En el año 48 a.C., una jovencísima Cleopatra, la última heredera de los faraones y de la sangre de Alejandro Magno, comparte el trono de Egipto con un hermano al que aborrece, Ptolomeo. Muy lejos de allí, en Grecia, se decide el futuro de la república romana, encarnado en el enconado enfrentamiento de sus dos generales más carismáticos: Pompeyo y Julio César. Alejandría se convierte en el escenario de este decisivo episodio en el que, finalmente, acabarán encontrándose los intereses y las pasiones de Cleopatra, una mujer dotada de una inteligencia excepcional y que gobierna con mano firme en un mundo de hombres, y de César, el estratega y político más brillante de su tiempo, decidido a convertir Roma en la ciudad más poderosa del mundo.
Javier Negrete
La hija del Nilo
ePUB v1.0
AlexAinhoa03.08.12
Título original:
La hija del Nilo
Javier Negrete, 07/2012.
Diseño/retoque portada: Calderón Studio, 2012
Editor original: AlexAinhoa (v1.0)
ePub base v2.0
Para Jorge y Yolanda.
Espero que este segundo viaje
al Nilo os guste tanto como
el que hicisteis juntos.
1Año 699 de la fundación de Roma, en el consulado de Marco Licinio Craso y Gneo Pompeyo el Grande
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.Roma es cada vez más poderosa, y sin embargo la República se desangra desde hace décadas en conflictos civiles. Tras el encarnizado enfrentamiento entre Mario, Sila y sus respectivos partidarios, se han vivido tiempos de relativa calma; pero la hostilidad se empieza a acumular de nuevo entre las clases sociales y, sobre todo, entre los miembros de la élite, educados en una ética de competencia despiadada.
Hace cuatrocientos cincuenta años que los romanos expulsaron a los reyes e instauraron un régimen de equilibrios de poder. Ahora, esos equilibrios que sirvieron para gobernar una ciudad se están demostrando inútiles para administrar un imperio que se extiende desde las Columnas de Hércules hasta Siria. El poder de los grandes generales, hombres capaces de alistar y mantener ejércitos más leales a ellos que a la República, no deja de acrecentarse. La pregunta es cuál de esos caudillos militares se convertirá en amo y señor de Roma. El más prestigioso entre ellos es Pompeyo el Grande, el hombre que barrió a los piratas de todo el Mediterráneo, conquistó Oriente y trajo a Roma un botín que desafía toda imaginación.
Pero una nueva estrella se empieza a alzar en el oeste. El procónsul Gayo Julio César lleva tres años de conquistas sin interrupción en la Galia. En el verano del año 699 de Roma tiende un puente sobre el Rin y lo cruza para advertir a los germanos de que en cualquier momento puede invadir su país. Al mismo tiempo, está emprendiendo preparativos para atravesar el canal de la Mancha y llevar los estandartes romanos por primera vez a la brumosa isla de Britania.
Gracias a las victorias y al botín obtenido, César se hace cada vez más poderoso y amenaza con eclipsar la gloria de Pompeyo el Grande. Por el momento, las relaciones entre ambos se mantienen cordiales, ya que Pompeyo está casado con Julia, la hija de César. Pero entre la nobleza romana hay muchos enemigos de César que, temiendo que se convierta en tirano, intentan malquistarlo con su actual aliado. Es sólo cuestión de tiempo que la violencia estalle de nuevo, rompa todos los diques y salpique de sangre Roma y sus dominios.
Prácticamente todas las orillas del Mediterráneo son dominio de los romanos, que con razón lo denominan Mare Nostrum. Una de las pocas excepciones se encuentra en Egipto; reino que, sin embargo, mantiene un pacto de alianza y amistad con el pueblo romano.
En Egipto corre el año 3 del reinado de Berenice Epifania. La joven reina usurpó el trono a su padre Ptolomeo Auletes, aprovechando que éste había abandonado el país para viajar a Chipre y reclamar a los romanos la devolución de la isla. Ahora la joven soberana gobierna Egipto como han hecho todos los Ptolomeos desde hace casi tres siglos, sin apenas moverse de Alejandría ni molestarse en aprender la antiquísima lengua de los faraones.
Por su parte, el derrocado Ptolomeo Auletes se ha instalado en Roma, gastando dinero a manos llenas y endeudándose allí donde no alcanzan sus fondos, todo ello para sobornar a los políticos más influyentes y conseguir que le devuelvan el trono de Egipto.
Pero Berenice no es la única hija de Auletes. En la ciudad de Menfis se encuentran los cuatro hijos de su segunda esposa. Dos de ellos son varones de siete y cuatro años, y ambos se llaman Ptolomeo. También está allí Arsínoe, de trece años.
Y la mayor de los cuatro, una joven portadora del nombre más prestigioso entre los herederos de la vieja Macedonia, el mismo que llevó la hermana del legendario Alejandro Magno.
Cleopatra...
EL VIAJE DEL AGUA
La noche en que cumplió quince años, la segunda de la inundación, Cleopatra se bañó en el Nilo junto a cientos de personas que ignoraban que aquella joven era una princesa de Alejandría.
Mientras la corriente acariciaba su piel desnuda y la luna llena tejía hilos de plata en el agua, Cleopatra cerró los ojos para imaginar que su espíritu se convertía en un ibis blanco y remontaba el río buscando sus lejanas raíces.
Aunque ella apenas podía intuirlo, el agua que bañaba su cuerpo había iniciado su fantástico viaje semanas antes, en las postrimerías de la primavera, miles de kilómetros
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al sur de Egipto.
Al acercarse el verano, como todos los años, la costa y el interior de Somalia y Etiopía habían comenzado a caldearse aún más bajo los rayos casi verticales del sol. En contacto con el suelo ardiente, el aire se calentó y ascendió a las alturas, dejando sitio libre para que lo ocupara un viento que provenía del océano Índico, más allá incluso del ecuador.
Ese viento, que arrastraba consigo la humedad del mar, pasó por encima del árido país de Punt. Avaro, no se dignó soltar una gota de lluvia sobre aquellos parajes ocres y agrietados. Pero cuando llegó a las Tierras Altas de Etiopía y sopló sobre montañas y planicies que se elevaban a más de dos mil metros, la corriente de aire se enfrió, y al hacerlo ya no pudo seguir reteniendo en su seno todo el líquido que le había robado al Índico.
El agua empezó a condensarse en gotitas. Aunque minúsculas, eran tan numerosas que pronto formaron nubes altas y negras, monstruosos cumulonimbos cuyas cimas se elevaban varios kilómetros, alcanzando las alturas donde ni las águilas sueñan con volar. Las nubes se hincharon hasta convertirse en yunques colosales robados de la fragua de Hefesto. Por fin, sus costuras reventaron y soltaron el agua en espectaculares trombas, acompañadas de rayos que rasgaban el cielo y de truenos que hacían retemblar las Tierras Altas de este a oeste. Mil aguaceros confluyeron en el gran cuenco del lago Tana, cuya superficie hervía acribillada por la violencia de la lluvia.
Otro lago habría subido de nivel hasta desbordar sus orillas. Pero el Tana no, pues miles de años antes sus aguas habían excavado una salida en su parte sureste. Aquel drenaje, el nacimiento del Nilo Azul, fluía plácidamente el resto del año. Mas ahora la corriente se encabritó como una manada de caballos furiosos y se abrió paso bramando entre las angostas rocas.
En el gran ciclo de ciclos que es el tiempo, todo trata de retornar a su origen, y por eso los ríos siempre buscan el mar. Pero el Nilo, renacido cada año como el dios Osiris, no regresaría jamás al Índico, sino que emprendería un fantástico y tortuoso viaje.
El río, conocido como Azul pese a que sus aguas corrían pardas, se dirigió primero hacia el sureste. Tras precipitarse por unas rugientes cataratas de cincuenta metros de altura, levantando cortinas de espuma que los lugareños llamaban «el humo sin fuego», trazó un rodeo hacia el sur primero y después el oeste. Mientras viajaba, la corriente abría su propio sendero, una larga cicatriz excavada entre rocas y montañas, un profundo cañón cuyas paredes se alzaban en muchos lugares más de mil metros sobre el agua.
Todas aquellas montañas y planicies habían nacido millones de años atrás, en un tiempo anterior a los humanos y a los mismos dioses, cuando las convulsiones de Gea crearon el mar Rojo y separaron Arabia de África. Debido a esos movimientos telúricos, las Tierras Altas de Etiopía estaban formadas de rocas volcánicas, muy nutritivas para las plantas y relativamente blandas. Las lluvias y los torrentes arañaban aquellos basaltos, los lijaban como una incansable escofina y arrastraban ingentes cantidades de limo oscuro que teñían de marrón las aguas del Nilo.
Cargada con todo aquel abono, la crecida describió una audaz curva hacia el norte. Después de abandonar las Tierras Altas, a mil quinientos kilómetros de las Fuentes del Sol donde había nacido, se encontró con el Nilo Blanco.
Éste, a su vez, había realizado ya un larguísimo viaje desde los grandes lagos situados en las Montañas de la Luna, en el mismo corazón de África. Pero venía muy debilitado tras atravesar el laberinto pantanoso del Sudd, una trampa donde sus aguas se enfangaban y estancaban y donde los rayos del sol le arrebataban más de la mitad de su caudal. Para el Nilo Blanco, la llegada de su hermano Azul resultaba providencial: de no ser por su aporte, no habría sido capaz de atravesar las candentes arenas del Sahara y habría desfallecido de sed entre las dunas para terminar muriendo en alguna depresión de aguas estancadas.
Al unirse ambas corrientes, las aguas pardas del Azul se rizaban sobre las del Blanco, que se hundían bajo ellas en señal de sumisión. Juntos, y tras recibir el abrazo de otro gran afluente, el Astaboras, prosiguieron hacia el norte ya como un solo Nilo, atravesando el desierto de Nubia. Después de cruzar una zona de rápidos y escollos conocida como «catarata», el gran río bañó las orillas anaranjadas de Meroe. Las aguzadas pirámides de arenisca de su capital, Kush, presenciaron su paso con la apática serenidad de la piedra.
Sin detenerse a descansar, el Nilo describió otro gigantesco meandro, una inesperada curva hacia el suroeste que lo internó en el desierto más de trescientos kilómetros antes de reanudar su viaje hacia el norte. Mientras tanto, seguía precipitándose por más rápidos sembrados de rompientes que reducían a astillas las escasas embarcaciones de los audaces que se aventuraban a intentar sortearlos.
Por fin, después de acelerarse por última vez en la sexta catarata, el gran río entró en el país de los faraones. Allí se separó en dos durante un par de kilómetros para rodear la isla de Elefantina. En ésta se encontraba el primer nilómetro, unas escaleras talladas en piedra que descendían hacia el lecho del río. Hinchadas por la crecida, las aguas subieron y fueron cubriendo las marcas grabadas desde hacía miles de años en las paredes de la escalera. Había muchos más nilómetros a lo largo del río; pero el de Elefantina ofrecía un indicio de cómo sería la inundación, si escasa, generosa o destructora.
A partir de Elefantina, la corriente ya no perdió de vista su destino final, el Mediterráneo. Durante cientos de kilómetros atravesó el Alto Egipto, un país superpoblado y al mismo tiempo el más angosto del mundo, pues el valle apenas llegaba a los quince kilómetros de anchura. Se trataba de un paraje asombroso, creado por el propio río. Si éste desapareciera, las arenas no tardarían en adueñarse del lugar, ya que allí podían pasar años enteros sin que cayera una sola gota de lluvia.