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Authors: Juan Kresdez

Tags: #Histórico, Intriga

La conjura de Córdoba (10 page)

BOOK: La conjura de Córdoba
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Nadie se atreverá a cortarte el pescuezo hasta que estén seguros de su situación.

Tendremos oportunidad de echar la culpa al Hachib —Yawdar cogió la cara del chiquillo con sus manos, se la acercó a la suya, y le estampó un apasionado beso en la boca. Sabía que Faiq desaprobaría que manoseara al esclavo, pero no pudo reprimir el provocarle. Adivinó que aquel beso le había producido náuseas a su amigo y le regocijó. Se plegó a su deseo de respetar la vida de Al-Mushafi por no estropear cuanto habían planeado, seguro de haber cometido un error y, mientras sacaba de quicio a su cómplice, discurría una salida para conservar la vida si fracasaban en el intento.

—Tu pesimismo me desconcierta. Solamente son diez hombres los que han asistido a la convocatoria del Hachib. Ninguno con el poder suficiente para contradecirle y menos para oponerse a su petición. La tranquilidad de la ciudad indica que nadie conoce la noticia de la muerte del Califa y eso nos favorece. Al-Mushafi cumplirá con el compromiso y con su palabra —dijo Faiq y se volvió de espaldas para no observar las impúdicas caricias con que Yawdar magreaba al muchacho y ocultar el asco que sentía de las viciosas manifestaciones de lujuria. No comprendía la indecencia de Yawdar. Jamás nadie participaba a otros de sus pasiones. La discreción era una regla de oro y los encuentros con los amantes se hacían tan íntimos como secretos.

—Entonces no tenemos motivo de preocupación. Vete a tus habitaciones y descabeza un sueño. Si ocurriera algo nuevo te despertaré de inmediato —Yawdar seguía metiendo mano al chico que se retorcía como un felino. Faiq se giró y fulminó a Yawdar con una flamígera mirada.

—Eres tú quien estaría mejor en tu cuarto y continuar allí con las marranadas.

Yawdar, con los ojos inexpresivos, fríos como dos témpanos de hielo, lanzó una estruendosa carcajada.

—Pensaba que te seguían gustando los adolescentes, pero veo que la edad hace estragos.

Cuando Faiq se disponía descargar sobre el Gran Halconero toda la agresividad que tenía almacenada, se abrió la puerta y entró un esclavo de los que estaban de guardia.

—El tesorero Durri ha llegado.

Yawdar se puso en pie y el muchacho desapareció como una sombra. El pobre estaba asustado y temía las represalias que había adivinado en los ojos del
Sabih Al-Burud.

—Córdoba reposa con el espíritu de los justos. Ni un alma por las calles. Esta noche hasta los borrachos han decidido dormir a pierna suelta.

Durri irrumpió en el salón con el semblante contento. Un eunuco de baja estatura y cabeza grande y desproporcionada que cuando se ponía el turbante parecía una gran calabaza moviéndose sobre dos cortas y torcidas piernas. Se había sumado a la conjura sin necesidad de convencerle. Acusado de malversación, se había visto obligado a regalar al Califa su almunia de Guarromán, una de las hermosas propiedades cordobesas a la que había dedicado largos años e ímprobos esfuerzos para dotarla de árboles exóticos y viveros de plantas traídas de los mas recónditos rincones del mundo. En esa plantación se habían aclimatado la mayoría de las verduras y frutas traídas de Oriente que ahora se consumían en el califato. La admiración de los agricultores y hortelanos y la envidia de los cortesanos. Este gesto de generosidad impuesto para obtener el perdón de Al-Hakam II le había hecho sangrar el corazón. Cuando Faiq le comunicó el proyecto de entronizar a Al-Mugira y anular al príncipe Hisham vio la oportunidad de vengarse de Al-Hakam II y se puso a trabajar en la conjura con el entusiasmo y la energía que años atrás había desplegado en la almunia. Jamás pensó encontrar la oportunidad de devolver el golpe y la ocasión la consideró un milagro, una recompensa por su trabajo y abnegación que el Califa había despreciado por simples habladurías. Señor de Baena, influía en los grandes terratenientes que acudían a él con sus quejas por pertenecer al grupo de grandes oficiales del Califa, tesorero del propio Al-Hakam II.

Faiq le había enviado al palacio del gobernador de Badajoz y a casa del cadí de Alcocer do Sal que se encontraban en la ciudad.

—Habla y no te andes con rodeos. Faiq está que se arranca los pocos pelos que le quedan —Yawdar, con una mano en la empuñadura de su daga, tampoco reprimía su estado de ánimo pese a su estudiada indiferencia.

—Se suman al proyecto. Están de acuerdo, sin embargo, el gobernador de Badajoz quiere también serlo de Mérida. Le adelanté que no habría inconveniente. El gobernador de Mérida es de los fieles al juramento de Al-Hakam II y nos convendrá deshacernos de él desde los primeros momentos. El cadí de Alcocer no pidió nada.

Está convencido de la elección. Concretamente dijo: «Dios nos ilumina y nos muestra el camino de librarnos de la regencia de Al-Mushafi».

—¡Debimos arrancarle el corazón! —repitió Yawdar con resentido arrepentimiento.

—Después de la jura de Al-Mugira tendremos tiempo sobrado para quitarlo de en medio y muchos nos lo agradecerán —la expresión de Faiq se había relajado, saboreaba el éxito.

—¿Les comunicaste la muerte del Califa? —preguntó Yawdar.

—No. Solamente les hablé de la gravedad de la enfermedad y que esperábamos el fatal desenlace en cualquier momento.

—Nadie debe saber la verdad hasta que estemos todos en el gran salón para celebrar el juramento, con Al-Mugira en el sitial del Califa. Así no habrá posibilidad de retroceso —a Yawdar le obsesionaba dejar cabos sueltos.

Una llamada a la puerta interrumpió la conversación. Un mensajero de la Casa de Correos alargó dos pergaminos enrollados a Faiq y se retiró sin despegar los labios.

—El gobernador de Sevilla se une a nosotros —dijo Faiq enarbolando uno de los rollos.

—Cuidado, el cadí de Sevilla es Abi Amir. Uno de los reunidos en el palacio de Al-Mushafi —puntualizó Yawdar.

—Ahí está el motivo de su decisión. Está hastiado de las intromisiones de Abi Amir y sobre todo no le perdona que le desalojara del palacio que ocupaba —aclaró Durri que estaba al corriente de cuanto concernía al administrador de la Princesa Madre y de su hijo, el príncipe Hisham. En los talleres de orfebrería de palacio había hecho muchas joyas para Abi Amir, que se complacía con hacer suntuosos regalos.

Durri se los proporcionaba con harto dolor de su corazón. El odio que sentía Durri por Abi Amir nació el día del nombramiento de este como administrador de la
Sayyida Al-Kubra
. Al-Hakam II habló de este cargo y Al-Mushafi se adelantó a presentar sus candidatos antes de que los eunucos hubieran decidido a quiénes propondrían. Seguros de obtener el puesto para uno de los suyos, subestimaron al Hachib y se habían olvidado de prever el poder que tiene una mujer cuando ha dado a luz un hijo destinado a ser el heredero del califato. Cuando el Hachib presentó a sus recomendados, el Califa se limitó a decir: “Subh, la
Sayyida Al-Kubra
, es quien tomará la decisión, el hombre que ella elija será quien desempeñe el puesto”. Subh apreció el magnífico regalo del Califa y, azuzada por el encono nacido en su alma contra los eunucos de quienes había recibido todo tipo de vejaciones desde su primer día en el harén, optó por Abi Amir, el joven que había conocido presentado por el cadí Al-Salim. “Un hombre de verdad, libre y de antiguo linaje” —se dijo para sí la Princesa y se relamió de gusto al contemplar la cara de estupor de los emasculados.

Durri fue el más afectado, él había acariciado añadir ese cargo a los que ya poseía y el desengaño le infundió un odio imperecedero hacia Abi Amir.

—El cadí de Carmona está preparado para dirigir la oración de los viernes en honor de Al-Mugira —el rostro de Faiq resplandecía de contento.

—También estarán con nosotros los gobernadores de Málaga y Toledo. La semana pasada recibí cartas de ellos donde exponían su desacuerdo con el nombramiento de un menor como califa y consentir que el gobierno continúe en manos de Al-Mushafi —apuntó Durri con los ojos radiantes por cuanto esperaba en el futuro.

Yawdar miró regocijado a Faiq. En su expresión se leía un irónico reproche: “Te aconsejé matarle y no me escuchaste. Tendremos que ejecutarle y no será tan fácil.

Muchos pueden echársenos encima”. Faiq adivinó el pensamiento del Gran Halconero y sonrió a su vez.

—Al-Mushafi, como veo, tiene muchos detractores, ahora bien, ninguno está aquí en estos instantes. Para consumar el proyecto donde nos hemos empeñado necesitamos del Hachib, sin su concurso tendremos una corte divida y una ciudad imprevisible. Córdoba empuñará las armas si piensa que hemos traicionado el deseo del Califa que tanto ha amado —Faiq conocía el desprecio que sentían los cordobeses por los grandes oficiales eunucos y temía presentarse sin el respaldo del Hachib y los visires de cierto relieve.

—Enviemos un destacamento de la guardia y acabemos con cuantos se encuentren en el palacio de Al-Mushafi. Al fin y al cabo, son diez hombres. La corte habrá aprendido la lección y se plegará a los hechos —aventuró Durri, envalentonado.

Saboreaba el poder que creía tener en la punta de los dedos.

—Es imposible. No podemos aparecer mañana con un montón de cadáveres y presentar a un príncipe sin designación para que le jure Córdoba. Habríamos iniciado la guerra —se horrorizó Faiq y despreció la belicosidad irresponsable del pequeño tesorero.

—Piensa por un momento en una traición. Cabe la posibilidad de que Al-Mushafi y los reunidos intenten tomar la ofensiva para anularnos y deshacer el trabajo de tantos meses —objetó Yawdar desconfiado.

—Tendrían que atacar el Alcázar y carecen de fuerzas para intentarlo. Abi Amir ha llegado con unos esclavos; los hermanos Tumlus se han hecho acompañar por soldados bisoños; Hisham ibn Utman con su escolta personal, un grupo de hombres tan vanidosos como él; el hijo del Hachib tiene a sus efectivos en la prefectura y los demás, desarmados y con muchos años encima para empuñar la espada —contemporizó Faiq fiado de los informes de sus agentes. Mentalmente calculó las rentas de cada uno de los convocados en el palacio del Hachib y se sintió satisfecho.

Consideró que cada cual se aferraría a sus beneficios si Al-Mushafi les prometía continuar donde estaban como le habían aconsejado. Quizá fuera Abi Amir quien opusiera mayor resistencia. El cargo de administrador del Príncipe le elevaría aún más si Hisham se proclamase califa, como fue el deseo de su padre, pero un solo hombre y sin ejército detrás que le respaldase carecía de peligro. Al-Mushafi sabría convencerle.

—¿Cómo crees que reaccionará el harén, Subh en concreto? —preguntó Durri que paseaba inquieto sin poder contener los nervios.

—Hemos cerrado las puertas y apostado las guardias. Nadie puede entrar o salir sin nuestro conocimiento. Cuando abramos será para anunciar a las mujeres la proclamación de su Señor —Yawdar, con el odio acumulado sobre el género femenino, hizo un gesto de desprecio. Le castraron con quince años cumplidos, había saboreado las mieles el sexo con una vecina de su aldea antes de que le vendieran como esclavo y cuando contemplaba a una mujer joven se le despertaban los recuerdos de los furtivos encuentros de su juventud y ante la impotencia, el furor le dominaba y le surgía un dolor irresistible allí donde tuvo los atributos varoniles.

Adjudicó la culpabilidad de su desgracia a las mujeres y, cuando la ocasión se presentaba propicia, las mortificaba con exquisito placer. Solamente le inspiraban lástima y las trataba con cierta consideración cuando los años habían marchitado la belleza, las carnes colgaban fofas y las arrugas reflejaban la decrepitud. «Viejos seres asexuados» —decía consolado y complacido.

—La
Sayyida Al-Kubra
es ambiciosa y retorcida como una serpiente. Aunque nadie les ha sorprendido, juraría por Allah que es amante de Abi Amir —Durri arrastró las palabras con marcado acento de resentimiento.

—El Califa ha muerto y con él la protección que disfrutaba la
Sayyida Al-Kubra
. Se consumirá entre los muros del harén, sola y sin su hijo. Entronizado Al-Mugira, su madre, Mishtaq, ocupará el primer lugar y a continuación la concubina con quien ha tenido hijos. Mishtaq odia a Subh y Murchana, la madre de Al-Hakam II, es demasiado vieja para hacerle sombra. El harén lo dominaremos como lo hacíamos antes de que pariera Subh.

Faiq recordó con añoranza los tiempos en que los verdaderos amos del serrallo habían sido ellos. Al-Hakam II, durante muchos años, mantuvo sus pasiones dirigidas hacia los efebos y el contacto con mujeres lo relegó a esporádicos encuentros. A su madre la visitaba de vez en cuando y la colmaba de regalos pero jamás la dejó inmiscuirse en asuntos de estado. Murchana apenas se ocupaba de otra cosa que de su pequeña corte de esclavas y su hijo no consultaba con ella. De este modo, Al-Hakam II se desentendió del harén y lo puso en manos de los eunucos hasta que, acuciado por su amigo Al-Mushafi y otros visires que temían por la ausencia de un heredero, consiguió embarazar a Subh, la pequeña vascona, su Chafar, como la llamaba cariñosamente. Subh obtuvo de Al-Hakam II cierta independencia y la aumentó cuando Abi Amir ocupó el cargo de administrador. La
Sayyida Al-Kubra
, alentada por sus consejos, se había liberado de las garras opresivas de los emasculados y adquirió un grado de libertad como jamás mujer alguna había conseguido dentro del gineceo cordobés. Desde su palacio en Medina Al-Zahra había dispuesto de su vida y de la de su hijo a su antojo, sin otras explicaciones que aumentar las prerrogativas que le dispensaba Al-Hakam II. Faiq lo sufrió como un desprecio a sus méritos, Yawdar como una vejación sin precedentes y Durri como una traición del mismo Califa hacia sus fieles servidores.

Faiq ocultó una sonrisa que pugnaba por aflorar a sus labios. Pensaba que desde que los médicos le recomendaron al Califa trasladarse desde Medina Al-Zahra a Córdoba en busca de alivio para su enfermedad y el harén ocupó las antiguas dependencias del Alcázar, Subh estaba enclaustrada como el resto de las mujeres, tenía sus alas cortadas. Aquí había perdido la oportunidad de disfrutar de su libre albedrío y las visitas que había recibido de Abi Amir habían sido vigiladas.

—A ese engreído de Abi Amir le gustan tanto las mujeres de otro que hasta compró una esclava desflorada. Ese hijo que tiene bien pudiera ser de otro —rió Yawdar y llamó a un esclavo para que sirviera la cena.

—Eso dicen los mentideros de Córdoba, que le engañaron y le vendieron una esclava embarazada. Me muero de hambre —aplaudió Durri y miró a Faiq con una leve interrogación en las pupilas.

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