La concubina del diablo (34 page)

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Authors: Ángeles Goyanes

Tags: #Terror, Fantastico

BOOK: La concubina del diablo
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»De vez en cuando captaba una voz ininteligible, un murmullo desagradable que me hacía estremecer de terror. Y las lágrimas corrían a torrentes por mi rostro, mudo y hierático, como único medio de expresión. De tanto en tanto sentía algo metálico y molesto introduciéndose por la fuerza en mi boca y derramando en su interior un líquido caliente y grasiento, e imaginando, en mi ensueño, que era la doncella quien me prodigaba tales cuidados, me dejaba alimentar displicentemente, lo mismo que las plantas nos dejan verter el agua sobre sus macetas. Pero si, por un segundo, me esforzaba en regresar de mi ausencia para agradecerle sus cuidados con una mirada o un triste conato de sonrisa, me percataba de que era Cannat quien sostenía la cuchara y un ataque de histeria se apoderaba de mí.

»—No estás enferma —me decía Cannat—. No puedes estarlo.

»Y era cierto. No volvía en mí porque no quería volver. Porque me espantaba la posibilidad de estar a solas con él. Pero, a mi pesar, pasados los primeros días, mis sentidos fueron regresando al temible estado de consciencia. Sin embargo, yo continué con la mirada perdida en el vacío, fingiendo un letargo que, para mi desgracia, ya estaba muy lejos de disfrutar.

»Cannat se sentaba en la cama y, durante horas, me narraba historias inconcebibles, que yo creía fantasías inventadas para hacerme salir de mi mutismo: sobre seres que pululaban a millones por todas partes, pero tan minúsculos que el ojo humano no podía verlos; sobre seres gigantescos con aspecto de dragones, que se habían extinguido incontable tiempo atrás; sobre hombres con aspecto de monos, que nos habían precedido; y otros muchos cuentos extraordinarios que la ciencia aún no me ha demostrado.

»Yo lo escuchaba todo atenta y plenamente lúcida, pero simulando un distanciamiento de la realidad que, como le he dicho, ya era totalmente fingido.

»Y Cannat lo sabía.

»Como sabía que se había propasado conmigo desdeñando los frágiles límites de la resistencia humana. Que se había expuesto a sí mismo a sufrir el trance del nacimiento prematuro de mi hijo. Una posibilidad que había podido comprobar el nerviosismo que le causaba. De ninguna manera deseaba ser el causante de que Shallem perdiese la oportunidad de hacer de su hijo el inmortal que debía de ser, como él había hecho con Leonardo, y, sin embargo, había estado a punto de ocasionarlo.

»Por eso, desde aquel día en la cueva, Cannat me trató entre algodones. Con paciencia y comprensión ante mis silencios. Con mimos y cuidados paternales a pesar de mis desaires. Sin irritarse jamás con ocasión de mis ataques de nervios, reales o ficticios. Peinándome, lavándome incluso, obligándome a levantar para desentumecer mis músculos, trayéndome diligentemente las comidas y dándomelas mientras fue necesario.

»Me pedía que no le temiera, me aseguraba que nunca había querido hacerme daño. Que no debía estar asustada pues yo nunca sería como los seres que había visto en la gruta, ya que nada tenía en común la forma en que Shallem había compartido su espíritu conmigo con lo que él había hecho con aquellos humanos para retener sus almas.

»También, con intención de consolarme, me prometía cosas que me hacían estremecer de pavor. Como que él buscaría un cuerpo joven para mí cuando el mío envejeciese, y luego otro, y otro más, de modo que yo no debía preocuparme por nada.

»No sé cuál de las opciones me conmocionó más. Si la de vivir eternamente dentro de mi cuerpo en putrefacción, o la de vagar de uno a otro como un espíritu diabólico y errabundo, habitando en cuerpos ajenos, robados a los vivos para poder seguir caminando sobre la Tierra.

»Sin embargo, no había malicia en su ofrecimiento, y en ningún momento se apercibió del pánico que su promesa causaba en mí.

»Me hablaba así con intención de mantenerme sosegada, de evitar que otro posible ataque de angustia me provocase un nuevo intento de parto.

»Me rogaba, en voz baja, que le dijese algo, que le contestase; me aseguraba que no tenía motivos para persistir en aquella actitud, que estaba muy pálida y debía salir a pasear, pues Shallem le echaría una bronca si me encontraba con tan mal aspecto. Pero yo continuaba obstinadamente muda y absorta en el vacío, perdida en mis pensamientos, y aún temblequeante ante el temor y la desconfianza que me inspiraba.

»Y mis pensamientos eran uno sólo. La visión, indeleble y espectral, de la mujer atravesada por la inmensa forma natural y manando sangre. Los alaridos roncos, profundos, imparables e idénticos unos a otros de los que, tapándome los oídos con las manos, había tratado de protegerme, preguntándome de quién surgirían, para darme cuenta, embotada e histérica, de que era yo quien los profería, y de que era incapaz de contenerlos.

»Y a donde quiera que mirase, la visión me perseguía como el dibujo en una lámina de vidrio superpuesta a mis ojos. Una macabra lentilla imposible de arrancar. Y, si, tratando de escapar a ella, cerraba los párpados, la aparición se hacía más nítida y cruel sobre el fondo rojizo u oscuro, y el sonido de mis gritos colapsaba mi cerebro.

»Y entonces miraba a Cannat pensando: “Él lo hizo”, y en mis ojos se percibía tal espanto que, temeroso, abandonaba el dormitorio ante la posibilidad de provocarme un ataque.

»Y un día, no pude resistir por más tiempo la duda que, hacía tiempo, martilleaba mi cerebro en mi empeño por aferrarme a la mortalidad. Cogí el cuchillo que Cannat me había traído para partir la carne, sí, carne, y, aprovechando su breve ausencia, con él me abrí las venas de la muñeca.

—¡Dios santo! —intervino el sacerdote.

—Comprenda que no es que yo deseara morir, pese a todos los horrores acumulados. Mi intención no era suicidarme. Pero me negaba a admitir el que el prodigio de la inmortalidad se hubiera obrado en mí. “¿Qué cosa soy yo, si eso es verdad?”, me preguntaba. Al cortarme las venas hubiera deseado ver manar la sangre a borbotones y sentir el dulce vahído de la muerte guiándome de la mano. Y, cuando me hubiese asegurado de que, efectivamente, estaba muriendo, de que podía morir, me hubiera apañado para llamar a Cannat y que él me salvara. Pero, si la muerte no llegaba, debía saber de qué modo concreto le era impedido. Debía ver cómo se coagulaba la sangre sobre mi muñeca, o se cerraba, instantáneamente, mi herida; formas que cientos de veces había imaginado.

—¿Y qué ocurrió?

—Que no brotó ni una sola gota de sangre a pesar del dolor que me aseguraba que el filo del cuchillo había penetrado en mi carne. Pero ésta se cerró tan rápido que ya lo estaba antes de que acabara de extraer el cuchillo. Resultó, en apariencia, como la falsa cuchilla con que los magos simulan cortar por la mitad a su presunta víctima. Entró y salió, y mi carne quedó como si nunca hubiera estado allí. Por tres veces lo probé, mirando, atónita, cómo, clavado en mis venas, interrumpía dolorosamente el flujo sanguíneo, produciéndome un espasmo en el corazón —algo que, por sí solo, hubiera debido matarme—, hasta que lo sacaba, dejando inmaculada mi muñeca, como si no fuera más que un artículo de broma. Y hubiera seguido descubriendo, hipnotizada, que aquel cuerpo mío ya nada tenía que ver conmigo, de no oír los pasos de Cannat, que al entrar en la alcoba debía encontrar la consabida máscara de cera, hermética y afásica.

»Pero, al final, Cannat encontró la solución para sacarme de mi mutismo. Ya lo había probado todo y todo había fracasado, pero, ante la inminencia de mi parto, era de esperar que Shallem apareciera en cualquier momento, después de hacer un final y apoteósico uso de sus fuerzas para liberarse. Y no podía encontrarme así, pensaba Cannat. Cuando él regresara debía parecer que todo había marchado bien, que él, Cannat, había cumplido escrupulosamente su promesa. Necesitaba conseguir como fuera congraciarse conmigo, hacerme regresar a un estado de normalidad.

»—Te he traído a alguien —me dijo, misteriosamente, una soleada tarde, cuando faltaban cinco días para el de mi parto—. Es una sorpresa —añadió—. Te gustará.

»Me eché a temblar y, desdeñosamente, me di media vuelta en mi cama para perderle de vista. Pensé que estaría tramando alguna atrocidad de las suyas. Él mismo transformado en Shallem, o algo peor.

»Salió de la alcoba murmurando algo a lo que no presté atención. Luego escuché los pasos, claramente diferenciados de los suyos, de una persona que penetraba cuidadosamente en ella, como con miedo de molestar a un enfermo. Se quedó parado al borde de la cama, en silencio, tímido e indeciso, durante un tiempo que me mantuvo en vilo, pues él estaba a mi espalda y no podía verle.

»—Juliette —susurró.

»Sentí el instantáneo impulso de darme la vuelta y mirarle, había reconocido su voz. Pero no lo hice. “Tiene que ser él. El monstruo metamorfoseado”, pensaba.

»—¿No vas a saludar a tu visita, Juliette? —sonó, desde la puerta, la voz de Cannat.

»Entonces me giré, lentamente, temerosa de Dios sabía qué. Cannat estaba a la entrada de la alcoba, apoyado en el marco de la puerta con aire de afectada seriedad. Y, a mi lado, junto a la cama, los espléndidos ojos de color violeta de Leonardo me miraban preocupados. Me incorporé dubitativa y asombrada, sin dejar de preguntarme aún si aquella visión no sería, simplemente, una alucinación provocada por Cannat.

»—¿Eres realmente tú? —susurré por fin.

»—Sí —me contestó, tomándome la mano dulcemente—. Soy yo de verdad. Estate tranquila.

»Vi que Cannat observaba, quieto y atento, el resultado de su experimento. Bien. El asunto iba bien. De momento, había hablado. Yo deseaba que se fuera. Quería estar a solas con Leonardo.

»—Padre —dijo éste—, ¿te importaría dejarnos?

»Y Cannat, bastante satisfecho, abandonó la habitación.

»Yo estaba tan contenta de verle… ¡Había tantas cosas que deseaba contarle! Esta vez se lo confesaría todo, absolutamente todo. A él, al único inmortal que podía comprenderme; al inmortal casi tan humano como yo lo era. Me lancé a sus brazos y comencé a hablar inconexa y embarulladamente. Le conté como Eonar me había obligado a tener a su hijo; lo mucho que amaba a Shallem; lo que había sucedido con él y lo que pretendía hacer con nuestro hijo; el miedo cerval que sentía por su padre, por Cannat, y los horrores a que me había sometido.

»—No sigas, cariño, no te tortures —me repetía una y otra vez—. Lo sé todo, no es preciso que continúes.

»Pero yo seguía, incontenible, desahogándome como nunca recordaba haber hecho, pronunciando con torpeza frases deslavazadas e incomprensibles. Pero no importaba. Necesitaba oírmelo confesar todo, del mismo modo que hoy lo estoy haciendo. Deseaba sentir su carne de carne prieta sobre la mía. Y no puede imaginarse el modo en que el escucharme a mí misma admitiendo la realidad me reconfortaba. Acabé diciéndole que yo era inmortal y que me negaba a serlo, que apenas podía reconocerme a mí misma, y cosas que nunca me había atrevido a pensar, del puro daño que me hacían, y de las que después me arrepentí enormemente, como que yo no era más que un juguete en las manos de los caídos y una concubina en los brazos de Shallem. La concubina del diablo, le dije. Y aún me odio y me avergüenzo por haberle calificado de aquel modo.

»Él me escuchaba, con su inmortal pero humano corazón partido de dolor, estrechándome fuertemente contra sí.

»—Lo sé todo, amor —continuaba susurrándome—. Siempre lo he sabido.

»Después me pidió que me vistiera para que pudiéramos salir de allí. Y lo hice rápida y vehemente, deseando huir de la cercanía de Cannat, siquiera por un rato.

»Quisiera saber explicarle el bálsamo que Leonardo supuso para mi dolor. No sólo era lo más cercano a mi extraña naturaleza que podía encontrar, sino que además veía en él el retrato de la maravilla en que un día se convertiría mi hijo.

»Y yo no fui la única en hacer confesiones. También Leonardo me esclareció todo lo relativo a él, como había ardido en deseos de hacer la última vez que nos vimos.

»Había nacido, trescientos veinte años atrás, en Roma. Su madre era una mujer de noble cuna y de gran inteligencia. Cannat se acostó dos veces con ella. La primera se limitó a seducirla; la segunda le explicó quién era y lo que pretendía, y ella aceptó. Nueve meses después volvió para cumplir su promesa: adornar a su hijo con los dones divinos.

»Leonardo no sólo leía claramente el pensamiento, podía mover objetos a distancia, prender fuego con su simple deseo, ausentarse de su cuerpo para visitar lugares remotos, trasladarse en el tiempo, destrozar el cerebro de sus enemigos con el poder de su mente —aunque me aseguró haberlo hecho sólo una vez y por absoluta necesidad—, sustraerse a la gravedad, comunicarse con los animales. Leonardo nunca había conocido el dolor físico o la enfermedad.

»Su padre le había visitado a menudo durante su vida, pasando con él largas temporadas y luego desapareciendo con la firme promesa de volver pronto. Pero podía comunicarse con él, no importaba la distancia o el tiempo que hubiese entre ellos, como consigo mismo.

»Me dijo que Cannat y él se amaban, pues, en definitiva, eran el mismo ser, pero que Cannat podía acabar, él y sólo él, con su vida en cualquier momento, haciendo regresar a sí mismo la parte de su espíritu que había cedido a su otro cuerpo, al cuerpo de Leonardo. Y que él sabía que, tarde o temprano, acabaría haciéndolo, pues poseía un tesoro que Cannat ambicionaba: la capacidad para leer las almas. Entonces dejaría de ser una criatura con voluntad propia y regresaría a su fuente, al espíritu de Cannat, al cual engrandecería con aquella capacidad.

El padre DiCaprio hizo un nervioso ademán con su mano para interrumpir a la mujer.

—¿Pero cómo era posible que el hijo pudiese leer las almas cuando el padre no podía hacerlo? —preguntó. Y se quedó, con los ojos y la boca muy abiertos, esperando la respuesta.

—Leonardo no estaba seguro de ello, aunque tenía algunas teorías. Pensaba que, al reproducirse el alma de su padre, podía haber aparecido en su fruto alguna de las características de su abuelo, es decir, de Dios, que latiesen de forma residual en Cannat. Es muy sencillo si lo trasladamos a la esfera humana. Suponga que un nieto cuyo padre tiene los ojos castaños, hereda los ojos verdes de su abuelo. Hoy sabemos el porqué, los genes y todo eso. Pues algo así habría sucedido en esta especie de partenogénesis del alma de Cannat. Pero a Leonardo también se le había ocurrido otra posibilidad; la de que, de alguna forma, Cannat le hubiese traspasado involuntariamente aquel preciado don. Esta opción me resultaba inverosímil, porque, conociéndole como le conocía, sabía que no hubiera resistido trescientos veinte años sin un don tan valioso para él, si ya hubiese estado acostumbrado a poseerlo.

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