La concubina del diablo (43 page)

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Authors: Ángeles Goyanes

Tags: #Terror, Fantastico

BOOK: La concubina del diablo
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»El momento era demasiado emotivo, los sentimientos demasiado fuertes: mis lágrimas rodaron sobre su pecho desnudo mientras me agarraba a él y le besaba con todas mis fuerzas.

»Los años fueron pasando. Tiránicos e inmisericordes los primeros; después, arropándonos con la injusta pero piadosa manta del olvido, los siguientes.

»Por tanto, volvieron tiempos felices. ¿Cómo no habrían de volver en una vida tan larga?

»Pero, para Shallem, la manta del olvido no era de gruesa y tupida lana, sino un sutil y finísimo velo de transparente nipis que, de tanto en tanto, se alzaba con el viento, exponiendo al frío de la noche su piel desnuda.

»Al día siguiente del holocausto masivo, la ciudad se había convertido en una inverosímil ciudad fantasma abandonada en medio de la selva. Todos los indígenas habían huido despavoridos aquella misma mañana en que sus dioses, incomprensiblemente, se habían vuelto contra ellos.

»Cannat parecía aliviado. Como si le hubiesen librado de un peso molesto, de una actividad que, en realidad, le aburría, y que meramente realizaba por la inercia del apego al pasado.

»La ciudad desapareció rápidamente, invadida por el devastador ejercito de la lujuriante flora tropical. Las semillas germinaban con el mismo placer entre las piedras de las calles o los sillares de las pirámides que en las antes cuidadas zonas ajardinadas que rodeaban el palacio y las sedes administrativas.

»Nunca pude mezclarme con aquellas gentes; tampoco lo deseaba. Nunca llegué a conocer demasiado de ellos. Pero, cuando un año después, movidos por la curiosidad, acudimos a recorrer sus desérticas calles, como en una visita turística a una ciudad fantasma, me di cuenta de la gloria que habían conocido, la civilización que habían llegado a desarrollar. Contaban con escuelas, hospitales, bomberos… Cosas corrientes hoy, pero no en la Europa que yo había conocido.

»Anduvimos dando vueltas por las calles agonizantes, simulando desconocer, o, tal vez, evitando, nuestro auténtico destino. Pero finalmente, como distraídos, como por casualidad, encaramos una de las amplias calles que desembocaba a la mitad de la Avenida de los Muertos.

»Nuestros pasos nos llevaron hasta el punto mismo de la tragedia sin que nadie hiciera nada por impedirlo. El escenario estaba completamente cambiado. Los estanques se habían secado y las flores habían muerto. Toda grandiosidad y artificial belleza había desaparecido. La vegetación se había alimentado de las cenizas de los muertos.

»Yo no sentí nada de particular. Quiero decir que mi pena era, de por sí, tan intensa, que el simple hecho de estar en aquel lugar no era capaz de incrementarla. Entiéndame, yo revivía cada día la muerte de mi hijo como si hubiese ocurrido el anterior. No necesitaba tumbas ni relicarios para acordarme de él o de lo sucedido con toda viveza.

»Pero, creo que ya le he referido con bastante amplitud el poder de evocación que para ellos tenían los lugares o los objetos. Le he expresado el fervor con que Cannat, en ausencia de Shallem, recorría nuestra casa de Florencia mirando y escuchando a través de las ropas, los libros, los cuadros, los jarrones, cualquier cosa. Y supongo que ha entendido que los recuerdos que guardaba en su casa de la jungla servían exactamente al mismo objetivo. Comprenderá ahora, fácilmente, que ni las flores estaban muertas ni seca el agua del estanque para Shallem y para Cannat. Para ellos era como realizar un viaje al pasado. Estaban en el mismo lugar y en el mismo tiempo, salvo que no podían intervenir en la acción.

»Vi sus ojos moverse de un lado a otro compulsivamente, y la expresión de su cara pasando de la nada a la ira creciente. Todo estaba sucediendo por segunda vez. Comencé a sentir un insoportablemente creciente dolor en la mano. Shallem, ausente, cegado por la ira, tratando, vanamente, de intervenir en la escena desde la lejanía del tiempo, me la estaba estrujando abstraídamente hasta quebrar sus delicados huesos.

»—¡Shallem! ¡Shallem! —exclamé, pero Shallem estaba lejos—. ¡Cannat, socorro!

»Cannat, aunque lejano también, volvió rápidamente y en seguida se dio cuenta de la situación.

»—¡Shallem! ¡Shallem! —le gritó, al tiempo que le sacudía violentamente.

»Yo lancé un alarido de dolor. No sólo no regresaba, sino que su presión se había hecho tan intensa que mis huesos parecían a punto de estallar.

»Entonces Shallem despertó. Se quedó atónito por lo que me había hecho y por el profundo estado en que había caído.

»—Shallem, ya pasó —le consoló tiernamente Cannat—. ¿Es que nunca aprenderás? Dime, si llorásemos cada día por todas las penas que sufrimos en nuestra vida eterna, ¿cuántas horas habrían de tener nuestros días? Todos le queríamos, pero no volverá porque lloremos. Tú elegiste esto —y me señaló—. Unos pocos años para verles sufrir todas las miserias de la mortalidad y luego morir ante tus propios ojos. Nacen para envejecer y la vejez es sufrimiento. Sus cuerpos sienten dolor. Padecen hambre, sed, ignorancia, confusión: pensamientos y necesidades que no existen en nuestro lenguaje. Nacen avocados al sufrimiento y te arrastran con ellos en su viaje de pesadilla. No somos mortales, Shallem, te lo repito por milésima vez. No podemos vivir con ellos porque no podemos morir como ellos. Ni siquiera podemos comportarnos como ellos por más que tú simules lo contrario. ¿Es que no te das cuenta del abismo que te separa de ella, de todos ellos? ¿No lo ves? Son como materia muerta a la que hubiera que dotar de vida, como un libro en blanco sobre el que fuese necesario escribir. Hiciste una elección errónea y ahora arrostras las consecuencias. Aprende y basta. No has tenido un hijo mortal y ha muerto. Has tenido miles de hijos mortales y ninguno de ellos vive. Murieron sin que tú te enterases o preocupases por saberlo; y así debe ser.

»Shallem le miró con la expresión desconcertada y dolorida.

»—Y ahora —siguió diciendo Cannat—, cógela a ella y largaos de aquí. Éste es un recuerdo que no deseo guardar.

»Cuando Shallem y yo nos alzamos en el aire, las piedras de la ciudad abandonada volvieron a su origen en el vientre de la Madre Tierra.

—¿Quiere decir que provocó un terremoto? —intervino, fascinado, el confesor.

—Así es —respondió la mujer.

—¡Oh! —exclamó él—. ¿Y la ciudad desapareció íntegramente?

—No. Algún resto debió quedar. Pero las pirámides, los templos, las cabezas, las estatuas, todo cuanto había sido erigido en las cercanías del estanque desapareció para siempre.

—Cinco años después de aquel día —estaba contando ella ahora—, Cannat nos convenció para tener otro hijo. Mi tiempo fértil se acababa, dijo, con su característica falta de tacto y consideración.

»Yo lo estaba deseando, aunque no sabía cómo pedírselo a Shallem tras la muerte de Cyr. Cannat me ayudó. Dijo que también era el deseo de Shallem, que le vendría bien para distraerse, y que si lo pensábamos más sería demasiado tarde. Shallem sabía que todo marcharía bien aquella vez. Que nadie podría impedirle inmortalizar a su hijo y dotarle de los poderes de un dios, de modo que accedió.

»Pero hay algo a lo que debo hacer referencia antes de continuar.

»Fue a través de pequeños detalles que me di cuenta, unos días después del regreso de Cannat.

»—Leonardo ya no existe, ¿verdad? —le pregunté.

»Él sacudió la cabeza negativamente.

»—Tuve que hacerlo —dijo, con pesadumbre—. Necesitaba el poder que Leonardo podía transmitirme para enfrentarme a Eonar. De lo contrario no hubiera conseguido vencerle.

»—¿Mataste a tu hijo por vengar al de Shallem? —le pregunté, incrédula.

»—No. Para que Shallem pudiera hallar la paz —me respondió—. ¿Qué querías que hiciera? ¿Qué me quedase mirando, por toda la eternidad, como la ira insatisfecha le pudría el alma? Nadie sino yo podía conseguirlo. Pero nunca sin el poder de Leonardo. Resultó fundamental. Y, ¿sabes?, ahora no existe un solo ángel en la Tierra o en el Cielo más poderoso que yo.

»Me quedé atónita, no había pensado en que Cannat era realmente más poderoso que el propio Eonar.

»—Y ahora escuchas las almas como si fueran palabras —aseguré, horrorizada ante este hecho.

»Sí —me respondió, y, con un gesto despectivo, agregó—: Pero no te preocupes. No me molesto en escuchar la tuya.

»Me sentí horriblemente al saber que mi Leonardo no existía. Me di cuenta, entonces, de que todos los seres nacidos de mujer a quienes había amado habían muerto de horrible manera.

»—Leonardo no sufrió —me dijo de pronto—. Simplemente su lado humano dejó de existir.

—Luego mentía —comentó el sacerdote—. Leía su pensamiento, a pesar de todo.

—Pues naturalmente. Nunca dudé que le encantaría hacerlo si conseguía el poder. Bien, pues, como le iba diciendo, Shallem y yo decidimos engendrar un nuevo hijo. Bueno, ellos deseaban una niña, en realidad, pero yo quería otro niño, otro pequeño Shallem que pudiese acunar en mis brazos.

»Leger nació un maravilloso día de verano en un parto sobrenatural y totalmente distinto a cualquiera de mis dos anteriores. Ellos estaban tan emocionados como niños. Era como si fuese su primer hijo y lo hubiesen concebido en común.

»—Cannat ayúdame a incorporarme, alcánzame la otra almohada —le decía yo, mientras les veía, nerviosos y expectantes, asomando la cabeza a la altura de mis piernas.

»Y Cannat corría diligentemente y me colocaba a la espalda las almohadas dobladas.

»—¿Estás bien así? ¿Te duele algo? Muy despacio, recuerda, debes hacerlo muy despacio —me decía.

»Por fin comenzó a asomar la oscura cabecita de mi hijo y Shallem puso sus manos sobre ella.

»—No empujes bruscamente —no paraba de repetirme Cannat—. Sólo debe asomar un poco la cabeza.

»Evidentemente Cannat nunca había dado a luz un hijo. Obedecer sus instrucciones constituía un suplicio.

»La cabeza asomó.

»—¡Ahora, Shallem! ¡Ahora! ¡De prisa! ¡No te arriesgues! ¡No esperes más! —exclamó—. ¡Tú quieta! ¡No empujes! ¡No te muevas!

»Shallem se inclinó sobre la cabecita, en una especie de estado de concentración, y permaneció así durante un tiempo que se me hizo interminable, un minuto, quizá. Luego levantó la cabeza y vi que estaba muy congestionado.

»—¡Cannat! —exclamó—. ¡Lo he conseguido!

»—¡Pues claro que sí, Shallem! ¡Ya puedes empujar, Juliette! ¡Vamos! ¡Deja que nazca esta preciosidad! Saludemos a nuestro pequeño Leger.

»—Lo llamaremos Alois —dije a Cannat.

»—Sí, claro, Alois —convino él con toda docilidad.

»Unos fuertes empujones y Leger acabó de dejar mi cuerpo de la manera más indolora.

»Shallem lo sostuvo en sus manos como si fuera el primer bebé que veía en su vida.

»—Qué diminuto es —le dijo, preocupadamente, a Cannat—. ¿No es demasiado pequeño?

»—Es perfecto —le respondió, mirándole con tanto orgullo como si fuera suyo—. Pero hay que quitarle toda esa porquería.

»—¡Vamos! ¡Acercádmelo aquí! ¡Quiero verlo! —exclamé yo, furiosa porque no lo hacían, y deseando poder levantarme para arrancárselo de las manos.

»Cannat me señaló imperiosamente con el dedo y dijo:

»—Luego lo verás. Ahora sigue con lo tuyo. Todavía no has acabado.

»Por un momento me pregunté que querría decir, pero en seguida me di cuenta de que no sentía ninguna sensación de alivio, sino que era más bien como si aún no hubiese dado a luz. Sentí una nueva contracción.

»—¡Shallem! ¡Shallem! —le llamé asustada—. ¿Qué me está ocurriendo?

»—No te preocupes, amor. Todo va bien. Es una sorpresa —me respondió él.

»—Cállate y haz igual que antes. No empujes demasiado fuerte. Nuestra Eve va a nacer —añadió Cannat, con su amabilidad característica.

»Puede imaginarse usted, padre, que me quedé absolutamente estupefacta. Ni por un momento lo había sospechado. Pero, he de decir, que una vez pasada la lógica perplejidad inicial no hubiera podido llegar a sentirme más feliz y encantada.

»Se repitió exactamente la misma operación que con Leger. Shallem se inclinó sobre ella, no bien comenzó a despuntar su cabecita, e hizo de ella una poderosa belleza inmortal.

»—Eve —susurró Cannat, con veneración, mientras Shallem la sostenía en sus brazos con tanta delicadeza como si temiera que se deshojara.

»—Se llamará Arlette —dije yo.

»—Sí, por supuesto, Arlette.

»Poco voy a referirle acerca de los años que vivimos con mis hijos, porque no ocurrió durante ellos cosa alguna que tuviese repercusiones futuras. Fueron años de plena felicidad. Ellos crecieron en el paraíso como jóvenes y adorados Robinsones. Todas las cualidades que el pobre Leonardo poseía, y que ya le detallé, las disfrutaban ellos dos, además de algunas otras. No eran débiles y dependientes mortales, como Cyr lo había sido. Pero no tengo tiempo de vanagloriarme de ellos… Sólo añadiré que Cannat se mostró muy cauteloso, temeroso, a veces, de interponerse de alguna manera entre Shallem y los niños. Al igual que hacía yo, a veces, con todo el dolor de su corazón, les hacía irse a los tres solos con cualquier excusa y se quedaba acompañándome a mí.

»Pero, al cumplir los dieciséis años, empezaron a manifestar un cierto nerviosismo y malhumor esporádicos que no tenían que ver sino con el explosivo y desatendido advenimiento de su madurez sexual. Como quiera que la insatisfacción de su creciente apetito les estaba volviendo irascibles y crónicamente enojados, aunque, como es lógico, ellos desconociesen la causa, Shallem decidió llevarlos, por unos días, a vivir entre los hombres.

»Sus atónitos ojos descubrieron la miserable pequeñez de los mortales. Observaron la absurda tragedia cotidiana de los más jóvenes, la dolorosa indefensión y el patético aspecto de los mayores. Los contemplaron, espeluznados, en su sufrimiento y en su dolor, en sus enfermedades e imperiosas necesidades cuya insatisfacción derivaba en la muerte, en sus inverosímiles limitaciones físicas y psíquicas, en su desconocimiento de todas las cosas. Y todo lo observaban desde alguna misteriosa y lejana región de superioridad.

»Cuando regresamos a casa habían cambiado notablemente. Habían perdido parte de su alegría. Estaban más unidos que nunca. Los encontrábamos constantemente cuchicheando en cualquier rincón escondido y su conversación cesaba tan pronto oían nuestros pasos. Habían formado una especie de sociedad secreta en la que no se admitían más miembros. Ni a Shallem, ni a Cannat, ni, naturalmente, a mí. A mí, a quien, a menudo, les descubría observando de reojo, como a un animal exótico y recién descubierto.

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