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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

La hija del Nilo (4 page)

BOOK: La hija del Nilo
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Conociendo los antecedentes y las costumbres de su familia, la candidata idónea era ella. La idea de compartir el lecho con aquel tiranuelo de ojos saltones le revolvía el estómago.

—¿Qué estás pensando? —preguntó Arsínoe.

—Nada —respondió Cleopatra.

—No mientas. Algo te molesta.

—No.

—Que sí.

—Vale. ¿Por qué lo sabes?

—Cuando algo te enfada, mueves los labios como si discutieras contigo misma y acabas meneando la cabeza a los lados y chasqueando la lengua.

«Tomaré nota de eso», se dijo Cleopatra. Como princesa y como miembro de aquella extraña familia, más le convenía aprender a disimular sus emociones y pensamientos tras una máscara.

Atravesaron una galería decorada con pinturas que representaban al divino ingeniero Ptah soñando el mundo en su corazón y abriendo la boca para expresar su sueño en palabras y convertirlo en realidad. De día, aquellos frescos relucían con colores muy vivos, pero de noche la luz temblona de las lámparas arrojaba sombras que se deslizaban sobre las imágenes como siniestras presencias del Duat. A lo lejos se oía el monótono runrún de los rezos y coros que preparaban el ritual del Año Nuevo.

Entraron en la sala de baños. Carmión y Téano las ayudaron a despojarse de las túnicas de dormir, mientras otras dos criadas las tomaban de la mano para que no resbalaran. Desnudas, las dos jóvenes se sentaron en la gran tina llena de agua humeante. Cleopatra observó de reojo el cuerpo de su hermana. Con dos años menos, era tan alta como ella y tenía los pechos más llenos y puntiagudos y las caderas más redondas.

—No te preocupes por eso, señora —le solía decir Carmión—. Las muchachas que se desarrollan antes crecen menos, y los senos se les caen antes. A ti todavía te falta un último estirón.

El estirón no había llegado todavía, pero sí la menstruación, al mismo tiempo que la de su hermana. Con aquella primera sangre, la habían invadido unas sensaciones que la desconcertaban y que a ratos la convertían en otra persona que ni ella misma reconocía. Algunas mañanas Cleopatra se despertaba tan alegre y parlanchina que su conversación incesante llegaba a aturdirla a ella misma, y otros días se encontraba tan triste que lloraba con congoja por ver cómo un inocente saltamontes quedaba atrapado en la red de una pérfida araña.

Lo que más perplejidad le causaba era la transformación interior de su cuerpo. Ahora, al sentarse en el agua caliente, volvió a ser consciente de esa metamorfosis. Siendo una princesa, estaba acostumbrada desde niña a que la bañaran, la ungieran de aceite y, en general, se ocuparan de su persona como si ella misma careciese de manos. Siempre había sentido placer cuando le frotaban la espalda con la esponja. Pero se trataba de un goce inocente, igual que el que podía experimentar Rom, su gato, cuando ella le pasaba la mano por el lomo.

De un tiempo a esta parte todo había cambiado. Ahora, las rugosidades de la esponja y los dedos de la joven criada despertaban sensaciones distintas en su piel, sobre todo cuando se acercaban a sus senos y a sus ingles. Era como si su cuerpo hubiese sido hasta ahora una lira de cinco cuerdas y de pronto se hubiera convertido en un arpa alejandrina de veintiuna, mucho más sensible y afinada a tonos y armonías cuya existencia Cleopatra ignoraba hasta entonces. Y todas esas notas y vibraciones parecían confluir en su vientre, inundándolo de un calor que al mismo tiempo era agradable y molesto, una blanda tensión que pedía ser liberada de alguna forma.

Para mortificación de Cleopatra, su cuerpo parecía pensar por ella la mayor parte del día. Algo desacostumbrado y frustrante en alguien que desde niña se había dedicado con afán a las tareas del intelecto. Con tanto afán, de hecho, que su difunto preceptor Policino presumía de ella porque a los diez años ya le planteaba cuestiones más agudas que cualquiera de sus alumnos adultos del Museo.

Por eso, la joven se preguntaba ahora si el plan que había maquinado para la noche siguiente lo habría concebido su mente o sería simple impulso de su cuerpo. Aprovechando que todos estarían enfrascados en los rituales y la tendrían menos vigilada, pensaba salir a hurtadillas del templo y de la ciudad —algo que no había hecho desde su llegada de Alejandría— para asistir al festival de Año Nuevo que celebraban en la aldea cercana de Tiebu. Su intención era unirse a los lugareños como una más, bañarse en el Nilo y beber las aguas de la crecida. Coincidirían esa noche la luna llena, la inundación y la fecha en que había nacido hacía ya quince años. ¿Cómo desaprovechar una ocasión tan mágica para unirse místicamente al río que era el alma de aquel país?

Según contaban, en aquellas fiestas solían ocurrir más cosas aparte de cánticos y abluciones. Nueve meses después nacían más bebés de lo habitual, niños a los que llamaban «hijos de la inundación».

Cleopatra pensó un instante en ello, pero sólo de refilón, asomándose de soslayo a su propio pensamiento. Era una princesa de la casa de los Lágidas. Como le había explicado su padre en una ocasión, con la voz pastosa de vino, su virginidad era «asunto de estado» que se reservaba para su propia familia o para futuras alianzas políticas.

Carmión y Téano se ausentaron de la estancia para buscar a las criadas encargadas de traer las ropas y joyas de las princesas. Aprovechando que las jóvenes sirvientas que atendían el baño apenas chapurreaban el griego, Arsínoe se inclinó hacia su hermana y le susurró al oído:

—Si no me llevas contigo, me chivaré a la abuela.

Entre ellas no habrían podido hablar en otra lengua que no fuese la helena, pues era la única que conocía Arsínoe. Aunque no tenía un pelo de tonta, su hermana despreciaba por aburrido todo estudio que le supusiera el mínimo esfuerzo. «¿Por qué se empeña la abuela en que aprendamos el idioma de la plebe? ¡Que aprendan los egipcios el nuestro, que para eso somos los conquistadores!», solía decir. Al oírla, Ptolomeo asentía con vigor y el pequeño Maidíon cabeceaba en armonía con su hermano, al que procuraba imitar en todo.

—No vas a venir —contestó Cleopatra—. Si nos pillan, me la cargaré yo por mí y también por ti.

—¿Qué más te da? Lo único que hará la abuela será echarte una regañina. Nunca la he visto ponerte la mano encima.

—Porque no le gusta castigarnos delante de la gente, pero lo ha hecho —respondió Cleopatra. La verdad era que su abuela no le había pegado nunca. En cambio, sí usaba más de una vez sus sandalias de papiro para azotar los traseros principescos de sus hermanos e incluso de Arsínoe. «Eso es porque ellos se lo buscan, y yo no», se justificó.

—Me da igual —insistió Arsínoe—. Si no me llevas, se lo diré y te encerrará en el dormitorio.

Cleopatra volvió a menear la cabeza, pero cuando iba a chasquear la lengua como le había contado antes su hermana, se reprimió: aprendía rápido.

«No tenía que habérselo dicho a Arsínoe», se lamentó. Solía guardarse para sí las cosas. Sobre todo, porque había descubierto que los demás no compartían su afición por los conocimientos que la apasionaban a ella: los idiomas, los relatos del pasado, las estrellas y los planetas, los nombres y usos de las plantas, el arte de la navegación, las costumbres, leyes y tácticas militares de otros pueblos. El universo entero.

Pero esa maldita efervescencia que se había adueñado de su cuerpo tomaba el control de su lengua a veces y la hacía hablar de más. Aunque con Arsínoe no se podía conversar de nada intelectual, cuando Cleopatra le confesaba anhelos e inquietudes más mundanos su hermana se convertía en una oyente comprensiva y atenta.

«Una vez que las palabras salen del cerco de los dientes, ya no hay quien las vuelva a encerrar», se dijo, recordando un dicho de su abuela.

—De acuerdo. Te llevaré.

—¡Bien! —Arsínoe palmoteó en el baño, y una minúscula ola le salpicó la cara.

—Pero tendrás que aguantar despierta. Si me toca pelear contigo para arrancarte de la cama, te quedas.

—Dormiré una buena siesta por la tarde.

—Sabes que el río es peligroso.

—Si es tan peligroso, ¿por qué quieres hacerlo tú?

—Porque he soñado que tenía que hacerlo.

—¿Que lo has soñado?

Cleopatra asintió. Se trataba de una verdad o una mentira a medias, según lo mirase. Era cierto que dos noches antes había soñado que se bañaba en el río. Pero su visión se había limitado a eso, sin recibir señal alguna de que forzosamente tuviera que sumergirse en el Nilo.

Al día siguiente, Cleopatra había consultado una monografía sobre interpretación de los sueños. No sabía qué pensar. Por una parte, el libro aseguraba que soñar con un baño en un manantial o un río de aguas claras indicaba beneficios para la salud; pero si el soñante nadaba, eso significaba que podía sufrir peligros extremos.

«Seguro que no nadé en el sueño», pensó. En realidad, no se acordaba bien de si lo había hecho o no. Todo el mundo sabe que las imágenes oníricas se desvanecen enseguida de la memoria, como un dibujo trazado con un palo en la arena del desierto durante un vendaval.

—¿Y qué soñaste exactamente? —preguntó Arsínoe.

Cleopatra apoyó la espalda en la pared de la bañera y miró hacia el techo, buscando inspiración entre los trenzados dorados del artesonado.

—Isis. Fue nuestra señora Isis quien se me apareció.

Arsínoe abrió mucho los ojos.

—¿Cómo era?

—Mucho más bella de lo que te puedas imaginar. —Puesta a inventar, Cleopatra decidió añadir detalles concretos a su descripción—. Me sacaba tres cabezas. Vestía una túnica muy ceñida de color azafrán, llevaba un cetro y la gran corona con los cuernos de Hathor. Tenía los ojos aún más grandes que los tuyos, de color violeta como la amatista.

Aunque Arsínoe no mostraba ningún interés por la sabiduría egipcia, Isis era otra cosa bien distinta; tanto los griegos como incluso los bárbaros romanos la veneraban como si fuese suya.

—¿Y qué te dijo la diosa?

—Me dijo —la joven ahuecó la voz y pronunció en tono solemne—: «Cleopatra, hija de Ptolomeo. Si quieres ser reina de Egipto, has de recordar que Egipto es un don del Nilo, y que el Nilo es un don mío, pues fluye de mis lágrimas».

—¿Es que quieres ser reina? Siempre has dicho que no.

«Siempre lo había dicho», corrigió Cleopatra mentalmente. Hasta que se dio cuenta de que, si la usurpadora Berenice seguía reinando, Arsínoe y ella no llegarían a cumplir ni siquiera los dieciocho años. Pero prefería no ensombrecer el ánimo de su hermana con esos temores.

—Escucha, que no he terminado. La diosa continuó: «Pues el río fluye de mis lágrimas, las lágrimas de Isis. Para ser reina en mi nombre, tienes que convertirte en hija del Nilo. Y sólo conseguirás eso si renaces bañándote en sus aguas».

Arsínoe chapoteó con la mano y salpicó a Cleopatra.

—Esta agua la han sacado del Nilo, así que ya te estás bañando en él.

—Pero así no vale. La diosa me lo dejó muy claro. Tengo que bañarme en el mismo Nilo.

A fuerza de expresarlo en palabras, Cleopatra se creía cada vez más su propio relato. Su convicción debió de contagiar a Arsínoe, que dijo:

—Pues por eso mismo tengo que ir contigo. Yo también quiero ser hija del Nilo.

—¿Ya me quieres derrocar, si todavía no soy reina?

—¡No digas tonterías, Cleo! —respondió Arsínoe. Se acercó a Cleopatra, la rodeó con el brazo derecho aplastando sus senos contra el hombro de su hermana y le dio un beso en la mejilla, tan cerca de la comisura del labio que le hizo cosquillas—. Yo sí que no quiero ser reina. Hay que pensar y madrugar mucho, y para eso estás tú.

—Entonces, ¿por qué quieres hacer lo mismo que yo y bañarte en el Nilo?

Arsínoe se encogió de hombros.

—Porque va a ser divertido. ¡Estoy harta de pasar el día encerrada en este templo!

En ese momento volvieron Carmión y Téano, acompañadas por cuatro criadas que llevaban sus ropas y otras dos que cargaban con sendos joyeros tallados en ébano de Ceilán. Las dos hermanas salieron del agua con las yemas de los dedos arrugadas como dátiles pasos. Las mismas jóvenes que las habían bañado las secaron y frotaron sus cuerpos con gruesas toallas tejidas en algodón traído de la India, un lujo para princesas. Después, Cleopatra y Arsínoe se sentaron en dos sillas tan recargadas de adornos que parecían tronos.

—¿Rizos o trenzas? —preguntó Carmión, acercando un peine de marfil a los cabellos de Cleopatra.

—¡No! Una coleta nada más, como siempre.

Carmión rezongó entre dientes, pero obedeció. Cleopatra no soportaba que le tironearan del pelo y tenía muy poca paciencia para que la peinaran. Además, se había estudiado lo bastante en el espejo para saber que la coleta la favorecía, pues tenía el óvalo del rostro fino, el cuello más largo de lo que correspondía a su estatura y las orejas pequeñas y de lóbulos bien dibujados.

Al mismo tiempo, dos criadas les hacían la pedicura y otras dos las depilaban. No sólo les afeitaron las pantorrillas y las axilas, sino también el pubis: los egipcios eran incluso más mirados que los griegos con el vello corporal, que consideraban una impureza.

Al notar el frío de la cuchilla de cobre entre las ingles, a Cleopatra se le encogió el estómago y volvió a notar aquella tensión dulce y torturante al mismo tiempo. Arsínoe, que era muy cosquillosa, dio un respingo en su asiento, y la sirvienta le hizo un pequeño corte.

—¡Ten cuidado, que no me estás desplumando como a un pollo! —protestó, sacudiendo el pie. La criada, acostumbrada a esos prontos, apartó la cabeza y esquivó la patada.

A Cleopatra no le parecía ni correcto ni necesario usar la violencia con los sirvientes cuando bastaba con reconvenirlos, pero se calló. Una de las primeras máximas que le había inculcado su padre era: «Nunca debes desautorizar en público a los miembros de la familia».

—Perdona, señora —dijo la criada. Era de lo poco que sabía articular en griego. Después, siguió afeitando a Arsínoe con mucho más cuidado.

Solucionada ya la cuestión del pelo, tanto el de la cabeza como el del cuerpo, ambas hermanas se pusieron en pie y se dejaron untar en axilas e ingles con un ungüento desodorante fabricado con polvo de concha de tortuga, cáscara de huevo de avestruz y agalla de tamarisco. El resto del cuerpo se lo masajearon con una pomada blanca que a la luz de las lámparas despedía minúsculos destellos rosados, como si estuviera salpicada de estrellas.

—¿Para qué es esta crema? —preguntó Arsínoe. La sirvienta la estaba frotando en la espalda con friegas tan enérgicas que la voz le brotó entrecortada a pequeños trompicones.

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