Casi me sonrojé por su alusión a mi pequeño montaje. Sin duda Miriam creía que yo había hecho uso de mis habilidades pugilísticas para rescatar a su marido, aunque debió de parecerle mucha coincidencia. Sin embargo, pensé tranquilizándome, Miriam me había visto en más de una ocasión actuar con rapidez cuando las calles de Londres se volvían peligrosas, y no creí que sospechara sobre la autenticidad del incidente.
—Me limité a invitar a unas desagradables personas a que se fueran —dije.
—¿Qué…? —Se interrumpió y me miró un momento, como si buscara mi ayuda. Pero supo que esa ayuda no llegaría, así que prosiguió—. ¿Qué os parece Inglaterra?
—Me gusta mucho —le aseguré.
—El señor Evans es una extraña criatura —le dijo su marido con una sonrisa de felicidad—, comerciante de tabaco y tory. —Era la sonrisa cálida y dulzona de un hombre que ama a su esposa. Me hubiera gustado golpearle la cara con un martillo.
—Un comerciante de tabaco tory… —repitió ella—. Jamás lo hubiera adivinado.
Se hizo un incómodo silencio. Yo no sabía qué hacer, así que cometí la mayor torpeza imaginable. Me volví hacia Melbury y pregunté:
—Señor, ¿puedo confiar en vuestros buenos sentimientos y pedir a vuestra esposa que baile conmigo?
Él me miró perplejo, pero no podía negarse a mi petición.
—Por supuesto —dijo—, si ella quiere. Hace un rato no se encontraba muy bien. —Se volvió hacia ella—. ¿Te sientes en condiciones de bailar, Mary?
Imaginaba que Melbury se había inventado aquella mentira para ayudar a Miriam a disculparse, pero yo sabía que ella no le seguiría.
—Estoy bien —dijo, tranquila.
Él puso su sonrisa de político.
—Entonces encantado.
Así que entramos en la sala de baile.
No sé cuánto tiempo estuvimos bailando antes de que alguno de los dos encontrara el valor para hablar. Tampoco sabría decir qué significó aquello para ella, pero para mí fue muy extraño tenerla en mis brazos, olería, escuchar su respiración. Por unos instantes, pude convencerme de que aquello no era algo pasajero, sino la vida real, y que Miriam era mía. De pronto, la propuesta de Elias de que huyera me pareció muy atractiva. Llevaría a Miriam conmigo. Iríamos a las Provincias Unidas, donde mi hermano vivía bien como comerciante. Y entonces Miriam y yo podríamos bailar cada día si quisiéramos.
Pero no pude seguir con aquella idea fantástica mucho rato. No huiría del país. Y sabía perfectamente que Miriam no vendría conmigo.
El dolor de no poder aferrarme a aquella ilusión fue mucho más que momentáneo, así que quizá dije algo que no fue precisamente amable.
—¿Mary?
Ella no me miró.
—Así es como me llama.
—Supongo que Miriam le suena demasiado hebreo.
—No toleraré que me juzguéis —siseó. Y luego con voz algo más amable, añadió—: ¿Qué hacéis aquí?
—Tratar de restituir mi buen nombre —dije.
—¿Metiéndoos en la vida de mi marido? ¿Por qué?
—Es complicado. Lo mejor es que no os cuente más.
—¿No vais a decirme más? —repitió ella—. Sabéis que tendré que contarle todo esto, ¿verdad?
Tuve que hacer un gran esfuerzo para seguir bailando, para hacer como si no hubiera pasado nada.
—No podéis decírselo.
—¿Acaso tengo elección? Se presenta al Parlamento. Me pareció raro que vuestro nombre empezara a aparecer vinculado al suyo en los periódicos del partido, pero ahora veo que todo era uno de vuestros manejos. Podéis intrigar cuanto queráis, pero si vuestro engaño se descubriera, el escándalo lo arruinaría, y no pienso permitirlo. ¿Cómo se os ocurre implicarlo en ese asunto de mutilar a jueces y asesinar a vendedores de pruebas?
—Al juez le hice lo que se merecía. Y espero que me conozcáis lo bastante para saber que yo no he matado a nadie. Y, por lo que se refiere a mi relación con el partido de vuestro esposo, si creéis que lo he arreglado todo para convertirme en un héroe tory, me atribuís mayor mérito del que merezco. Lo hago porque el juez que me condenó sin razón es un whig de cierta importancia. No he hecho nada para avivar esta fama que me persigue, salvo negarme a permanecer en prisión.
—Eso no ayudará al señor Melbury si se descubre que se ha convertido en amigo de un fugitivo.
—Me importan un comino el señor Melbury y sus escándalos. Si le decís quién soy, ¿sabéis qué pasará? Se verá obligado a entregarme al tribunal. No escapé de Newgate porque el alojamiento no fuera de mi agrado. Escapé porque pretendían colgarme, y si vuelven a cogerme eso es exactamente lo que pasará. Os veo muy preocupada por la reputación del señor Melbury, y en cambio veo que mi vida os preocupa muy poco.
Durante unos minutos, no dijo nada.
—No lo había pensado. ¿Por qué me habéis puesto en esta situación? ¿Por qué habéis tenido que venir aquí?
—Nunca he querido causaros problemas. Lo único que quiero es descubrir quién mató a Walter Yate y quién lo arregló todo para que el juez prácticamente ordenara al jurado que me declarara culpable. Una vez que lo descubra y pueda demostrarlo, podré recuperar mi vida. Hasta entonces, haré lo que tenga que hacer.
—No entiendo que lo que tengáis que hacer os obligue a frecuentar la compañía de Melbury.
—No hace falta que lo entendáis.
—Si tratáis de hacerle daño, nunca os lo perdonaré.
—¿No podríais dejar de pensar en mí con tanto escepticismo? Solo os diré una cosa, para que al menos estéis tranquila. Mi verdadero enemigo es Dennis Dogmill… Lo sé casi con total seguridad. Si puedo utilizar a vuestro marido para conseguir lo que quiero de Dogmill, lo haré. Que él se beneficie de mis actos no será más que una consecuencia. De verdad, no pretendo hacerle ningún daño.
—Os creo. Sin embargo, también me gustaría creer que no permitiréis que le pase nada malo.
—No pondré su seguridad por encima de la mía, Miriam, por muy importante que él sea para vos.
—No me llaméis así. No es apropiado.
—Mary, entonces.
Dejó escapar un suspiro.
—Debéis llamarme señora Melbury.
—No pienso hacer tal cosa. No mientras esté enamorado de vos.
Ella trató de apartarme y, de no ser porque la aferré con fuerza, me hubiera dejado solo en la sala de baile. No podía permitirlo y, tras su resistencia inicial, pareció comprender que irse hecha una furia podía significar mi ruina.
Así que optó por otro enfoque.
—Si volvéis a decir eso me marcharé de aquí y tendréis que dar muchas explicaciones. Ahora estoy casada, señor, no soy la persona apropiada para vuestros afectos. Si me tenéis en alguna estima, lo recordaréis.
—Lo recuerdo, y no os hablaré de cuán profundo es ese respeto mientras lo comprendáis.
—Tengo entendido que también tenéis en mucha estima a la señorita Grace Dogmill.
No pude evitar reír.
—No esperaba que estuvierais celosa.
—No son celos —dijo ella con frialdad—. Solo digo que está muy mal cortejar a una joven, sin preocuparos por su reputación, si vuestros sentimientos no son sinceros.
Preferí no contestar a su reprimenda en relación a la reputación de la señorita Dogmill. Quizá porque sabía que tenía razón: era muy desconsiderado por mi parte cortejarla, por muy frívolo que fuera. ¿Cómo podía ser honesto con aquella dama si ni siquiera podía decirle mi nombre?
—La señorita Dogmill y yo nos entendemos muy bien —dije tratando de parecer menos cruel.
—Algo he oído de su habilidad para entenderse bien con los caballeros.
La música había terminado, y no me quedó más remedio que dar por finalizado nuestro baile. Miriam y yo habíamos cruzado duras palabras. Habíamos discutido y los dos habíamos dicho cosas desagradables. Aunque ella seguía estando casada, me congratulé por lo que consideré un éxito considerable.
Al día siguiente, me fui a un café y empecé mi habitual ritual de hojear los diarios para ver qué decían de mí. Los periódicos whigs hablaban y hablaban de Benjamin Weaver y la muerte de Arthur Groston… asesinado, se insinuaba, como parte de una trama orquestada por el Pretendiente y por el Papa. Estas acusaciones me hubieran parecido irrisorias de no ser porque sabía que a la mayoría de los ingleses no les parecían del todo absurdas. No había cosa que asustara más a los británicos que pensar en las maquinaciones del Papa para arrebatarles su libertad e imponerles un régimen absoluto y totalitario como el que regía en Francia.
Sin embargo, los periódicos de los tories se exclamaban llenos de ira. Nadie salvo un necio o un whig —que viene a ser prácticamente lo mismo, decían— creería que aquella nota era auténtica, y que Weaver dejaría una confesión escrita junto al cadáver. El autor del artículo, anónimo, decía haberse carteado conmigo en el pasado, lo cual era muy posible, y podía certificar que mi estilo y mi caligrafía eran superiores a los que se encontraron en la epístola asesina. Alguien, denunciaba sin llegar a decir abiertamente quién, quería que la gente creyera que había una trama contra el rey, cuando en realidad la trama era contra los tories.
En general, es algo extraño alcanzar cierta fama y ver el propio nombre citado por unos y por otros en los diarios. Pero otra cosa muy distinta es que lo conviertan a uno en una pieza de ajedrez en el tablero político. Podría decirse que yo era un peón, pero creo que eso desmerecería en mucho el carácter oblicuo de mis movimientos. Un alfil, quizá, desplazándose por extraños ángulos, o un caballo, saltando de un lugar a otro. No me gustaba aquella sensación de que unos dedos invisibles me cogían para desplazarme de una casilla a otra del tablero. En cierto modo, era halagador que los partidos quisieran convertirme en su aliado, o hasta en su enemigo. Pero no me complacía en modo alguno que mataran a nadie en mi nombre, por muy indeseable que fuera.
Estos eran mis pensamientos cuando vi que un crío de once o doce años decía en voz alta el nombre que Mendes y yo habíamos acordado.
—No tengo que preguntarle su nombre de verdad —me dijo cuando lo llamé—, solo tengo que preguntar si espera usted algo del señor Mendes.
—Lo espero.
El crío me entregó el papel, yo le di una moneda y nuestra transacción terminó. Abrí la nota, que decía lo siguiente:
B.W.:
Como me pediste, he hecho algunas averiguaciones y me han dicho que podrías encontrar a los dos hombres en el mismo edificio, una casa que pertenece a la señora Vintner, en Cow Cross, Smithfield. Es lo que he oído, aunque te aviso de que mi fuente vino prácticamente hasta mí y se mostró excesivamente deseosa de darme la información. En resumen, es posible que alguien quiera engañarte para que vayas a ese lugar. Lo dejo a tu discreción.
Atentamente,
Mendes
Estuve mirando la nota unos minutos, con la poderosa sospecha de que la persona que quería hacerme ir hasta aquel lugar era el propio Wild. A pesar de todo, confiaba en que, con un poco de cautela, podría enfrentarme a cualquier trampa que estuviera aguardándome. En consecuencia, volví a casa de la señora Sears y una vez más me transformé en Weaver. Luego fui hasta Smithfield y, tras preguntar una o dos veces por Cow Cross, encontré la casa de la señora Vintner.
Durante un rato estuve caminando por la zona, a fin de averiguar si alguien vigilaba la casa. No vi nada sospechoso. Ciertamente, mis enemigos podían estar acechando en el interior, pero ya me ocuparía de eso cuando llegara el momento.
Llamé a la puerta y abrió una vieja dama que parecía alegre y frágil. Tras un breve intercambio en el que verifiqué que los dos hombres, Spice y Clark, estaban dentro, tuve la certeza de que, si algún rufián o guardia me esperaba en el interior, aquella dama no sabía nada. Me pareció una mujer sencilla y amable, incapaz de cualquier doblez.
Así pues, seguí sus indicaciones, subí al cuarto piso y esperé un momento ante la puerta antes de llamar. No oí crujir ninguna tabla en el suelo, ni movimiento de cuerpos. El olor no apuntaba a que hubiera allí una acumulación de personas. De nuevo, tuve la confianza suficiente para entrar sin temor a ser atacado. Así pues, llamé y me dijeron que entrara.
Greenbill Billy estaba esperándome.
—No corras —me dijo levantando una mano como si pretendiera con ello evitar mi huida—. Aquí no hay nadie más que yo, y después de la paliza que diste a mis chicos la última vez, no me apetece tratar de atraparte yo solo. Solo quiero hablar contigo, nada más.
Miré a Greenbill y traté de dilucidar su expresión, pero su rostro era tan delgado y tenía los ojos tan separados que la naturaleza había fijado en él una expresión permanente de perplejidad. Supe que no podría sacar nada por ahí, pero también sabía que, si quería hablar conmigo, tendría que ser con mis condiciones.
—Si quieres hablar conmigo, iremos a otro sitio.
Él se encogió de hombros.
—Me es inverosímil. ¿Dónde vamos?
—Te lo diré cuando lleguemos. No vuelvas a decir una palabra hasta que yo me dirija a ti. —Le cogí del brazo y le hice levantarse. Era de constitución corpulenta, pero sorprendentemente ligero, y no opuso ninguna resistencia. Bajamos la escalera (le hice bajar a él delante, para poder controlar sus movimientos), pasamos por la cocina de la señora Vintner, que olía a col hervida y pasas, y salimos por la parte posterior de la casa, que daba a una pequeña calleja. Allí no vi que nadie nos vigilara o quisiera atacarme, así que empujé a Greenbill hasta Cow Cross. Mi preso caminaba alegremente, con una mueca estúpida en la cara, pero no dijo nada, no preguntó nada.
Lo llevé a John's Street, donde alquilé un carruaje con relativa facilidad. En el carruaje, seguimos en silencio; no tardamos en llegar a un café en Hatton Garden, empujé a Greenbill al interior e inmediatamente reservé una sala privada. Una vez tuvimos nuestras bebidas delante —no se me pasó por la imaginación que podría sacarle información si primero no le calmaba la sed—, decidí continuar con nuestra charla.
—¿Dónde están Spicer y Clark? —pregunté.
Él sonrió como un tonto.
—Esa es la cuestión, Weaver. Están muertos. Esta mañana se lo he oído decir a uno de mis chicos. Están en el piso de arriba de la casa de una alcahueta en Covent Garden, con una nota al lado que pone que lo hiciste tú.
Permanecí en silencio unos momentos. Bien podía ser que Greenbill se hubiera inventado aquello, aunque no acertaba a imaginar por qué. La cuestión era cómo lo sabía y por qué quería hablar conmigo.