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Authors: Ángeles Goyanes

Tags: #Terror, Fantastico

La concubina del diablo (47 page)

BOOK: La concubina del diablo
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La mujer quedó en silencio y contempló al padre DiCaprio con una extraña sonrisa. Su peculiar sonrisa etrusca.

—¡Santo Cielo! —exclamó él—. ¡Es escalofriante!

La mujer se rió.

—Cannat tenía razón: a Shallem le dio una auténtica pataleta. Mucho más que eso. Se puso furioso de verdad, como nunca en la vida.

»Se quedó espeluznado cuando me vio, de pie, en medio del salón principal, con los ojos abiertos como platos y esperando, aterrada, su reacción. No hace falta que le diga que me reconoció de inmediato, claro, a pesar de mi nueva envoltura carnal. Se quedó parado nada más posar su mirada sobre el extraño cuerpo, y parecía no dar crédito a sus ojos.

»—Shallem… —musité, temblorosa, a través de mi nueva voz, que me disociaba aún más de mí misma—, yo no quería…

»Pero él estaba pasmado y no se movía, no decía nada. Permaneció así durante un tiempo infinito. Yo no sabía qué hacer. «¿Me odiará a mí?», me preguntaba. De pronto, su rostro se convirtió en una tormenta. Sus ojos lanzaban rayos y su voz comenzó a tronar.

»—¿Dónde está? —gritaba con toda la potencia de sus pulmones—. ¿Dónde está él?

»Y comenzó a llamarle a gritos y a buscarle por toda la propiedad, a pesar de que sabía que ya no estaba allí. Me quedé en casa, asustada, casi escondida en un rincón, autoconvenciéndome de que lo de menos para Shallem era la nueva apariencia de mi cuerpo, de que yo no me había convertido, de súbito, en un ser extraño y entrometido. Hubiera dado cualquier cosa por no verme en aquella situación, por no padecer el temor de enfrentarme al odio de Shallem. Qué difícil me lo estaba poniendo. Al rato volvió, con la cara roja y desencajada.

»—Yo no quería, Shallem —empecé, incapaz de quedarme callada sosteniéndole la mirada—. Ni siquiera sabía lo que pretendía hacer hasta que fue demasiado tarde. Él me obligó.

»—¿Ah, sí? —dijo.

»Me miró tan dura y sombríamente que deseé con toda mi alma convertirme en la anciana decrépita de la silla junto a la ventana, a quien tanto había amado. Me fijé en que había una manta sobre la silla. La que él había ido a buscar para mí, veloz y amorosamente. Ahora parecía odiarme. Deseé estar muerta.

»—¡No le pedí que lo hiciera! —continué, histérica—. ¡Jamás le hubiera pedido una cosa así! ¡Sabía que tú no querías y, de todas formas, ni siquiera recordaba que una vez me dijo que podía hacerlo!

»—No —me dijo, con una voz desconocida e impersonal—. Sé que no ha sido culpa tuya. —Pero permanecía ceñudo y alejado de mí, y sin hacer ademán alguno para acortar la distancia.

»De pronto estallé en lágrimas dejándome caer al suelo.

»—¡Por el amor de Dios —le supliqué—, acaba tú mismo conmigo o deja de mirarme así! ¡Haz que él deshaga lo que ha hecho! ¡Dejemos las cosas como estaban o mi vida se convertirá en un infierno! ¡Por favor, prefiero morir! ¡Prefiero morir en paz!

»Y seguí repitiendo: “Prefiero morir”, hasta que sólo se convirtió en una única sílaba ininteligible bajo los espasmos del llanto.

»Él se acercó y se arrodilló en el suelo junto a mí. Sentí sus manos alrededor de mis hombros y su cálida vocecita, otra vez la de siempre, a mi oído.

»—No estoy enfadado contigo, amor mío. De verdad que no.

»—No me odies, te lo suplico. No me detestes —sollocé.

»—No, no. Claro que no te odio —me consoló—. Ha hecho bien en desaparecer, el muy…

»—Pero, Shallem —dije, mirándole fijamente a los ojos—, hay una forma sencilla de poner fin a esta pesadilla. Este cuerpo es mortal, totalmente mortal, puede ser fácilmente destruido. Lo haré ahora mismo, si tú quieres, y será como si esto nunca hubiese sucedido.

»De pronto, su piel palideció, su expresión se descompuso, pareció espantarse ante la idea, como sí le hubiera propuesto algo completamente descabellado.

»—¡No! —exclamó al punto, atónito—. ¡No!

»Di gracias al Cielo, porque yo jamás hubiera reunido el valor de suicidarme, hablaba puramente de boquilla y por la exigente necesidad de escuchar la negativa de sus labios, de saber que, pese a todo, él aún me quería a su lado. Y así era, ciertamente.

»Pasé el resto del día acurrucada entre los brazos de Shallem. Y, el abandonarlos, el ponerme en píe, el moverme siquiera muy ligeramente y exponerme a percibir el diferente peso de mis brazos y piernas, la extraña sensibilidad de la pálida y rolliza piel, la potencia del joven corazón, me causaba un terror exacerbado.

»Me quede hundida entre los cojines de seda cuando Shallem se levantó para traerme unas frutas. En la espera, no moví un solo músculo, ni tan siquiera los ojos. Me atemorizaba el que aquellas extremidades desconocidas, que pretendían ser parte de mí, invadiesen mi vista. Ni tan siquiera me atrevía a pensar. Trataba por todos los medios de mantener la mente en blanco mientras aquella masa cerebral, ajena a mí, comenzaba a esforzarse por informarme de los rostros y lugares que había conocido.

»Grité desesperadamente pensando que enloquecía, que mi ser se anulaba, que estaba perdiendo por completo mi identidad. Shallem acudió de inmediato y volvió a consolarme, a abrazarme.

»—¡Veo cosas, Shallem! —grité entre lágrimas—. Personas que no conozco, sitios donde no he estado. ¡No permitas que me vuelva loca! ¡No quiero ser otra persona!

»—Cálmate —me susurró—. Cálmate. Es sólo que tu espíritu investiga su nuevo cuerpo. Se encuentra extrañado porque no es el cuerpo virgen de un recién nacido. Pronto habrá acabado.

»—¡No quiero que lo haga, Shallem! —grité sin consuelo—. ¿No puedes impedirlo? ¡No quiero ver estas cosas que me aterran! ¡No quiero saber nada de ella!

»—No, no debo hacerlo. Es preciso que lo adaptes a ti. Pronto todos sus recuerdos estarán borrados —me respondió, y me acarició suavemente la cara como si no viese que no era la mía—. No sufras. No durará mucho.

»Aún apenas podía creer lo que me estaba ocurriendo. Sólo sabía que aquella era la peor pesadilla que había padecido jamás.

»—¿Por qué me ha hecho esto, Shallem? ¿Por qué lo ha hecho? —le pregunté mientras enjugaba mis lágrimas con sus dedos, igual que pocas horas antes lo había hecho su hermano.

»Y, pensativamente, dirigió su mirada al vacío mientras tomaba entre las suyas mis desgarbadas manos, descansándolas sobre la basta falda.

»—No sé —susurró—. No lo sé.

III

»No puede imaginar las sensaciones que me invadieron cuando esa noche, con un tacto extraño y tembloroso, me despojé, frente al espejo, de las simples ropas que portaba aquel cuerpo. El descubrir que aquellos ojos, brillantes y pulidos, que me devolvían la mirada, eran los míos, que aquellos senos, demasiado exuberantes, surgían de mi propio pecho. Lo mismo me daba que el cuerpo fuese hermoso u horrible, era, simplemente, un monstruo terrorífico que se había apoderado de mí; nunca yo de él.

»Luego me introduje en nuestro lecho común y, como cualquier noche, recibí las caricias y los besos de mi amado que no denotaron ni mayor ni menor pasión que cualquier otra.

»Aunque las visiones habían dejado de atormentarme al despertar la mañana siguiente, los primeros días fueron verdaderamente espantosos. Un calvario aún peor que aquél del que había escapado. Me sentía aprisionada dentro de un traje aterrador cuyo contacto me repelía y que ni por un segundo me permitía olvidarme de él. Si me sentaba, intentando leer, me quedaba embobada y sorprendida contemplando las rítmicas oscilaciones del desconocido y voluminoso pecho mediante el cual respiraba. En medio de las comidas, me alienaba cuando me apercibía de las rudas manos que manipulaban los alimentos, de los gordezuelos brazos que las sostenían. Entonces sentía una absorbente e inexcusable necesidad de tantear el rostro con las manos: aquellas carnosas protuberancias rosadas cuyo extraño tacto me hacía irreconocibles los labios de mi amado, los pómulos salientes, en lugar de mis delicadas facciones. Sentía un vómito continuo, como si habiendo asesinado a mi propia madre, hubiese sido condenada a deshacerme del cadáver cada día de mi vida.

»Sin embargo, con el transcurrir de los días, esta sensación de aturdimiento y miedo poco a poco se vio desplazada por otra harto distinta: la del placer que suponía manejar aquellas manos firmes que obedecían mis órdenes sin la menor queja temblorosa; la de sentirme segura sobre aquellas piernas, robustas como columnas, que jamás flaqueaban, y cuyas rodillas nunca se doblaban amenazando la integridad del resto del cuerpo. Y qué decir de la agudeza de aquellos ojos, que, incluso a la mortecina luz de las velas, eran capaces de distinguir el más ligero cambio de expresión en la faz de mi amado. Aquello era la juventud ya olvidada. Cosas que, cuando disfrutaba de mi joven cuerpo legítimo, me habían parecido tan simples, actos tan naturales, ahora me deslumbraban con la apariencia de poderes sobrenaturales de los que me hubiera visto repentinamente dotada.

»Nunca como entonces me di cuenta de cuan odioso era el estado de vejez que había padecido y que, de forma tan sutil y gradual, se había apoderado de mí sin que apenas me diera cuenta, hasta que había acabado por acostumbrarme a él de tal modo que ya no era capaz de distinguir claramente sus síntomas; como si el derramar el vino, cada vez que pretendía acercar la copa a mis agrietados labios, o el dejar impregnado de mechones de cabellos blancos el suave cepillo, o el tener que hacer diez altos en el camino cada vez que subía la escalera para ir al dormitorio, hubiesen sido, de siempre, circunstancias ingénitas y connaturales a mi persona, y no el producto de un largo y triste proceso de decadencia.

»El nuevo cuerpo era más basto que el mío, más fuerte, en consecuencia, y tenía que hacer un esfuerzo por suavizar mis gestos. Salvo por ese detalle, acabé por sentirme en perfecta comunión con él, como si fuese mío por derecho propio.

»El espíritu de Shallem desapareció durante aquella noche, regresó al amanecer, para, de nuevo, desvanecerse: andaba buscando a Cannat.

»—No le he encontrado y rehúsa ponerse en contacto conmigo —me explicó, irritado, tres mañanas después.

»—Pero, Shallem —le pregunté inquieta—, ¿con qué intención le buscas? ¿Qué piensas hacer?

»—Tengo que hablar con él —me contestó—. No está bien lo que ha hecho. No es justo para ti.

»Me quedé estupefacta con la respuesta que se me quedó sujeta a los labios, como si hubiese salido a la fuerza impulsada por un huracán interior, y, en el último instante, hubiera conseguido agarrarse a ellos: “¡Pero si a mí no me importa!” Eso fue lo que iba a decir. Y el simple pensamiento de haber llegado a pronunciar semejante sentencia hizo enrojecer mi lechosa piel para todo el día.

»“¿Tenía razón Cannat? —me pregunté—. ¿Sería ésta la respuesta que anhelaba a mi súplica inconsciente a los dioses poderosos?”.

—¿Y lo era? —preguntó el confesor.

—Nunca tuve todas las respuestas a mi comportamiento consciente, conque imagínese a mis actos inconscientes. ¿Las tiene usted?

—No —respondió él.

—Usted puede juzgar por mí y de forma más objetiva, porque sabe lo mismo que yo. Se lo he explicado todo y con franqueza. Pero, créame que no merece la pena que nos detengamos en este punto, pues, si bien en su momento me pareció tan importante como a usted ahora, los acontecimientos posteriores lo reducen a la nada a la hora de juzgarme. ¿Quiere preguntarme algo más?

—Sí, hay algo —contestó al tiempo que se inclinaba ansiosamente sobre la mesa como si pretendiera estar más cerca de ella—. No acierto a comprender por qué lo hizo Cannat Porque el sufrimiento de Shallem no hubiera durado mucho tiempo, según sus propias palabras. ¿La quería a usted? ¿Se había aficionado a su compañía? Sólo eso justifica el que estuviera dispuesto a pasar a su lado otros sesenta años, más o menos, cuando siempre estuvo tan deseoso de que al fin les dejara solos. Y eso si Shallem no volvía a prestarle su propio espíritu y ese plazo aún se hacía más largo…

—Naturalmente, pasé incontables horas cuestionándome esas mismas preguntas. De haberme odiado, lógicamente a Cannat nunca le hubiera compensado paliar el año, poco más o menos, de sufrimiento de Shallem tras mi muerte, a costa de tenerme a mí por el medio durante otros sesenta, aproximadamente, como usted bien dice. Por tanto, me resultaba cómodo y sugestivo pensar que ése que usted ha apuntado era el motivo. Yo me había convertido en una especie de mascota, suave, dulce, manejable e inofensiva. Como un perrito, salía a recibirle alegremente cuando volvía de sus viajes; nunca ponía objeciones a sus propuestas, es más, siempre las apoyaba; era comprensiva y astuta, y sabía reconocer cuando un momento no me pertenecía, cuando debía desaparecer y estorbarles lo menos posible porque deseaban estar solos, porque lo necesitaban de una forma que nosotros no podemos ni imaginar, aunque yo intuía. Y no era avara con ese tiempo. Les rogaba que marchasen juntos a tal cual país lejano en donde podían comprar cualquier chuchería que simulaba se me había antojado, o que fuesen a visitar a nuestros hijos, ellos dos solos, porque yo consideraba que mi vejez los habría espantado. Y en esos viajes, a petición mía, a menudo pasaban dos o más días juntos y a solas. Y eso era mucho tiempo, teniendo en cuenta que no necesitaban ni un segundo para ir y volver del lugar más alejado de la Tierra. Además, por la noche, a menudo notaba que el cuerpo de Shallem estaba vacío a mí lado, y entonces sabía que estaban juntos en algún lugar, y me alegraba. Creo que mostré inteligencia comportándome de este modo y que ellos siempre lo apreciaron. Era necesario que yo no me convirtiese en una lapa pegada al cuerpo de Shallem. Cannat hubiera acabado asesinándome, seguro, y, muy probablemente, Shallem habría terminado hastiado de mí. Recuerde que nuestra naturaleza era completamente distinta: había un millón de cosas que yo no podía entender ni compartir con ellos.

»A mí me gustaba la compañía de Cannat, a pesar de que en ocasiones pretendiese hacérseme odioso y llegase a causarme terror, y él lo sabía. Y estoy segura de que a él también le gustaba la mía, puesto que la reclamaba en multitud de ocasiones. A menudo era él quien me buscaba para que les acompañase a los dos a pasear, o para que fuese con él a algún determinado lugar, o, simplemente, para dialogar conmigo sobre cualquier tema. Y, todo esto que le estoy contando, venía sucediendo así casi desde que nos conocimos. Por ello, era tentador pensar que a Cannat le diera lástima perderme y que ello, unido a su incapacidad de soportar el dolor de Shallem, le hubiese impulsado a darme una nueva vida.

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