entendían una palabra de ningún idioma de los que yo conocía. Pero mi aspecto lo decía todo. Saqué una bolsita con la considerable suma de que Shallem me había provisto para que atendiera a mis humanos caprichos y me desviví por hacer entender la palabra “Alejandría”. Pero a ellos no parecía querer decirles demasiado. Mímicamente intenté hacerles ver que debía coger un gran barco para Europa, pero mi mímica no era muy buena y la palabra Europa no parecían haberla oído jamás. Entonces recordé el bonito y enorme cementerio romano de Alejandría que Shallem me había enseñado unos días antes. “Kom El Shokafa”, pronuncié, “Kom El Shokafa”, al tiempo que les mostraba el dinero y les indicaba la dirección. Fue una suerte que recordase aquel nombre. Por fin me entendieron. Subí a la extraña barquita, provista de un toldo, y respiré casi aliviada. ¿Llegaría a tiempo? Intenté averiguar a qué distancia estábamos. Pero eso era pedir demasiado.

»Apenas había viento, pero al menos nos desplazábamos. Por el camino pensaba constantemente en el destino de Shallem y en cuándo volvería a verle. Tal vez me esperase en Alejandría, en el barco. ¿Por qué no? ¿Qué podría retener a un ángel?

»Me sorprendí cuando comencé a vislumbrar las primeras casitas de adobe junto al río, que indicaban la proximidad de la civilización humana.

»—¿Cerca? ¿Cerca? —preguntaba nerviosamente, desesperada porque no me comprendían.

»—Kom El Shokafa —entendí que decía el anciano, indicando, mediante el tono alegre de su voz y sus gestos, la cercanía del lugar.

»Sí. Pronto vi la enorme aglomeración de la ciudad, de Alejandría. Magnífico. Aquella pirámide no estaba en el Valle de los Reyes, como yo había temido, o hubiéramos tardado muchísimo más tiempo en llegar. Sin duda el mayordomo real había pretendido ocultar su última morada a la rapiña de los ladrones, aunque no lo había conseguido.

»Habríamos tardado un par de horas. Tenía tiempo de sobra para ir a casa a por el pasaje y el dinero. Ojalá Shallem me estuviese esperando allí.

»Pagué al anciano el dinero que le había ofrecido, agradeciéndole el viaje en la lengua universal. Corrí hacia casa, suplicando por encontrar a Shallem en ella. Pero estaba tan vacía como la habíamos dejado. Mis esperanzas desvanecidas destrozaron mi corazón. Me senté al borde de la cama y temblé. “Bueno —intenté consolarme—, aún puede aparecer en el barco”.

»Aproveché el tiempo para lavarme y cambiarme de ropa, y, cuando fue la hora, recogí mis cosas y me encaminé al puerto. El barco ya estaba atracado, de modo que entregué mi pasaje y me dirigí a lo que entonces hacia las veces de camarote, nuevamente con la esperanza de que él hubiera subido ya, y me estuviese esperando en él. Pero estaba vacío. Decepcionada, regresé a cubierta y escruté el puerto hasta que el barco zarpó. Nada. “Puede subir en cualquier momento de la travesía”, me dije. Y este inspirado pensamiento me reconfortó.

V

»Los días fueron pasando, lenta y dolorosamente. Sufría mi soledad como si una parte de mi propia alma se hubiese ausentado de mi ser. Apenas comía, no podía dormir. De día y de noche subía a la cubierta y oteaba el aire en busca de alguna señal indefinida, de alguna manifestación sobrenatural. Me sentía enervada y vacía. ¿Estaría Shallem en algún peligro que escapase a mi comprensión?, me preguntaba una y otra vez. ¿Cuánto tardaría? ¿Cómo podría yo, en la espera, resistir la vida, su ausencia, su vacío?

»La travesía se me hizo eterna. Estaba deseando llegar al puerto porque había fraguado una nueva ilusión: Shallem me estaría esperando en él. Si no era así, ¿qué haría yo? ¿Adónde iría?

»Pronto debí dar respuesta a estas cuestiones.

»Cuando la tierra se hizo visible en el horizonte mis ojos se clavaron en ella en busca del espléndido amado que hubieran distinguido a kilómetros. Pero, conforme el barco arribaba, mi vista se nublaba por las lágrimas. Como me temía, tampoco estaba allí, en el antiguo y familiar puerto de Marsella.

»Al menos me encontraba en tierra amiga y conocida, donde todo el mundo hablaba mi lengua y compartía mi cultura. Aquella era mi tierra, después de todo; si es que yo alguna vez tuve tierra.

»Reservé habitación en una posada con vistas al puerto, pero no en la misma en la que me había alojado unos tres o cuatro meses, es decir, sesenta y siete años atrás, pues ya ni siquiera existía.

»Había tenido la precaución de cambiar las monedas egipcias a uno de los marineros del barco, quien viajaba a Alejandría con frecuencia y tendría ocasión de hacer uso de ellas, de modo que contaba con algún dinero, aunque poco, para sobrevivir, humildemente, durante una o dos semanas. Pero no podía cometer ningún gasto que pareciese innecesario o no vital. Ni tan siquiera me atrevía a adquirir un traje nuevo, a pesar de que vestía una espantosa túnica egipcia que me hacía llamar tremendamente la atención.

»¿Qué haría cuándo se me acabase el dinero si Shallem no había regresado? Pensé en mis tierras de Saint–Ange. Mi tutor estaría tan muerto como yo misma debería estarlo. Nosotros, Geniez y yo, habríamos sido dados por muertos en el incendio y mis tierras habrían pasado inmediatamente a posesión de la Iglesia, según había sido estipulado. No tenía forma de recuperar nada. No conocía a nadie que aún pudiese vivir. No tenía a donde ir. No poseía nada. Absolutamente nada. Me hallaba en mucho peores circunstancias que unos pocos meses antes.

»Marsella no había cambiado demasiado. Había abundantes empleos para quien supiese hacer algo, cualquier cosa. Pero no había nada que yo supiese hacer. Busqué trabajo en las tabernas, como camarera, en los talleres y tiendas, como vendedora. Pero lo único que conseguía eran impertinentes insinuaciones.

»Las cruzadas y el monacato eran las salidas de que un hombre sin dinero disponía en aquellos días. ¿Y una mujer? La prostitución o el convento. Esta última opción fue la que tomé. Una de las camareras de la posada en que me alojaba me había sugerido tal idea. Ella conocía uno apropiado en Orleans, en el que una tía suya llevaba viviendo cuarenta y siete años. Era pequeño, de regla poco rigurosa, y no era imprescindible dote para ingresar en él. Justo lo que necesitaba. Pero ¿me encontraría Shallem en un convento? Me encargaría de ello, dejaría un buen rastro tras de mí, por si acaso sus medios sobrenaturales no le bastaran para hallarme tan oculta. ¿Qué otra cosa podía hacer?

»Con el dinero que me quedaba conseguí transporte hasta el convento. Como había decidido hacer, proclamé a los cuatro vientos mi nombre y el lugar a donde me dirigía, para que Shallem no encontrara dificultades en mi búsqueda. Lo grabé en las paredes, puertas y árboles en cada parada que hacíamos. Y me comportaba como una verdadera estúpida, con el fin de no pasar desapercibida e impresionar mi imagen indeleblemente en las retinas y la memoria de todos cuantos me vieran.

»En verdad el convento era sumamente recogido. No vivían más de doce monjas en él, todas de avanzada edad. Su orden se estaba extinguiendo, de modo que acogieron mi sangre fresca con sin igual alegría. Apenas me hicieron preguntas. Nada más abrirse la verja del convento, sin darme oportunidad de preguntar por el nombre que la camarera me había indicado, se reunieron todas a mi alrededor y, prácticamente, me obligaron a pasar al interior. Dudo mucho que hubiese podido escapar, si no hubiese estado en mi intención el quedarme.

»En seguida me proveyeron de un hábito de novicia, que hubieron de desempolvar para mí, unas sandalias, un rosario, un crucifijo y un anillo. Me mostraron la celda que habría de servirme de modesto cobijo y me ofrecieron sus humildes alimentos. No podía pedir más por menos.

»Ni siquiera se habían preocupado lo más mínimo en conocer mi origen, en profundizar en los superficiales motivos que expuse al manifestar mi intención de pertenecer a la orden. Simplemente, se sintieron fascinadas por mi juventud y decidieron no dejarme escapar.

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