La concubina del diablo (37 page)

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Authors: Ángeles Goyanes

Tags: #Terror, Fantastico

BOOK: La concubina del diablo
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»“¡Quiero salir! —grito—, ¡sobrevolar las techumbres de Florencia, hacer acrobacias en la cúpula de Santa María de las Flores!” ¡No! ¡No! Nada de eso existe ya, ¿verdad, Cannat? Ahora me guiarás con tu hermosa mano a nuestro verdadero mundo. Al mundo de los vivos. Y sí. Llega hasta mí y acaricia mi mejilla. “¡Puedo sentir!”, exclamo. Y tu rostro, tu impecable rostro de varón, tus facciones angulosas, el fulgor de tu mirada azul, tu tentador cabello… lo palpo, lo veo, a través de tu fascinante luz multicolor. Pero ¿y yo? ¿Sigo teniendo mi rostro de mortal? Desciendo hasta el espejo y me miro en él. ¿Dónde estoy? ¡No me reflejo! ¡No puedo verme! Me palpo el rostro y ¡qué distinto me resulta su contacto! No soy mujer, ya no, sino un compendio gigantesco de luces y colores, pálidos, alegres, brillantes. Cannat conserva su apariencia por debajo de la luz. Él es un ángel. Nació con ese aspecto y nunca morirá, es por eso.

»“Falta Shallem —me digo—, y también nuestro hijo”, los únicos seres que consigo recordar de mi vida mortal. Esperémosles y huyamos luego. Sí, fuera del mundo de tinieblas, a la luz, lejos, muy lejos.

»“Vuelve ahora”, me dice Cannat. Me espanto. Me horrorizo. “¡No!”, grito, y Cannat me ordena: “¡Regresa!”, y suelta un exabrupto. “¡No! ¡No! ¡No! —clamo—. ¡No quiero hacerlo!” Y Cannat viene hasta mí y me sonríe y, ¡Ah!, un vértigo incontenible, un espasmo en el agitado pecho y un grito que escapa de mi boca mortal. Trato de incorporarme y me resulta imposible, lucho contra el peso del cuerpo de Cannat y no se mueve un ápice. Y, ¡Dios!, qué dolor en el hombro, qué opresión en el pecho. Cannat se levanta y mi hombro parece desgarrarse.

»—Lo siento —me dice—, la próxima vez caeré hacia el otro lado.

»Le miro, alelada.

»—Me has obligado a volver —le digo, como acusándole de un crimen monstruoso.

»Y Cannat me sonríe y me abraza, y yo le dejo hacer, sin fuerzas para impedírselo o corresponderle.

»—Bello, muy bello, bellísimo —dice—. No se lo digas a Shallem, no le gustaría. Será nuestro secreto.

El sacerdote dibujó una pirámide con las manos y, cerrándola, cubrió con ella su boca, mientras sus ojos miraban extáticos a su confesada.

La mujer le miró y pareció sentir un inmenso placer en ello. Como si encontrase relajante su visión.

—Pero no quiero que se llame a engaño —dijo, al cabo de unos segundos—. No quisiera darle una falsa impresión de la relación entre Cannat y yo, que se movía, por entonces, entre la ocasional ternura y la indiferencia y los raptos de maldad con los que me devolvía a mi lugar. Por eso, ahora le contaré una anécdota, porque ya no es más que eso, que le resultará esclarecedora.

»Ocurrió un día en que Shallem y el niño se habían quedado rezagados, ocupándose de un pájaro herido, y Cannat y yo escuchábamos, un poco adelantados, el triste recitar de una pobre ciega.

»De unos seres que ya nada tenían que ver conmigo, la ceguera era la única de sus desgracias que aún me conmovía.

»Quise probar mi influencia sobre Cannat.

»—Devuélvele la vista —le pedí sin vacilación.

»—¿Estás loca? ¿Por qué iba a hacer eso? —me preguntó.

»—¿Y por qué no? —le pregunté a mi vez—. Siento lástima por ella.

»—¿No creerás que eso me importa? —me respondió, cargando toda su despreciativa ironía en la entonación de las palabras.

»Bien, pues, en ese momento, Cyr y Shallem nos alcanzaron.

»—Cyr —le dije—, el tío Cannat dice que, si tú quieres, le devolverá la vista a esa mujer, para que veas cómo lo hace.

»—¡Oh, sí! ¡Sí, tío, sí, quiero verlo! —se entusiasmó Cyr.

»Yo miré a Cannat, con mi media sonrisa de triunfo, sabiendo que no querría defraudarle.

»Y no lo hizo. Cogiendo por el brazo, de mala gana, a la mujer, con la resistencia de ésta y sin dedicarle una sola palabra, la llevó a un callejón apartado. Y allí, ante la devota mirada de adoración de Cyr, en menos de un minuto la devolvió la visión.

»Cyr aplaudía maravillado. La mujer, sumida en un éxtasis místico, creía estar ante un enviado de Dios. Shallem le miraba receloso; yo, triunfante.

»—¿Has visto cómo se hace, Cyr? —le preguntó Cannat, y yo me alarmé porque noté como la expresión de fierecilla estaba aflorando a él.

»—¡Oh, sí, sí! —le contestó Cyr—. ¿Podré hacerlo yo algún día?

»—No te hace ninguna falta —le aseguró Cannat.

»Y la mujer, entretanto, se había tirado a los pies del desdeñoso Cannat, que trataba de apartarse de ella como de un ser repugnante, y en medio de un llanto efusivo ella gritaba: “¡Milagro, milagro!” Y luego comenzó a interrogarle sobre a quién debía aquel prodigio.

»—Al arcángel San Miguel —la respondió Cannat. Y de una violenta patada consiguió desasirse de ella.

»—¡Un ángel! —comenzó a gritar la mujer, a pesar de ello, con una espléndida sonrisa iluminando sus ojos—. ¡San Miguel! ¡San Miguel!

»—Exacto —dijo Cannat. Y luego, dirigiéndome una significativa mirada, agregó—: Pero agradéceselo a tu benefactora, porque ahora, para complacerla a ella, voy a darte una visión del mundo como ningún humano haya conocido jamás.

»Y la mujer, en plena ferviente oración ante el mirífico enviado divino que había obrado el milagro, vio cómo se despegaba del suelo, ascendiendo y ascendiendo, en cuerpo y alma, hacia el cielo, y como, desde tierra, cuatro figuras diminutas contemplaban cómo se alejaba, cómo se detenía un instante, y cómo, luego, comenzaba a caer, igual que un pelele de plomo.

»—¡Detenla, Cannat! —le gritó Shallem—. ¡Detenla!

»Y, como su hermano no obedeciera, cogió al niño y ocultó a sus ojos el horror.

»La mujer se estrelló contra el suelo, muerta antes del choque probablemente, quedando convertida en un amasijo desmembrado, amorfo y aplastado en medio de un charco de grasa y sangre.

»Mi petrificada mirada encontró la elocuente y retorcida de Cannat.

»—¡No vuelvas a hacer jamás algo así delante del niño! ¿Me oyes? ¡Jamás! —aullaba Shallem.

»Pero los ojos, los oídos, la atención de Cannat, estaban fijos, clavados en mí.

»—¡Ya ves! —exclamó—. Hasta en los ángeles halló el Señor defectos…

La mujer dejó de hablar y se acarició una ceja con la yema de su dedo índice.

El padre DiCaprio se relajó, y, al tratar de servirla un vaso de agua con mano temblorosa, derramó su contenido por toda la mesa.

—Lo lamentó mucho —dijo, levantándose nerviosamente para secarla con las pequeñas servilletas de papel.

Mientras él la limpiaba meticulosamente, la mujer se levantó con calma y empezó a recorrer la habitación.

El sacerdote volvió a sentarse y la observó mirando entre las rejas de la ventana. Se quedó callado, esperando ansioso, hasta que ella, en silencio, se volvió para averiguar si había terminado, y, viendo que era así, continuó:

—Shallem se enfadó tremendamente con él. Le dijo que se fuera, que no quería verle más, que era insensible e irresponsable, y un montón de cosas más que no pensaba en absoluto y a las que Cannat ni siquiera atendía. Pero se fue, altanero y con un falso aire ofendido. Y no volvimos a verle hasta… —La mujer desvió los ojos al techo y soltó un conato de risa—, hasta el día siguiente por la noche, cuando Shallem, angustiado ante la aparición de las presencias, no tardó un segundo en llamarle.

»Y Cannat acudió de inmediato, sin hacer gala de la menor prepotencia, sin asomo de arrogancia, vanidad o rencor, y sin el más mínimo síntoma de enfado o de recordar, siquiera, que quizá debería estarlo. Con absoluta y desinteresada lealtad y amor.

»Era como si existiese un pacto entre ellos por el cual el recuerdo de sus discusiones se borraba instantáneamente de la memoria de ambos, no bien se producían.

El sacerdote lanzó un suave y casi imperceptible silbido. La mujer y él se miraban a los ojos con la relajada y profunda intimidad de los viejos amigos.

»—Y Shallem, claro —dijo él—, sin duda supo lo que ocurrió entre ustedes durante su ausencia.

»—Pues naturalmente, pero jamás se hizo el menor comentario acerca de ello. A mí me sobraban las razones para no hacerlo. La primera, y más lógica, que era absurdo comentar con Shallem algo que ya sabía y, evidentemente, no quería mencionar. Aunque, por supuesto, ignoro si en algún momento habló de ello con Cannat. La segunda, que la presencia de Cannat era imprescindible para la supervivencia de Cyr, y yo no quería crear un clima enrarecido que le hiciese desagradable su estancia entre nosotros. La tercera consistía en mi negación a constatar el hecho de que, para Shallem, Cannat era lo primero en la Tierra o en el Cielo, y que sería completamente indiferente a mis quejas o chismorreos, a no ser para acabar enfadándose conmigo. Y la cuarta, la que reinaba sobre todas las demás, la más extraña y definitoria, que yo, simplemente, no quería perder a Cannat. Tal era la poderosa fuerza con que me atraía, al igual que la llama a la polilla.

»Mis naturales deseos de estar a solas con Shallem se veían satisfechos durante largas temporadas. Cannat no significaba un estorbo en este sentido. Y, cuando le veía regresar, mi corazón latía de tal forma que sentía vergüenza de mí misma, y también miedo de lo que Shallem pudiese llegar a imaginar.

—¿Me está diciendo que le quería? —inquirió, alarmado, el confesor.

—No podía evitarlo cuando hablábamos a solas sobre nuestro común amado, envueltos en raptos de ternura, cuando veía su expresión mientras abrazaba a mi hijo o curaba las alas de algún pájaro herido. Toda su belleza divina afloraba entonces y, ¡se parecía tanto a Shallem! Pero, recuerde también lo que ya le he dicho: que su magnetismo era desmesurado y lo ejercía sobre todos los seres vivientes, que éramos incapaces de sustraernos a él. Y, no piense que era algo voluntariamente provocado. A menudo era completamente indiferente a él.

»Las alcahuetas continuaban asediándole. Algunos hombres le hacían proposiciones amorosas. Todos los caballeros y, por supuesto, las damas, ansiaban conocerle. Desde las mesas vecinas nos ofrecían invitaciones que él siempre declinaba. El conocer humanos le parecía fastidioso y aburrido, y el tener que tratar con ellos, decididamente insoportable.

»Muchos jóvenes pintores y escultores llamaron a nuestra puerta requiriéndoles como modelos, suplicándoles que posaran para ellos con la apariencia de tal o cual dios mitológico. Y esto era algo que Cannat no podía soportar, que nos importunaran en nuestro hogar, que allanasen nuestra intimidad. Naturalmente, él casi siempre se encargaba de que el mismo nunca nos molestase por segunda vez. Pero había excepciones a esta regla, y podría hablarle de muchas ocasiones en las que Cannat mostró tolerancia e incluso algo más, sin que yo pudiese descifrar nunca cuál era la clave que unía a los mortales dignos de su parcamente administrada bondad.

La mujer, que aún permanecía de pie, de espaldas a la ventana y mirando al confesor, estiró su cuerpo placenteramente y se volvió a la luminosa luz del día.

—A pesar de los numerosos viajes que hacíamos fuera de Florencia, la ciudad acabó por aburrirles.

»Cannat no hacía más que hablar de un incógnito lugar en América, donde los europeos aún no habían llegado y donde él era conocido entre los indígenas como un dios vivo.

»Hastiado de las masivas oleadas de humanos que colapsaban las calles de nuestra pequeña ciudad, Shallem no le dio a Cannat el trabajo de convencerle. Ni tampoco a mí.

»Abandonamos Florencia a los cinco años del nacimiento de nuestro hijo.

»Sólo lamenté una cosa: la pérdida de Leonardo.

CUARTA PARTE
I

»Qué difícil es relatarle lo que sentí ante aquel nuevo mundo. Un mundo que me resultó más desconocido e inquietantemente extraño de lo que nunca hubiera imaginado.

»Un mundo de peligros permanentes para el común de los mortales. Pero yo no era tal. Y, nada más llegar, Cannat se ocupó de dar a Cyr, lo que Shallem me había dado a mí. Las enfermedades de aquel mundo podrían matarlo, se justificó. Y ahora era más hijo suyo de lo que nunca lo había sido de su propio padre.

»Todo me resultaba maravilloso y exótico. Todo me sorprendía.

»La inmersión en la oscura selva me producía una sensación de agobiante inmovilidad. No existían los espacios abiertos. Era como estar sumergida en un mar de troncos y fronda y gigantescas raíces que emergían, como anclas poderosas y firmes, del húmedo y rojizo suelo. Las lianas, bejucos y todo tipo de epifitas y plantas parásitas de bellísimas flores eran una abrumadora constante allá donde dirigiese la vista, como medallas multicolores adornando los troncos.

»La casi impenetrable muralla que formaba la exuberante vegetación, obligaba a muchos animales a habitar en las copas de los árboles, alimentándose de hojas y frutos, y bebiendo el agua que se acumulaba en las grietas y huecos de los troncos, sin aventurarse a descender nunca al suelo.

»Las serpientes le tomaron tanta afición al sabor de mi carne que no me acostaba una sola noche sin haber padecido el dolor de sus mordiscos. Sin embargo, no me ocasionaban más daño que las picaduras de cualquiera de las múltiples variedades de infectos mosquitos que perturbaban constantemente mi sueño.

»Pero no fue la selva en sí la que me causó la inenarrable impresión de haber traspasado las fronteras de la realidad para penetrar en un mundo imaginario, un glorioso mundo de civilizada prosperidad, soberbio en su grandeza y desarrollo, pero, a la vez, bárbaro y cruel, supersticioso y fanático, ignorante y oscurantista. El último bastión de los dioses. El santuario privado de Cannat.

»La noche. El momento más oportuno para que un dios caiga de los cielos convertido en una bola de fuego.

»—Siempre me presento así —comenta Cannat con toda naturalidad.

»Desde el lugar donde nos hallamos se divisa el firmamento en toda su inmensidad. Miríadas de estrellas palpitantes sobre el oscuro telón abovedado. Negrura y luces plateadas. Un observatorio natural.

»Y la bola de fuego acaba de estallar en mil pequeños fragmentos más luminosos que las mismas estrellas, y sus ascuas caen, todavía encendidas, en cada uno de los rincones de la gran ciudad. Apenas puedo respirar ante el espectáculo anonadante que se acaba de descubrir a mis ojos.

»—Quedaos aquí —nos dice Cannat—. Debo cumplir con mis deberes de dios.

»Y nos deja ocultos en la oscuridad. Al final del extremo norte de la Avenida de los Muertos. Donde la selva parece haberse detenido, ex profeso, para dejar espacio a la obra del hombre. Un lugar que sólo las serpientes osan frecuentar a aquellas horas. Pero ¡qué magnífica visión se ofrece a nuestros ojos! La Avenida de los Muertos: un kilómetro de longitud, al menos, cien metros de ancho. Una inmensa extensión donde las grandes pirámides escalonadas y truncadas, que, como un ejército en perpetua guardia, se suceden una tras otra flanqueando ambos lados de la Avenida, aseguran, por los siglos, el imperturbable descanso de sus reyes. Y en su centro exacto, un enorme estanque es el culminante corazón de una larga fila de ellos más pequeños, que se nos aparecen como alegres islas flotantes de bellísimas flores. Entre pirámide y pirámide se alzan descomunales esculturas de piedra que representan criaturas pretendidamente antropomorfas. A veces, sólo una extraña cabeza humana de dos metros de alto e insólitos colmillos animales. Otras veces, son desnudas figuras de cuerpo entero, femeninas, masculinas o hermafroditas que, en ocasiones, forman singulares grupos heterogéneos.

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