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Authors: Ángeles Goyanes

Tags: #Terror, Fantastico

La concubina del diablo (31 page)

BOOK: La concubina del diablo
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»—¡Ops! ¡Me olvidé de ponerme las alas! —bromeó—. ¿Tienes miedo?

»—No —contesté automáticamente.

»—Si te dejara caer —habló su susurro en mi oído—, ¿en cuál de tus mil inmortales pedazos anidaría tu alma? ¿Un soplidito de ella en cada porción de carne, quizá? ¿O se concentraría toda ella en una determinada, en un pequeño fragmento de cerebro, por ejemplo? Interesantes conjeturas.

»—Prometiste no asustarme —balbucí.

»—Y no lo hago. Pero también te prometí que sería aleccionador, y esto forma parte de la clase de hoy. Tema: cuerpos humanos inmortales. Claro, que si te disgusta la lección y quieres abandonar el aula como sugeriste el otro día… eres libre de hacerlo. Piénsalo. Nunca he sostenido a una mujer tan gorda y empiezan a flaquearme los brazos.

»—No te tengo ningún miedo —mentí—, si estuvieses tan seguro de que Shallem te perdonaría el que me hicieses algún daño no llevarías a mi lado todo este tiempo, pues te resulta insoportable mi compañía, como dices. —Y mis palabras me sonaron irreales y mi voz me pareció desconocida.

»—¿Por qué eres tan estúpida de enfrentarte a mí en esta situación? ¿No ves que podría perder el control y lanzarte contra el suelo, sólo por el placer de demostrarte que te equivocas, incluso aunque luego me arrepintiera?

»—No correrás ese riesgo —aseguré, perpleja ante mi propio atrevimiento—, le amas demasiado.

»—No te he traído hasta aquí para matarte, aunque me están entrando fortísimas ganas de hacerlo; pero eso estropearía la mejor parte de la lección. ¡Vas a arrancarme el cuello! ¿Por qué tienes tanto miedo? ¿Nunca has volado con Shallem?

»—Claro que sí, pero él nunca me amenazó con estrellarme contra el suelo.

»—Tampoco yo lo he hecho. Eran meras hipótesis, imprescindibles para llevar a cabo nuestro estudio. ¿Cuántas veces has volado con Shallem? Apuesto a que ninguna.

»—¿Por qué tú no puedes ver en mi alma, Cannat? —le pregunté con sutil ironía—. Ni siquiera sabes las cosas más evidentes. Shallem nunca necesita preguntarme.

»Cannat pareció súbitamente irritado.

»—Continuemos nuestro estudio ahora —dijo.

»Y entonces comenzamos a movernos como flechas batiéndose contra el aire rabioso, cada vez a mayor y mayor velocidad. Al principio, mi terror era tal que sentía náuseas, pero Cannat era un vehículo mucho más estable que cualquier avión moderno; el viento no le desviaba ni un ápice; parecía batir a nuestro lado, pero no contra nosotros. Cobré valor y me encontré mirando al frente lo mismo que él, y embargada por el inmenso placer de la velocidad. Él me sujetaba fuertemente. Me sentí segura. Cannat no tenía la menor intención de soltarme. Nunca la había tenido. Pude verificar la gigantesca redondez de la Tierra. No estábamos muy arriba, claro, pero aun así se distinguía claramente que su superficie no era plana, sino ligeramente elíptica. Los arbolitos eran graciosas miniaturas. Las formas geométricas abundaban por todas partes y parecían dividir los cambiantes paisajes en cientos de diferentes escenas. En fin, contemplé el mundo como ningún humano lo había hecho hasta entonces. Luego, casi repentinamente, Cannat aumentó nuestra velocidad hasta llegar a un punto en el cual el empuje era tal que apenas me permitía ni pestañear. Durante unos segundos me sentí como si fuéramos dos estatuas pétreas suspendidas en el aire, completamente inmóviles; vivas, pero imposibilitadas para alzar un brazo o girar la cabeza. Como si nosotros estuviésemos fijos, clavados en un punto preciso del espacio, mientras la Tierra giraba locamente bajo nuestros cuerpos volátiles, quietos, esperando a que ella se detuviese. Y mi piel estaba tersa y fría como el cuero y me dolía agudamente.

»Después, poco a poco, la velocidad empezó a decrecer, y el mundo, que se había convertido en una oscura mancha verde, de nuevo nos mostró su majestuosidad. El paisaje había cambiado ostensiblemente. Las pequeñas colinas de Florencia se habían transformado en cumbres gigantescas, y en el fondo del espectacular valle que conformaban, un lago descomunal descansaba sus plácidas aguas. Me quedé admirada ante la frondosa y bellísima vegetación; por el modo en que cada especie, desconocida para mí, parecía colonizar los diferentes escalones en que se dividían las montañas.

»—Es maravilloso —me oí musitar.

»Luego me di cuenta de que Cannat me miraba atentamente y de que mis brazos se limitaban a posarse sin más alrededor de su cuello. Pero no tuve miedo.

»—Hemos llegado —declaró, y comenzó el descenso.

»Y el mundo se hizo más y más grande, hasta que los diminutos árboles llegaron a ser mucho más altos que nosotros.

»Cannat se posó delicadamente en el suelo y luego me depositó a mí sobre él.

»—Nunca había visto nada igual —manifesté fascinada.

»—Le daremos unos azotes a Shallem cuando vuelva por no haberte mostrado las maravillas del mundo.

»—Sí, se los merece. Siempre me está prometiendo llevarme a mil sitios, pero las cosas nos han venido tan torcidas…

»—No le defiendas. No tiene defensa posible.

»—Tienes razón. Hemos tardado tan poco en llegar aquí… Cannat, nunca he visto un oso. ¿Habrá osos aquí? —Y, en mi ingenuidad, le sonreí agradecida por haber querido mostrarme aquel lugar.

»—Seguramente sí —me contestó—. Pero Shallem te los enseñará otro día. Ése no es nuestro objetivo hoy. Él, que se ocupe de mostrarte las bellezas naturales, yo me encargaré de tu instrucción. Ven.

»Me tomó de la mano, y, andando sólo unos pasos, me descubrió la pequeña entrada a una gruta. El misterio, o la aventura, no sé, me resultaron tan atractivos que no me paré a pensar en lo que podría esperarme en el interior. Entré, y al hacerlo me sobrecogió un estremecimiento. El acceso era tan pequeño y cubierto de vegetación que nada más traspasarlo la oscuridad se hizo casi absoluta. ¿Qué me tendría preparado Cannat?

»Le vi tomar una antorcha y cómo ésta, inmediatamente, flameó a su contacto. Luego me cogió de la mano y me dijo:

»—No tengas miedo.

»Pero su expresión había adquirido un tal aspecto de excitación que al punto me sentí temblar. Me quedé tan clavada en el suelo que, cuando tiró suavemente de mi mano para que le siguiera, no fui capaz de hacerlo. Presentía algo espantoso dimanando de aquel lugar. Me aterraba penetrar en su oscuridad. ¿Y si me dejaba allí encerrada, en aquella terrorífica y desconocida negrura, sin siquiera el auxilio de la antorcha que había encendido? Fijé la escrutadora mirada en el indistinguible fondo de la caverna.

»—No tengas miedo —insistió molesto, instándome a seguirle con un suave pero imperativo tirón de su mano—. No sufrirás ningún daño. Confía en mí —me persuadió.

»Le seguí. ¿Qué opción tenía?

»Cannat me arrastró tras de sí, presuroso, a través de un estrecho y sofocante corredor de unos cien metros que desembocó en una enorme sala de altísimos techos de los que pendían afiladas estalactitas que, en algunos puntos, habían llegado a convertirse en robustas y fantasmagóricas columnas cuyas espectrales sombras parecían querer engullirnos como gigantes hambrientos.

»En el centro de aquella sala, fría y tenebrosa, las aguas freáticas formaban un manso lago de cristal. Parecía el final de la cueva, pero no lo era.

»Cannat me guió hasta una grieta en la roca. Era muy estrecha, demasiado para que yo pudiera pasar a través de ella.

»—No sé si podré entrar —manifesté, y realmente no tenía ninguna gana de intentarlo.

»—Inténtalo —me susurró Cannat seductoramente—. Con cuidado.

»Desconfié.

»—Tú primero —le exigí.

»Él me sonrió y penetró a través de la hendidura con la facilidad de un hombre de goma, y, desde el otro lado, me animó a reunirme con él. Me apresuré a intentarlo, dado que la única luz que portábamos se había convertido en una llamita mortecina fuera de mi alcance, y yo me hallaba inmersa en la oscuridad. Es curioso, ¿qué temería que surgiese de ella, si ya me encontraba en compañía del propio diablo?

»Por un momento me sentí encallada en las paredes de aquella grieta, y pensé que nunca conseguiría salir de ella. Pero, cuando Cannat me tranquilizó, cogiéndome de nuevo la mano, la operación me resultó más sencilla.

»Todo el cuerpo me dolía cuando por fin conseguí desencajarme, y me había lastimado el delicado vientre.

»—¿Ves que fácil ha sido? —comentó Cannat, y parecía casi tierno, sino fuera por el inquietante brillo malicioso de sus pupilas.

»Tomé aire y traté de calmar mi corazón. Me sentía mareada por el susto y por la falta de óxigeno del lugar, y mis náuseas se incrementaron al ser alcanzada por un olor vomitivo.

»—¡Dios! —exclamé—. ¿De dónde viene esa peste?

»Miré a mi alrededor tratando de encontrar la fuente del hedor. La nueva sala parecía mucho más pequeña que la anterior, y su techo caía, como una losa asfixiante, a menos de dos metros del suelo.

»Anduvimos con cuidado de no golpearnos la cabeza con las estalactitas o tropezar con las pequeñas pero numerosas estalagmitas. Y, conforme avanzábamos, la fetidez se hacía más intensa, espesa e irrespirable.

»De pronto me detuve sorprendida. Había oído algo. Sí, sin duda. Eran lamentos. Débiles lamentos humanos.

»—¡Ahí hay alguien! —exclamé, con una mezcla de asombro y terror.

»Cannat pareció divertirse. Forcé la vista tratando de vislumbrar de dónde procedían aquellos angustiados quejidos; agucé el oído, en completa tensión, pero no me fue posible ni conjeturarlo, pues el lugar era una especie de caja de resonancia donde cada rumor parecía provenir de mil puntos distintos.

»—Vamos —me instó Cannat, obligándome a seguirle—. Con cuidado.

»Con mi brazo derecho me agarré al suyo que, al tiempo, me llevaba de la mano izquierda. Tal era mi pavor que él me parecía el menor de todos los males que podían acecharme emboscados en las tinieblas. Aunque, en definitiva, todos procediesen de él.

»De pronto, tres antorchas, colgadas en un rincón de la sala, parecieron prender por deseo propio.

»Mientras mis ojos se espantaban ante la hórrida visión que la luz les ofrecía, Cannat analizaba los cambios en mi rostro con el mismo interés con que un científico investiga las reacciones de los animales de su laboratorio tras un peligroso experimento.

»Cuerpos y cuerpos se amontonaban por la sala en diferentes grados de putrefacción. Diez o quince, al menos, yacían uno sobre otro formando una tétrica pirámide de carne descompuesta. Pero, otros, cuatro, se mantenían de pie sujetos mediante grilletes y cadenas. Uno de ellos, más que un cadáver ya casi un esqueleto de carne devorada por los gusanos, se sostenía encadenado entre dos columnas naturales. Mientras los grilletes de los otros cuerpos, tres mujeres, habían sido clavados en la roca que tocaban sus espaldas. Pero, Dios mío, uno de ellos era el de una mujer muy joven y, aunque decrépita y casi tan lívida como el resto de los cadáveres, ¡aquella chiquilla estaba viva! ¡Y cómo se alzaron sus gritos al percatarse de nuestra presencia, por encima de ese extraño clamor de trémulos plañidos cuyo origen exacto no acababa de localizar!

»Sus aullidos desesperados reverberaban en las paredes del nauseabundo nicho, y su angustia se expandió en el aire como un vómito de fuego que penetraba en mis huesos, petrificándome, como si, por un momento, todo el dolor del mundo se hubiese concentrado en aquel lugar.

»—¡Sácala de aquí! ¡Por amor de Dios, sácala de aquí! ¡Está viva! —supliqué.

»Cannat me miró con su sonrisa falsamente ingenua y, al hacerlo, sus pequeños dientes de marfil me parecieron los agudos colmillos de una fiera.

»—Pero, querida —declaró indolente—, ¡si todos lo están!

»Me quedé en trance, incapaz de pensar o articular palabra, aturdida por los gritos de la muchacha y por el pestífero hedor al que era imposible sustraerse.

»Vomité, bajo la atenta y estudiosa mirada de Cannat. Me encontraba tan mal que deseaba morir si era la única forma de escapar de allí.

»Y, entretanto, aquella monótona letanía de ilocalizables gemidos se elevaba, vanamente, como una súplica torturante y eternamente desoída.

»—¿Lloras, Juliette? —me susurró Cannat—. Llora. Las lágrimas te sientan como joyas.

»Todo el contenido a medio digerir de mi estómago abandonó mi cuerpo. Pero las arcadas no me dejaban descansar, y seguía encorvada, asiéndome a una columna, y sintiendo ya el regusto amargo de la bilis en mi boca, mientras la cueva giraba a mi alrededor.

»Cannat se inclinó hacia mí.

»—¿No oyes sus quejumbrosos lamentos? —susurró a mi oído, con absoluta indiferencia y frialdad.

»Los ojos me escocían y el corazón me palpitaba desbocado tras los esfuerzos provocados por el vómito.

»—Míralos, Juliette —me instó Cannat, regodeándose en mi sufrimiento—. Sus cuerpos están muertos, se descomponen lentamente. Pero sus almas permanecerán encadenadas a ellos hasta el mismo fin. Hasta que no quede un fragmento de hueso como recuerdo de su existencia.

»Entonces, tomándome por los hombros, me obligó a acercarme al hombre que colgaba encadenado entre las columnas calcáreas.

»—¡Abre los ojos, Juliette! —me exhortó—. ¡Ábrelos!

»Y me sacudió violentamente hasta que no tuve más remedio que obedecer.

»—¡Fíjate! Aún tienen fuerzas para exhalar sus horribles estertores. ¡Escúchalos!

»—¡Por el amor de Cristo, Cannat, sácame de aquí! —supliqué entre lágrimas.

»—Lo haré, cariño, lo haré. Cuando hayamos terminado la lección —me aseguró, con su eterno aire de maliciosa ingenuidad.

»Miré los restos del hombre frente a mí y vi que nada animaba su cuerpo nauseabundo. Su cabeza colgaba, macilenta y desmayada, sobre el hombro izquierdo; sus ojos eran opacos, muertos; el color de sus restos, de un verde amarillento. Iba vestido con sucias y sangrientas ropas de sarga, y las muñecas que rodeaban los grilletes estaban tan destrozadas que podían advertirse los blancos huesos asomando entre los deshechos jirones de carne descompuesta. Pero, de entre sus labios, amoratados, inmóviles y carcomidos, sin duda alguna brotaba un sonido. El cuerpo estaba muerto, pero habitado.

»—¿Qué te parece a ti? —me interrogó febrilmente Cannat. Y, dirigiendo la antorcha al rostro del cadáver, se acercó hasta tal punto a mí que sus palabras ardieron en mi mejilla—. ¿No dirías que está vivo?

»Me volví a mirarle. Sus ojos refulgían bajo los juegos de luces y sombras de las llamas como zafiros misteriosos, y sus labios se entreabrían en el gesto amenazador de una fiera. Me sujetaba; de no ser así me hubiese caído.

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