La concubina del diablo (29 page)

Read La concubina del diablo Online

Authors: Ángeles Goyanes

Tags: #Terror, Fantastico

BOOK: La concubina del diablo
7.71Mb size Format: txt, pdf, ePub

»Me levanté dificultosamente de la cama para abrir las cortinas, y rodeándola, me puse de pie a su lado.

»Tenía las manos enlazadas en el pecho y las piernas juntas e inermes, como un muerto en su ataúd. No respiraba. Aquello no era sino un cuerpo humano agarrotado y vacío, y, a la luz del sol, observé claramente que tenía las manos y el rostro ligeramente cárdenos. Un cuerpo sin vida, sin la menor duda.

»Grité con todas mis fuerzas, suplicándole que volviera, preguntándole dónde estaba, zarandeando su cuerpo y apretando su rostro y sus manos, consternada.

»Cannat no tardó en acudir a mis gritos enloquecidos.

»—¿Qué pasa? —me preguntó sobresaltado.

»—¡Shallem está muerto! —le contesté. En mi inquietud no encontré otra forma para expresarlo, aunque sabía que no era exacto, que era imposible y absurdo, que no podía ser cierto.

»Cannat le miró un segundo y luego, alarmado, se lanzó sobre su cuerpo con el rostro descompuesto, los ojos desorbitados, los dientes fuertemente apretados, llamándole y sacudiéndole tan vanamente como yo lo había hecho. Parecía trastornado, horrorizado, tanto o más que yo lo estuviera.

»Siguió zarandeando exasperadamente el cuerpo de Shallem durante unos instantes, mientras gritaba su nombre y lo miraba sobrecogido y atormentado por su propia impotencia. Luego, de súbito, se apartó de él y se encaró conmigo con la expresión desencajada, los ojos congestionados, iracundo.

»—¡Tú! —rugió fuera de sí, apuntando su dedo contra mí como una amenaza—. ¡Tú, maldita, es tu culpa! ¡Tú le obligaste a hacerlo!

»Avanzaba hacia mí, encolerizado, con las manos extendidas, dispuesto a estrangularme.

»Loca de miedo y angustia, retrocedí unos pasos sin comprender nada de lo que estaba sucediendo o de lo que él había querido decir. Sólo sabía que Shallem no podía estar muerto, pero que algo igualmente espantoso se infería de la monstruosa cólera de Cannat.

»Tardó un segundo en reducirme, en tenerme estrujada contra la pared atenazándome la cabeza con ambas manos y aplastando brutalmente mi prominente abdomen. Lancé un angustiado alarido de dolor y sentí como si fuera a reventarme por la presión de su cuerpo contra él.

»—¡Te lo suplico! —le imploré.

»—¡Tú, maldita! —repitió, con su voz imponente desgarrando mis tímpanos.

»A pesar de todos los consuelos de Shallem al respecto, yo estaba segura de que las fornidas manos de Cannat, ahora enroscadas como serpientes alrededor de mi cuello, no tardarían más de un segundo en apretar sobre él hasta quebrarlo como al caparazón de un insecto. Las sentí enrollándose, lentamente, cada vez con más y más fuerza, hasta hacerme percibir los primeros síntomas de la asfixia.

»Pero Cannat se resistía a apretar.

»Cerró los ojos en su lucha consigo mismo y luego, sofocado por el tremendo esfuerzo que para él suponía la renuncia a mi muerte, repentinamente, se apartó de mí.

»Mi desequilibrado peso me hizo caer al suelo en cuanto me soltó, y lancé un chillido descompuesto al sentir el golpe sobre mi vientre. Quedé tendida, llorando a gritos y quejándome del espantoso dolor que sentía.

»Inconmovible, sin prestarme la menor atención, Cannat regresó al lado del cuerpo de Shallem. Se quedó de pie, rígido, mirándolo grave y ásperamente como si ya no lo reconociera.

»—Estúpido y confiado —le oí mascullar, encogida sobre mi vientre.

»De pronto escuché un ligero estallido. Alcé la cabeza desde donde yacía para averiguar lo que había sucedido, y, tratando de incorporarme, me sujeté el vientre en erupción con ambas manos.

»Rompí a gritar frenéticamente. El cuerpo de Shallem ardía en fragorosas llamaradas.

»Cannat volvió su rostro hacia mí y me miró con infinito aborrecimiento.

»—Vuestro lecho será su pira funeraria —me hirió—. Muy apropiado. ¿No te parece?

»Yo clamaba, suplicante, entre ímprobos esfuerzos por acabar de levantarme, y presa de una tos cada vez más virulenta. La alcoba se había convertido en un fuliginoso horno crematorio inundado de humo irrespirable.

»Quería morir yo también. Ir a donde él hubiera ido. Me acerqué lo más que pude hasta las llamas gigantescas. El calor era insoportable. Apenas podía distinguir ya su cuerpo abrasado. Desaparecía de mi vista devorado por las rojizas lenguas de fuego.

»Y, de pronto, como si la corriente de gas que la alimentara se hubiese visto interrumpida, la enorme hoguera se extinguió. Súbitamente.

»Y allí, salvo el humo y el hedor, no quedó nada que pudiera delatar lo que había sucedido.

»Las cenizas no existían. Las sábanas estaban incólumes, frías incluso. La cama intacta, sin un sólo tiznajo o quemadura.

»Mientras Cannat abría las ventanas yo me agarraba, gimiente, a uno de los postes de la cama.

»—Has destruido su cuerpo —sollocé—. ¿Cómo podrá volver ahora?

»—¿Su cuerpo? —dijo, acercándose a mí airadamente, mirándome con supino desprecio—. ¿No entiendes nada, verdad? Nunca has entendido nada. ¿Nunca has visto la muda de una serpiente? Eso es lo que acabo de destruir, un pellejo inútil y abandonado. ¿Pensabas que el cuerpo de Shallem era ése? ¿Un triste y blando cuerpo humano como el tuyo? No, querida mía, no.

»—¿Dónde está ahora? —le pregunté.

»—Tú debes saberlo —se burló—. Él te dio ese poder.

»—No lo sé, no sé nada —gemí—. Dímelo, te lo suplico.

»—Está bien. Te lo diré. Te gustará saberlo —dijo, acribillándome con la mirada—. Eonar le engañó. Le atrajo hacia sí con la falsa promesa de respetar la vida de vuestro hijo, y ahora lo retiene para impedir que esté a tu lado cuando el niño nazca y que pueda insuflarle su espíritu. Porque si lo hiciera, vuestro hijo sería completamente inmortal, invulnerable incluso para él.

»Me quedé traspuesta, anonadada. ¡Empezaba a conocer tan bien aquel estado!

»—¿No irás a ayudarle? —le pregunté en un murmullo.

»—No, querida mía —me contestó con irónico desdén—. Si te dejara, caerían sobre ti como plaga de langosta, y cuando Shallem volviera no hallaría ni tus huesos como reliquia. Me quedaré a tu lado. Te cuidaré mientras rezas porque Shallem consiga llegar a tiempo. Haré lo que él me pidió. Sí, él me lo pidió. Seré tu ángel guardián mientras pueda soportarlo. Pero, recuerda, estamos solos. ¡Y ahora apártate de mí o pondré a prueba tu inmortalidad!

»Me dejó allí, en aquella alcoba desierta, con el gélido terror punzando mis entrañas.

»Era media tarde y, conforme el humo se disipaba, la luz vespertina me permitía observar la habitación con toda claridad. Es curioso que cuando era más joven pensaba que las cosas horribles sólo podían esperarnos emboscadas tras la desamparante oscuridad. Pronto aprendí que mientras las inofensivas pesadillas de nuestros sueños se constriñen a las tinieblas de nuestro cerebro, los terrores de la vigilia no distinguen entre la Luna y el Sol, ni se extinguen al abrir nuestros ojos a la luz; que los rayos solares no poseen influencia alguna sobre el transcurso del mal.

»Todo estaba en absoluto silencio. Un ligero olor a humo y un agudo dolor en mi vientre, únicos testigos que aún certificaban la veracidad de mis recuerdos.

»Me tumbé sobre la cama, a llorar y llorar hasta que mis ojos quedaron secos de lágrimas, recordando la dulce y expresiva mirada de mi amado que, quizá, no volvería a ver jamás, ahora que su cuerpo humano había ardido ante mis ojos. En cierto modo, pensé, lo había perdido para siempre. Aquellos labios que consideraba míos; aquella pequeña naricita suya, tan graciosa; aquella aromática melena en cuyo interior mis dedos no volverían a hundirse jamás; aquel pecho, cálido y adorable, donde nunca volvería a descansar mi cabeza.

»¿Qué aspecto tendría Shallem el día que volviese a mi lado? ¿Podrían despertar en mí sus nuevos rasgos las mismas emociones que el cuerpo que había amado? ¿Se asomaría su alma a su nueva mirada, hablándome en silencio desde ella, como siempre había hecho? ¿Inspiraría en mí, en definitiva, el sentimiento amoroso? Yo amaba su alma, sin duda, disociándola de su cuerpo como mil veces él me había exhortado a hacer. Pero ¿hasta qué punto era mi mente capaz de separar la materia del espíritu? ¿Podrían mis ojos inmortales, los ojos de mi alma, ignorar la visión ofrecida por los ojos de la carne?

»—Cuando digo te amo —me había susurrado Shallem—, es mi alma quien habla a la tuya a través de estos labios. Yo no soy cuerpo, como no lo eres tú. Ni tampoco lo es lo que yo amo de ti.

»—También yo, Shallem —le había contestado yo—. También yo amo tu alma.

»“Pero también la manifestación física de tu alma”, había pensado para mí.

»Me tumbé sobre la cama, exhausta. Ahora estaba sola. Abandonada indefensa a los dudosos cuidados de Cannat; del monstruo que era Cannat.

VII

»Me había quedado dormida y no me desperté hasta la mañana siguiente. Bastante tarde, además, porque no amaneció un día claro, sino que las nubes impedían que el sol iluminase mi alcoba con la suficiente potencia como para obligarme a despertar.

»Qué oscuro estaba. Un día de lo más triste con aquellos nubarrones amoratados a punto de descargar sobre Florencia. Las cortinas seguían descorridas y la ventana abierta, tal como Cannat lo había dejado la tarde anterior, de modo que el fuerte viento penetraba a sus anchas, fresco y húmedo, en el interior de mi alcoba. Qué extraño día de Septiembre. Me levanté y cerré los ventanales. Estaba algo mareada. No acababa de acostumbrarme a que, en mi estado, debía levantarme muy despacio para evitarlo. Estaba deseando dar a luz. Volver a ser yo misma.

»De pronto el miedo arreció en mi interior en forma de una virulenta comezón hormigueando en mi estómago. ¿Dónde estaría Cannat?

»Anduve hasta la puerta y, armándome de valor, la abrí. Le encontré al otro lado, en el salón. Totalmente abstraído, permanecía reclinado sobre la mesa escritorio, sujetándose la frente con la mano derecha y asiendo con la zurda uno de los libros favoritos de Shallem.

»Era un libro muy costoso, encuadernado en cuero y con multitud de pinturas en su interior. Un ejemplar único. Pero Cannat lo tenía cerrado, y, sosteniéndolo por el lomo, lo deslizaba por debajo de su nariz como si pudiese extraer de él fragancias encantadoras. Le vi sonreír, perdido en sus visiones. Cannat no sólo podía percibir claramente en aquel objeto el aroma de Shallem, que, en realidad, impregnaba la casa entera, sino que, además, podía revelar con perfecta nitidez cada una de las veces en que lo había tenido en sus manos. El momento y lugar en que lo adquirió, las sillas y circunstancias en que se había sentado a leerlo, los comentarios que me había dirigido al respecto. Cada objeto de la casa era una especie de moderno vídeo a través del cual Cannat obtenía las más diversas informaciones sobre nuestro pasado en aquella casa. Lo que sabía la alfombra, lo sabía Cannat. Los jóvenes asesinados por la espada de Shallem, los conocía Cannat, uno a uno. Las emociones que nos despertaba la contemplación de las valiosas pinturas colgadas de las paredes, las percibía él con mayor intensidad que si le fueran expresadas por nuestras palabras. Esto me lo había explicado hacía tiempo, y aunque ya, seguro, no había en la casa objeto alguno que no hubiera investigado y que pudiese mostrarle algo que aún desconociera, él seguía tratándolos como preciadísimos relicarios que le hablaban de Shallem una y otra vez con sólo tocarlos.

»Parecía sumido en plácidos recuerdos. Utilizando un símil de hoy en día, su expresión era la del que se sienta en su sillón favorito a disfrutar, por enésima vez, de la película que tanto le gusta.

»Pero, de improviso, pareció despertar.

»Me vio.

»Su expresión se agrió, depositó con estrépito el libro sobre la mesa y se quedó mirándome, fijamente.

»—Arréglate —me ordenó hoscamente—. Voy a llevarte a comer.

»El tono de su voz era desagradable, pero la cólera ya se le había pasado por completo. No dije nada. Me retiré para hacer lo que me había mandado.

»Cannat se ocupaba de cubrir mis necesidades vitales con solicitud paternal.

»Me llevaba a los mejores locales, los que antes solíamos frecuentar con Shallem, y donde Cannat, espléndido en propinas y arrebatador en sus encantos, recibía un trato principesco. Allí me acomodaba en la silla, con sus distinguidos pero fríos y distantes modales, y pedía para mí los manjares que se le antojaban, por supuesto, sin incluir nunca carne en el menú y sin preocuparse de si me apetecían o no. Si se me ocurría protestar, alegaba que aquellos eran los que más me convenían en mi estado, y la discusión quedaba zanjada.

»Se preocupaba, así mismo, de llevarme a dar largos paseos por la ciudad y, a veces, también por el campo, dependiendo de su humor, pues esto lo consideraba tan necesario para mí como el alimento convencional.

»Nunca se despegaba de mi lado, ni siquiera a la hora de dormir y, por tanto, se acostaba en mi propia cama. Desde luego, al principio me sentía sumamente incómoda a causa de esto, aunque nunca me atreví a protestar, pero yacer con Cannat era lo mismo que hacerlo con una estatua de mármol. Nunca se quitaba la ropa ni se metía entre las sábanas ni, desde luego, dormía. Jamás deslizó descuidadamente sus dedos sobre mi piel o susurró una tibia palabra reconfortante a mi oído. Se limitaba a tumbarse junto a mí con los ojos dirigidos hacia arriba y las manos cruzadas sobre el pecho, en absoluto silencio, y, a menudo, no cambiaba de postura en toda la noche. No. Para Cannat no constituía ningún placer el vigilar mi sueño. Pero ni una sola noche dejó de hacerlo.

»Sin embargo, ni cuando nos quedábamos en casa, cada uno ocupado en sus propios entretenimientos, ni cuando me llevaba a tomar el sol, bogando lentamente en nuestra barquichuela sobre las tranquilas aguas del Arno, dejaba de mostrarse frío y lejano, ni me dirigía la palabra excepto en lo imprescindible, ni me ofrecía otras miradas que las de un profundo e inalterable desdén.

»Era como si hubiera recibido de su hermano el desagradable encargo de cuidar de su indefensa mascota, un conejito al que él detestaba porque le producía la más aguda de las alergias, pero al que no tenía más remedio que amparar. Me odiaba, pero no podía abandonarme porque yo era propiedad de Shallem.

»Y, sin embargo, aparte de esta hiriente frialdad, no había nada que pudiese recriminarle. A él, que, como me señaló un día, había perdido su preciada libertad para cuidar de una insignificante humana que le repelía. A él, que estaba día y noche pendiente de mí, en lugar de recorrer las camas de Florencia como un amante furtivo, las tabernas de sus calles como un borracho pendenciero o de vagar por todos aquellos fantásticos lugares del planeta que desbordaban mi imaginación. No. No había nada que pudiese reprocharle al sacrificado Cannat. Nada, hasta un día, claro, en que ni el hálito de Shallem que impregnaba mi ser le dio las fuerzas para soportarme más.

Other books

The First Ladies by Feather Schwartz Foster
Blood Born by Linda Howard
LoveThineEnemy by Virginia Cavanaugh
John Carter by Stuart Moore
Court Out by Elle Wynne
Shock by Robin Cook
Death Day by Shaun Hutson
Alliance by Lacy Williams as Lacy Yager, Haley Yager