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Authors: Ángeles Goyanes

Tags: #Terror, Fantastico

La concubina del diablo (48 page)

BOOK: La concubina del diablo
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»Sin embargo, otros pensamientos en contradicción cruzaban mi mente como fugaces centellas que ella soslayaba corno ideas contrapuestas a sus deseos y a sus simples y más gratas respuestas; aunque, en su profundidad, subyacía la conciencia de que aquella no era la verdad, al menos no la única, no la decisoria. Cannat necesitaba un motivo poderoso para enfrentarse con la terrible invectiva de Shallem por no haber respetado el imprescindible descanso de mi alma. Él sabía que, al menos en principio, a Shallem no le gustaría nada aquello. Incluso yo lo había sabido. ¿Por qué, sino, no lo había llevado él mismo a cabo?

»Por tanto, siempre intuí que había algo por encima de la suficiencia de mis razones. Aunque tardé mucho tiempo en averiguar qué era.

—¿Y qué era? —preguntó impaciente el confesor.

La mujer se rió.

—También usted tardará un poco. Debo contar las cosas por orden. —Se puso seria, de repente, mientras miraba a un lugar indeterminado del vacío—. Porque ahora estamos llegando al que fue el peor de mis pecados, y debe tener los oídos muy atentos. Debe comprenderlo todo claramente, todo el proceso.

El sacerdote miró anhelante la botella de agua vacía, pero no dijo nada, no deseaba distraer a su confesada, que luchaba por narrar los sucesos de forma coherente.

—Bien. Shallem persistió en su búsqueda durante varios días más, pero, lógicamente, su única esperanza era que Cannat deseara ser encontrado. Y no lo deseaba. Volvía siempre de muy mal humor. Creo que maldije mil veces a Cannat por haberme abandonado en aquellas circunstancias. Por abandonarme, repito, no por haberlas creado, pues, aunque me encontraba todavía muy intranquila por la delicada situación que se había creado entre ellos dos, y veía el futuro de forma incierta, ya había acabado por acostumbrarme al nuevo cuerpo, o al menos no me espantaba de él; Shallem me quería lo mismo y me trataba como siempre lo había hecho, o mejor, tal vez, por consolarme del trauma al que Cannat me había sometido. Lo que significa que yo comenzaba a ser feliz como no lo era desde hacía varios años. Atroz. ¿No? Pero tenía una larga vida por delante. Mi único deseo era que todo se solucionara cuanto antes y volviéramos a la normalidad. Y esa normalidad a la cual aspiraba incluía a Cannat. Increíble. ¿Verdad? Monstruoso. Pero hubiera sido hipócrita por mi parte el haberle odiado eternamente por concederme lo que yo deseaba tener: la vida, en lugar de la muerte. Eso no puedo negarlo, aunque nunca me hubiese parado a pensar en los posibles medios para conseguirla.

»Yo, como una hábil arpía vengativa, hubiera podido intentar mantener a Cannat separado de Shallem hasta el día de mi muerte. Quizá lo hubiera conseguido, utilizando en mi provecho el acto innatural cometido por él en contra de la voluntad de Shallem. Había sido algo demasiado horrible como para que Shallem hiciera oídos sordos a mi dolor. Lo hubiera comprendido si yo hubiese insistido en mantenerme alejada de él para siempre. Aunque ellos, seguro, hubiesen seguido manteniendo sus invisibles entrevistas privadas. Y durante unos días esta idea me pareció maravillosa. Sería una venganza supina, perfecta. Me ensoñaba pensando en el momento en que Shallem le diese la noticia; hubiese dado cualquier cosa por poder ver su expresión al escuchar que no volverían a vivir juntos mientras yo existiese. Y pensar que era él mismo quien me había facilitado tan fácil victoria. ¡Cómo se odiaría a sí mismo por haberme devuelto la vida, y cómo me odiaría a mí!

»Pero mi venganza perdía la gracia y el sentido al pensar que yo no tendría oportunidad de contemplar esa faz transmutada. Que sufriera ante mis ojos malévolos y burlones durante una buena temporada, sí, eso sí. Pero ¿para qué quería que sufriese si yo no podía reírme en su cara ante mi primer triunfo; convertirme en el blanco de sus miradas asesinas; ser el objeto de sus terroríficas bromas, ante las cuales yo ansiaba gritar tanto de placer como de pánico; ser seducida por el fuego de sus susurros abrasando mi piel, sumergiéndome en un estado febril, sin saber si obtendría de él el éxtasis o la muerte, o tal vez ambas cosas? ¿Para qué intentar que desapareciese para siempre de mi vida, o, mejor dicho, que se transformase en un omnipresente fantasma entre Shallem y yo, para quien, tarde o temprano, yo pasaría de ser la pobre víctima indefensa a la causante de su divina soledad? Podía augurar mi propia ruina y el triunfo final de Cannat, ante cuyos hipnóticos ojos, brillantes como luceros azules, no podría volver a extasiarme al arrullo de su mágica voz que me hablara de épocas pretéritas, de mundos increíbles, de seres de otros planetas, de su propia historia, con su brazo sobre mis hombros y las crepitantes llamas del hogar danzando sobre nuestros rostros. ¿No volver a sentir el corazón galopando en mi pecho, mis ojos saliéndose de las órbitas ante visiones que en otros tiempos me hubiesen podido conducir a la muerte? Deseaba espeluznarme, gritar, en el convencimiento de que nunca me haría ningún mal, por más que me amenazase.

»Nunca se me ocurrió en serio la idea de tejer una trama contra Cannat por estas y otras razones, la más evidente de ellas, que jamás hubiese sido capaz de manipular de semejante manera los sentimientos de Shallem. No era el deseo de venganza el que podía moverme contra Cannat, sino sólo el de jugar con él. Esto era algo que había aprendido con el transcurso del tiempo: que había habido muy pocas veces en las que mi vida hubiese corrido auténtico peligro en manos de Cannat; que me amenazaba como una vieja costumbre en cuyo significado apenas se repara; que los sustos que me causaba no eran sino bromas, diversión a la que yo había acabado por acostumbrarme, o más, por cogerla el gusto. Pero, lo que sí deseaba era abofetearle una y mil veces, impunemente, mientras le exigía una respuesta al porqué de sus acciones.

»Pienso que Cannat hubiera debido explicarme su propósito, y que si no lo hizo fue porque la decisión final le sobrevino con la urgencia y rapidez de un rayo. ¿Qué hubiera respondido yo?, se preguntará usted, ¿y usted mismo? ¿Qué hubiera contestado ante una oferta semejante? No me responda. Probablemente no hallaría la auténtica respuesta a no ser que se encontrase en la misma situación en que yo lo estuve. Teorizar es fácil cuando la pregunta es pura fantasía, cuando no existe una posibilidad real, pero en la práctica nuestras respuestas varían… Creo que sólo había un pensamiento que, tal vez, hubiese hecho que me negase. El recordatorio de las palabras de Shallem hablándome acerca de la necesidad de la muerte para el descanso del alma.

»Pero yo estaba viva, despierta y descansada. Plena de una vitalidad que deseaba derrochar a manos llenas.

»Como diez días después de los hechos, Cannat se puso en contacto con Shallem.

»—Le he dicho que no se atreva a aparecer por aquí —me dijo.

»—Pero, Shallem, ¡ésta es su casa! —le hice ver yo.

»—Que se vaya a otra —me contestó.

»Esas charlas se prolongaron durante dos meses, hasta que, un día, sorprendí a Shallem en el cuarto de Cannat, sentado en la cama con uno de los birretes de éste en la mano y en plena ensoñación.

»—Llámale ahora mismo y pídele que vuelva —le grité desde la puerta.

»Se quedó sorprendido y algo avergonzado. Me acerqué a él y me senté a su lado.

»—Shallem —le dije tiernamente—, lo hizo por ti. Y yo no puedo decir, con la mano en el corazón, que no deseara seguir viviendo al precio que fuera. No quería dejarte. Para evitarlo hubiera hecho cualquier cosa voluntariamente, tal vez incluso esto si hubiese llegado a preguntarme. Él lo sabía. Y ahora me alegro de que haya sucedido. ¿Crees que soy un monstruo por ello?

»Él me miró y dijo dulcemente:

»—No. Pero la responsabilidad es suya, sólo suya. Yo nunca lo hubiera consentido, él lo sabía.

»—Pero ya está hecho, y tú no querrías dar marcha atrás, ¿verdad que no?

»Acarició, amorosamente, mi extraña mejilla. Yo estaba cada vez más pasmada, preguntándome cómo era posible que me mirase exactamente como miraba a su antigua Juliette. Sus ojos de ángel me sonrieron.

»—Nunca —susurró su deliciosa voz.

»Cannat reapareció una mañana, más de un mes después de aquel día, y nos encontró jugando con los perros en el campo, en el colmo de la felicidad. Era muy astuto. Estuvo espiando, seguramente aguardando pacientemente, un momento como aquél. ¿Cómo iba Shallem a atreverse a reprocharle nada, si aquella felicidad en la que nos había sorprendido se la debíamos a él?

»Cuando Shallem le vio sus ojos resplandecieron, y, luego, su expresión se tornó artificialmente circunspecta. Se acercó a Cannat y se quedó frente a él durante unos minutos, hablándole con palabras que mis limitados oídos humanos no podían captar.

»—¡Oh, Shallem, por favor, más diatribas no! ¡No te disgustará tanto mi acción cuando no le pusiste inmediato remedio! ¿O estás esperando a que lo haga yo? ¿Lo hago? ¿Quieres que lo haga? ¿Es eso?

»—¡No! —gritó Shallem—. ¡Ya no! ¡Pero sabías lo que no debías hacer y por qué!

»—¿Por qué sufrir cuando existía un remedio tan sencillo? —preguntó Cannat enojándose seriamente.

»—¡E innatural! —aulló Shallem.

»—¡Tú sabes que era su deseo! ¿No la oíste, acaso, suplicar, lo mismo que yo? Tú mismo hiciste una vez lo que no debías por salvar su vida mortal. Y lo hubieras hecho de nuevo, ¿verdad? Lo deseabas tanto como ella misma; que no muriese, que continuase a tu lado.

»—¡Pero no lo hubiese llevado a cabo! ¡Sabía que no era justo!

»—Mira Shallem, la próxima vez seré un niño bueno, ¿de acuerdo? Pero ahora, o son éstas las últimas palabras que hablamos respecto a este tema, o me iré hasta que se te pase. ¿Lo prefieres así? ¿Es mejor si me voy?

»Shallem lo miró un momento, suspiró, sacudió la cabeza, y dijo:

»—No.

IV

»Durante mucho tiempo había imaginado lo que sentiría yo, y cuál sería su reacción, si me atrevía, como deseaba, a abofetear a Cannat. Había llegado al convencimiento de que debía hacerlo, de que era lo debido, lo apropiado, como si él fuese un caballero y yo una dama ofendida. Cien veces me había visto a mí misma penetrando en su alcoba, donde le encontraría sorprendido y desnudo. Me quedaría en el umbral durante unos segundos mientras él advertía mi mirada dura y helada. Él, que, al entrar yo, estaría inclinado guardando su ropa en el arcón, (así me gustaba imaginarlo), se incorporaría de inmediato, en guardia, con su mirada hundiéndose hasta el fondo de mi ser y los labios ligeramente separados. Daría un portazo, sin quitarle de encima la insultante mirada y, tras unos instantes, me acercaría a él. A partir de aquí mi fantasía encontraba diferentes salidas. A veces todo ocurría de un modo normal, es decir, yo le abofeteaba y él me devolvía la bofetada, o bien, yo le abofeteaba y él se echaba a reír, o yo le abofeteaba y él se quedaba estupefacto mientras yo le decía lo que Shallem y yo pensábamos de él y le exigía unas respuestas que él me daba y que yo me imaginaba distintas de una fantasía a otra, para luego abandonar la alcoba, orgullosamente, dejándole abochornado; ésta claro, era la esencia de toda fantasía. Pero otras fantasías eran más perturbadoras, y aunque variaban ligeramente, (a veces conseguía golpearle, otras él detenía mi mano), compartían el mismo desenlace: yo, siempre la antigua Juliette, la verdadera, tumbada sobre las blancas sábanas de seda del lecho de Cannat. Era evidente que a él le atraía aquel cuerpo que ya había sido suyo, que lo había escogido de entre los miles que conocía. Y yo me preguntaba si aún lo desearía.

»No sólo no me atreví a pegarle, sino que, cuando le tuve delante, me sentí dolida y recelosa, y deseé apartarme de él, y mirarle sólo desde lejos. Sabía que debía odiarle, despreciarle, pero era incapaz de ello. Sin embargo, ¿de qué otra forma digna podía comportarme ante él, sino fingiendo esos lógicos sentimientos aunque no existieran, o no, al menos, en la medida en que hubieran debido? ¿Cómo iba a simular que todo seguía igual, que nada había cambiado, que no había obrado en mí el más diabólico de los milagros?

»No cruzamos una sola palabra durante aquel primer día. Él me miraba insistentemente y yo, que no me apartaba de Shallem, no sabía cómo interpretar sus miradas.

»—¿Ya eres feliz? —me preguntó al día siguiente, durante un minuto en que nos encontramos a solas.

»—¿Feliz? —le respondí—. Me has encerrado en una cárcel de carne. Me duele cada minuto de mi vida, cada instante de mi existencia innatural, cada partícula de este cuerpo que jamás será mío.

»Él se rió suavemente.

»—Genial —me dijo—. A mí me duele Shallem, a Shallem le duele el mundo, y a ti te duele tu existencia. Así, a todos nos duele algo. Y, por cierto, hace siglos que alientas de forma innatural…

»Esto fue todo por aquel día. Pero yo ansiaba más, mucho más. Y esos breves comentarios despertaron mi odio hacia él. ¿Por qué había siempre de burlarse de mí, incluso en aquellas circunstancias? ¿Por qué no me trataba siquiera con un poco de respeto?

»Los dos días siguientes cruzamos constantemente nuestras miradas, deseosos de hablar y sin que ninguno dijese nada.

»Le busqué al tercero, un milagroso día soleado, casi cálido, por la campiña de nuestra propiedad. Le encontré tumbado junto al arroyo, con una mano introducida en sus límpidas y alegres aguas, disfrutando de su música y de la fragancia de las flores silvestres. No estaba desnudo, pero únicamente vestía una camisa blanca de seda, remangada y abierta hasta la cintura. Su serenidad, el éxtasis en el que se hallaba sumergido ante aquellas simples maravillas que lo rodeaban, su indeclinable belleza, que cada día me sorprendía con mayor fuerza que el anterior… Me pareció una visión celestial. Un ángel gozando de la gloria del paraíso, antes de que les fuese arrebatado. Me quedé observándole a prudente distancia. Sacó la mano del agua y salpicó unas margaritas con las gotas que resbalaban por sus dedos. Una mariquita debió cosquillearle en su pierna desnuda, pues la sacudió descuidadamente y se llevó la mano al lugar sin pensar en la causa de su molestia, y luego, cuando giró la cabeza para mirársela y vio partir de ella a la mariquita, se sentó y anduvo rebuscando entre las flores, como si temiera haberla dañado. Después volvió a tumbarse de nuevo, con la mirada sobre su arroyo.

»Me pareció un momento de lo más inoportuno, sobre todo porque en aquel instante no podía sentirlo, pero, de todas maneras, me acerqué a él y se lo solté:

»—Te odio.

»Se dio la vuelta para mirarme, pues estaba de espaldas.

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