El paso del fértil valle del Nilo al desierto que lo rodeaba por ambos lados era abrupto, repentino. Sin transición. Uno podía plantar el pie derecho en Kemet, la nutricia Tierra Negra, y el izquierdo en Deshret, la estéril Tierra Roja, dominio de Seth, señor del Caos.
En el remoto pasado, la crecida arrancaba grandes trozos de ribera, borraba las lindes de los campos y modificaba el propio cauce del río. Pero desde hacía miles de años los egipcios habían excavado una intrincada red de canales, acequias y diques que domesticaban la riada y pastoreaban las aguas hasta parcelas que se convertían en extensos lagos rectangulares. Sobre ellos, las ciudades y los poblados se alzaban como islas desperdigadas sobre un nuevo mar, y los caminos construidos sobre terraplenes se convertían en puentes.
Las aguas siguieron subiendo más allá de Tebas la de las Cien Puertas, discurriendo entre los dos desiertos, el de Libia y el de Arabia. Tras bañar decenas de ciudades y cientos de aldeas, poco antes de llegar al Bajo Egipto, donde el río se dividía en siete bocas y creaba la región del Delta, el Nilo se acercó por fin a Menfis.
Menfis, Mennefer, «la hermosa y duradera», antigua capital del reino. Allí se alzaba el templo del dios Ptah, Hikuptah, que los griegos habían transcrito de oídas como Aíguptos, «Egipto», para dar nombre al país entero.
Y en el templo de Ptah se encontraba Cleopatra la víspera de su cumpleaños, horas antes de que Sopdet, la estrella Esplendente, volviera a levantarse tras setenta días sumergida en el inframundo del Duat y marcara el inicio de la inundación y del Año Nuevo.
EL TEMPLO DE PTAH, MENFIS
—Para los niños, quizá. Pero para Cleopatra y Arsínoe no hay perdón.
Se hallaban en la tercera hora de la noche, Aquella Que Corta las Almas. Ra, el dios Sol, recorría el tenebroso inframundo pilotando su barca nocturna, Mesketet, y estaba a punto de resucitar a Osiris. Pero durante el largo día sus rayos habían caldeado tanto la tierra que los sillares de los muros y las losas del suelo del patio seguían irradiando calor como ladrillos de horno.
Y, sin embargo, Neferptah se estremeció. A sus años, a la anciana rara vez le parecía que la temperatura fuese sofocante. Además, las palabras de Teócrito, el mercenario enviado por la reina, cortaban con un filo tan helado como la espada que llevaba al cinto.
—¿Que no hay perdón? —preguntó Neferptah—. ¿Se puede saber qué pecado han cometido mis nietas para necesitar que alguien las perdone?
Había intentado expresarse con tono enérgico. Por desgracia, los años habían lijado su garganta igual que la arena del desierto vecino había limado poco a poco sus dientes. Ella misma se dio cuenta de que la voz que brotaba de su boca sonaba áspera y aguda como el graznido de un cuervo.
—El pecado de nacer en el momento en que no debían —contestó Teócrito—. Es decir, después de la reina. Ahora, entrégame a los cuatro para que mañana puedan estar en Alejandría, mi señora Berenice.
—Dejé de responder por ese nombre hace mucho. Has de llamarme Neferptah.
—Como tú prefieras, señora —repuso Teócrito, despachando la objeción con un gesto displicente.
Cierto era que Neferptah había nacido como Berenice, y por sus venas corría la sangre de los Ptolomeos que gobernaban Egipto. Pero ese nombre, que compartía con la reina usurpadora, no significaba nada para ella desde hacía mucho tiempo. Ni siquiera se consideraba ya griega.
Por supuesto, seguía siendo perfectamente capaz de expresarse en koiné, la lengua común de los helenos, y ahora la estaba utilizando con aquel chacal hambriento de guerra. Pero cuando lo hacía, Neferptah se descubría a sí misma traduciendo mentalmente las frases que primero había pensado en egipcio. Incluso había dejado de soñar en griego; el día en que se dio cuenta de ello comprendió que su transformación se había consumado. Y aquello había ocurrido muchas décadas atrás.
Pero ahora los recuerdos de su pasado más remoto volvían por culpa de aquel mercenario.
Neferptah, otrora Berenice, era hija del rey Ptolomeo, octavo de tal nombre, que en vida se había hecho llamar a sí mismo Evergetes, «Benefactor». Sus súbditos, más maliciosos, se referían a él como Fiscón, «el Panzudo», y con tal apodo había pasado a las crónicas.
Durante mucho tiempo, Neferptah había guardado una imagen neblinosa de su padre. No obstante, conforme envejecía contemplaba cada vez con más nitidez las memorias más antiguas, del mismo modo que las recientes —lo que había desayunado esa mañana, sin remontarse más lejos— se le escabullían como carpas en un estanque.
Incluso después de tanto tiempo, el recuerdo que evocaba de él la hacía ruborizarse.
Tradicionalmente, los egipcios más pudientes se enorgullecían de comer mucho mejor que los costilludos y fibrosos campesinos; por eso, las estatuas de escribas y funcionarios los representaban con vientres orondos y pechos carnosos, casi femeninos. Pero la obscena exhibición de la gordura del padre de Neferptah provocaba en los demás la vergüenza que él parecía incapaz de experimentar. Obeso como un hipopótamo, Fiscón alardeaba de ello vistiéndose con túnicas de lino transparente a través de las cuales se contaban perfectamente los surcos que separaban sus mantecosas lorzas y se veía cómo se sacudían sus rollos de carne cada vez que se reía, tosía o soltaba alguna ventosidad sonora como un trueno y maloliente como una ciénaga mefítica.
La vida de Fiscón, epítome de los defectos de los Ptolomeos, había sido sangrienta como una tragedia y grotesca como una comedia de enredos y raptos. Siguiendo el ejemplo de sus antecesores, se casó con su hermana Cleopatra; pero al mismo tiempo lo hizo con la hija de ésta, que también se llamaba Cleopatra y que era su propia sobrina. «Así no se confunde de nombre en la cama», comentaban los maliciosos, que añadían cábalas sobre si el miembro real conseguiría asomar entre las adiposidades de su vientre al menos lo suficiente para insertar su semilla en alguna de sus esposas.
La primera Cleopatra, que era una mujer de armas tomar —como tantas de aquella temperamental dinastía—, incitó al pueblo de Alejandría contra el rey y contra su joven esposa. Los alejandrinos, aficionados desde hacía varias generaciones a las algaradas violentas, se dejaron convencer por ella, asaltaron el sector real de la ciudad, saquearon lo que pudieron e incendiaron varias dependencias. Mientras tanto, Fiscón huyó hasta el puerto privado de los Ptolomeos, transportado en una litera por diez nubios que no dejaban de jadear bajo aquella carga pese a que exhibían unos músculos dignos de Heracles. Neferptah, que tendría tres o cuatro años, lo recordaba perfectamente, pues ella, hija de una concubina real, había participado en la fuga en brazos de su madre.
Los exiliados se habían refugiado en Chipre. Allí gobernaba un hijo adolescente de Fiscón y su hermana Cleopatra, llamado Ptolomeo como todos los varones de la familia y conocido, para distinguirlo de otros, como Menfita. Fiscón no se anduvo con reparos y ordenó matar a su propio vástago, despedazarlo y enviar sus trozos a Alejandría en un cofre de cedro etiquetado con un papiro que rezaba: «Para mi amada esposa y hermana». Ni siquiera tuvo la decencia de embalsamar los despojos.
No era el primer hijo de Cleopatra al que eliminaba: ella había estado casada antes con otro de sus hermanos, Ptolomeo Filométor, del cual había engendrado a Ptolomeo Neo Filopátor. Cuando Cleopatra enviudó de un hermano y se casó con el otro, con Fiscón, éste no había esperado demasiado tiempo para librarse del potencial rival. De hecho, hizo que asesinaran a Neo Filopátor en el mismo festín de bodas. ¿Qué mejor ocasión? Al menos, en este caso podría alegarse a favor de Fiscón que sólo había matado a un sobrino, no a un hijo.
Según un mito griego que Neferptah había escuchado de niña, en el origen de los tiempos el titán Cronos castró a su padre Urano con una hoz y luego arrojó los genitales al mar. Durante aquella larga parábola, un reguero de sangre del miembro mutilado cayó sobre la tierra, y de dicha sangre nacieron las Erinias. Desde entonces, las tres criaturas de cabellos serpentinos se aparecían a todos aquellos que cometían crímenes contra sus padres, hijos o hermanos y los hacían enloquecer con la mirada de sus ojos rojos y candentes como brasas.
A pesar de ello, en opinión de Neferptah, los Ptolomeos, tanto los varones como las hembras, debían de ser inmunes al espanto de las Erinias, ya que asumían sus crímenes con total desparpajo y sin una pizca de remordimiento. Pese a toda la sangre que había corrido entre ambos, Fiscón y su hermana Cleopatra se reconciliaron y gobernaron juntos en Alejandría durante nada menos que ocho años.
Al menos, de las postrimerías de aquel violento reinado, Neferptah sólo sabía de oídas, pues para entonces ya no se encontraba en Alejandría, sino en Menfis.
La razón de su mudanza era que Fiscón podía ser un tirano cruel y grotesco, pero no del todo estúpido. Sabía de sobra que para gobernar Egipto desde Alejandría necesitaba congraciarse con la poderosa casta sacerdotal. Al igual que hicieron sus antecesores, había elegido como aliado al clero de Ptah, patrón de Menfis. Por eso la ciudad y el santuario recibían las mejores donaciones y privilegios. Y por eso Fiscón había casado a la menor de sus hijas, Berenice, con el sumo sacerdote Pasheremptah, segundo de tal nombre.
Cuando se la llevaron Nilo arriba en un trirreme con destino a Menfis, Berenice era tan joven que ni siquiera había tenido la primera menstruación. En aquel momento, se sentía tan asustada por el futuro que no paraba de llorar. Su última imagen del Faro la recordaba deformada a través de una cortina de lágrimas, hasta que la enorme luminaria se perdió, tapada por las espesuras de papiros que poblaban el Delta.
¡Qué joven y tonta era! En Menfis, con su nuevo nombre, había encontrado la tranquilidad, lejos de aquella familia de locos parricidas en la que había nacido. Ptah era un dios sabio, y su templo un remanso de paz, una fortaleza dividida en cuadrantes simétricos, sembrada de bellos jardines que representaban el orden y la belleza.
En realidad, aquel templo constituía una imagen a pequeña escala del propio Egipto, un país hermoso, fértil y civilizado rodeado por todas partes de desiertos, enemigos y barbarie. El templo de Ptah no se limitaba a ser un santuario donde la divinidad tenía su casa: era también un manantial de pureza y orden, un venero del que brotaba maat para contrarrestar el poder de las fuerzas del caos acaudilladas por Seth.
Allí había pasado Neferptah setenta años. Primero como esposa del sumo sacerdote Pasheremptah; después como madre viuda de su sucesor Pedubastes; ahora como anciana abuela del tercer Pasheremptah. Y, pese a algunos sinsabores y momentos de dolor, no era una vida de la que se pudiese quejar.
Pero, aunque quisiera, resultaba imposible romper del todo los lazos con la familia real. Cuando el rey Ptolomeo Auletes, nieto del obeso Fiscón, enviudó de su primera mujer, Cleopatra Trifena —que al mismo tiempo era su hermana—, buscó una nueva esposa con la que tuviera algún vínculo familiar y que de paso le sirviera para reforzar su alianza con el clero de Menfis.
La elección parecía obvia: su prima Sepuntepet, la única hija de Neferptah y su difunto esposo. La joven partió hacia Alejandría, invirtiendo el sendero y el destino de su madre, y se casó con Auletes con el nombre de Cleopatra.
«¡Por el cálamo de Tot! —solía pensar Neferptah—. Si los cronistas del futuro quieren escribir la historia de esta familia se van a volver locos».
De esa unión fueron engendrados dos hembras y dos varones. Cuando nació la segunda hija, Arsínoe, Sepuntepet estuvo a punto de morir desangrada. Para aliviarla de las cargas de la maternidad, Neferptah hizo que le trajeran a Menfis a la mayor, Cleopatra. De este modo había podido educarla a su manera hasta los siete años y enseñarle la verdadera lengua, el egipcio.
Después, Cleopatra regresó a Alejandría con su familia. Pero todos los años visitaba Menfis al menos unas semanas, que su abuela aprovechaba para instruirla en los secretos del país cuyos legítimos habitantes no llamaban Egipto, sino Kemet, «la Tierra Negra».
Así habían pasado unos años. Por las noticias que llegaban a Menfis, la conducta de Auletes escandalizaba a los alejandrinos. Bebía y comía tanto que, según las malas lenguas, pronto dejaría de valerle la ropa y no tendría más remedio que desenterrar a Fiscón para robarle la túnica mortuoria. Como se consideraba una especie de reencarnación de Dioniso, participaba con entusiasmo en todos los rituales del dios, orgías incluidas. Pero lo que resultaba más vergonzoso para las clases altas griegas era que se complacía en tocar la flauta en persona, como si fuese una de aquellas jóvenes ligeras de ropa y de cascos que amenizaban los banquetes de los varones, y por eso precisamente lo habían apodado Auletes, «el flautista». Para los helenos, la flauta era un instrumento plebeyo, indigno de un rey. ¡Si al menos se hubiese aficionado a la aristocrática lira, como el noble Apolo!
A Neferptah no le asustaban los supuestos excesos de Auletes, pues se quedaban muy cortos comparados con lo que había presenciado de niña en el palacio real. Sin embargo, no dejaba de mantener agentes en Alejandría que la informaban de todo lo que allí acontecía; sobre todo alrededor de Cleopatra, en quien había depositado muchas esperanzas y por cuyo futuro procuraba velar.
Gracias a esos espías, Neferptah se enteró de que Berenice, la hija mayor de Auletes, planeaba un golpe contra su padre aprovechando el viaje de éste a Chipre para reclamar la isla a los romanos. Sospechando que cuando Berenice consiguiera el poder intentaría eliminar la posible competencia, la anciana envió una nave para buscar a sus cuatro nietos y traerlos consigo a Menfis.
Cuando la joven asaltó el trono, tal como estaba previsto, sus hermanastros ya no se hallaban al alcance de sus garras. Tras las paredes de adobe del templo de Ptah, rodeadas a su vez por la gruesa muralla de sillares blancos que protegía Menfis tanto de los enemigos como de la crecida del río, Cleopatra, Arsínoe y los dos pequeños Ptolomeos se encontraban a salvo de las insidias de la usurpadora.
La nueva reina había invitado a sus hermanastros a visitarla dos veces. La primera, cuando se casó con un tal Seleuco; un matrimonio efímero, pues apenas habían transcurrido dos semanas cuando ella misma ordenó que lo estrangularan con un dogal en su presencia. La segunda, en sus nuevas nupcias con Arquelao del Ponto. Neferptah declinó ambas invitaciones en nombre de sus nietos, y Berenice no objetó nada, como si se conformara por el momento con tal arreglo.