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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

La hija del Nilo (3 page)

BOOK: La hija del Nilo
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Ahora, la situación había cambiado. Para exigir que le entregaran a sus hermanastros, la usurpadora había enviado a uno de sus oficiales, Teócrito, un mercenario de origen arcadio y reputación de asesino implacable.

Aun siendo mujer, Berenice siempre se había mostrado tan directa y brutal como el más tosco de los varones. Por eso recurría a tipos como Teócrito y no se molestaba en disimular la razón de su exigencia.

3

—Ellas serán ejecutadas —insistió el mercenario—. Pero los niños se educarán donde deben y como deben, a la manera de futuros reyes, y si saben comportarse, serán recompensados a su debido tiempo.

A la derecha de Neferptah, su nieto Pasheremptah soltó un bufido.

—No te entregaré ni a mis primos ni a mis primas —dijo, pronunciando las consonantes del griego como si tallara la roca con un cincel—. Están bajo la protección de Ptah.

Teócrito levantó la mirada hacia la estatua que vigilaba la entrada del templo, un coloso de piedra de siete metros con el rostro verde, una larga perilla negra y una estrecha túnica blanca que lo ceñía como una mortaja. La visión no debió impresionarlo, porque se encogió de hombros y escupió a un lado. Ante aquella falta de respeto, Neferptah musitó una rápida plegaria y dibujó un gesto mágico con los dedos para evitar que el dios se enojase.

—Di lo que quieras —repuso Teócrito—. Pero si no se los entregas a la reina, es posible que ella se replantee vuestra situación.

—¿A qué te refieres? —preguntó Pasheremptah.

—Si no me entregáis a los príncipes, la reina revocará los privilegios del templo. En este país hay más dioses que peces en el mar, y todos poseen sacerdotes y santuarios. No creáis que mi señora la reina no puede sustituiros.

—¿Nos estás amenazando aquí, en nuestra propia casa?

Los ojos de Pasheremptah despedían chispas. La luz de las antorchas tallaba sus pómulos, haciendo más descarnadas aún sus mejillas, y arrancaba reflejos aceitados de su cráneo, liso salvo por la trenza que le colgaba sobre la oreja derecha y lo señalaba como sumo sacerdote del templo. Alto y nervudo, el nieto de Neferptah poseía un físico y un temperamento más propios de un guerrero que de un religioso.

A su lado, su tío Horemhotep, único de los hijos de Neferptah que sobrevivía, lo agarró suavemente del codo para calmarlo.

—Mi querido sobrino, no creo que el noble Teócrito haya venido a este recinto sagrado a amenazarnos. Seguramente lo hemos malinterpretado.

Horemhotep habló en tono suave y sin perder esa perpetua sonrisa que lo relativizaba todo. El escriba y jefe de secretos de Ptah siempre parecía estar de buen humor. Sin embargo, Neferptah, como madre suya que era, sabía que en el fondo de su alma se hallaba resentido, ya que se consideraba más apto para el puesto que su sobrino. Ser sumo sacerdote de Ptah no era cuestión baladí: en la práctica, gobernaba como jefe espiritual a los súbditos egipcios del rey y era el segundo hombre más poderoso del país.

—No, noble Horemhotep, no me habéis malinterpretado —respondió Teócrito con sarcasmo—. Tu sobrino está en lo cierto: mis palabras son una amenaza en toda regla.

—Tch, tch —dijo Horemhotep—. Me sorprende que ignores que la sutileza es la clave del arte de la negociación.

—No me he educado en un templo ni una cancillería como vosotros. No estoy acostumbrado a negociar. Sólo a ganar batallas. ¿Queréis veros en una batalla?

Teócrito hizo una pausa y miró a su alrededor, evaluando la altura de las paredes que los rodeaban en aquel patio semiescondido entre la muralla principal y la puerta norte del templo.

—Estos sillares parecen sólidos —concluyó—. Pero no hay nada que mis catapultas y arietes no puedan derribar.

—Qué propio de la usurpadora es enviar a un perro de presa para hacer el trabajo que se debería confiar a un zorro —dijo Neferptah en egipcio. Horemhotep soltó una carcajada seca, carente de alegría.

—Dejad de hablar en el idioma de la chusma, contestadme ya y no me hagáis perder más tiempo —repuso Teócrito.

Horemhotep y Pasheremptah cruzaron una mirada entre sí y luego volvieron los ojos a la anciana. Ella no poseía cargo oficial en el templo. A pesar de todo, era el alma y la voluntad de aquel lugar desde hacía muchos años.

—El tiempo lo pierdes porque quieres tú, griego —respondió Neferptah—. Te dijimos antes que no, y la respuesta sigue siendo no y lo seguirá siendo mientras las estrellas brillen en el cielo y el Nilo siga su curso.

—Puede que el Nilo siga su curso, anciana, ¡pero será sobre las ruinas humeantes de esta ciudad!

—Sí que ladra claro el perro de presa —comentó Horem hotep en egipcio.

Teócrito lo miró de reojo y acarició el pomo de la espada que colgaba del tahalí cruzado en bandolera sobre su coraza.

—No sé qué has dicho, sacerdote, pero si es una maldición, cuida que no rebote sobre ti.

—¡Basta! —exclamó Pasheremptah, golpeando las losas con la contera de su bastón, el largo cetro de Ptah—. No consentiré más irreverencias en la ciudad sagrada. ¡Márchate ahora mismo de Menfis o aprenderás por las malas el respeto debido al sabio creador de todo!

Teócrito miró a su alrededor. Detrás de él, junto a la puerta de la muralla y sin llegar a entrar al patio, aguardaban diez soldados de su escolta. Pero sobre el adarve se habían apostado más de veinte arqueros egipcios, y detrás de Neferptah y los dos sacerdotes formaba un grupo de servidores del templo, jóvenes musculosos vestidos con faldellines verdes y adiestrados en el arte ancestral del combate con bastón.

—Está bien —dijo el mercenario tras sopesar fuerzas—. Pero volveré con naves de guerra y con cinco mil soldados. Entonces veremos si tus palabras siguen siendo tan resonantes, sumo sacerdote.

—Trae todos los barcos y soldados que quieras —respondió Pasheremptah—. El propio Ptah, señor de los ingenieros, levantó estas murallas. Nadie las ha expugnado jamás. ¡Y nadie las expugnará!

La anciana meneó la barbilla de forma casi imperceptible. Nunca le habían gustado las baladronadas, y menos las que no se podían mantener. Sólidos eran en verdad los muros blancos de Menfis, ya que cada año los ingenieros y albañiles los reforzaban para que aguantaran el embate de la inundación. Pero en el pasado ya habían caído asaltados por los crueles asirios. Y no una vez, sino dos. Un hecho que Pasheremptah, como tantos otros patriotas que ensoñaban un pasado glorioso en lugar de estudiarlo, prefería ignorar.

Sin añadir nada más, Teócrito se despidió con un saludo marcial, exagerando el gesto para que las placas de bronce cosidas a su coraza de lino emitieran un sonido metálico. Un recordatorio tosco del poder militar que podía desencadenar sobre Menfis. Después se dio la vuelta y salió del patio. Tras él, las puertas de acacia chapadas de cobre se cerraron con un largo y gimiente chirrido.

Durante unos segundos reinó el silencio, mientras la anciana, su hijo y su nieto se miraban. Un caprichoso golpe de viento se coló sobre la muralla y sacudió las hojas de las palmeras, que se rozaron entre sí con un áspero frufrú. Agitadas por el aire, las llamas de las antorchas proyectaron sombras que bailaron huidizas entre las estrías de las columnas, labradas a modo de gruesos troncos de papiro.

Por fin, Pasheremptah tomó la palabra, ya que, pese a ser el más joven, también era el superior jerárquico.

—Menfis siempre ha procurado mantenerse neutral en las rencillas dinásticas de Alejandría. Pero esta vez no es posible. ¿Es que la insolencia de la usurpadora no conoce límites?

—Tal vez podrías haberte mostrado más sutil en tu negativa —dijo Horemhotep—. Un tono más conciliador nos habría ganado tiempo.

—Tiempo, ¿para qué?

—Rumores. ¿No escuchas los rumores?

—¿Los de la invasión? —preguntó Pasheremptah.

—Así es.

—¡Saltaremos de la cazuela para caer en las brasas!

Neferptah asintió lentamente. Hacía varios días había llegado a Menfis una noticia que, por el momento, no se había confirmado. Al parecer, un ejército invasor se acercaba desde el nordeste, atravesando el desierto entre Siria y Egipto. Supuestamente, ese ejército pretendía reinstaurar a Auletes en el trono. En él formaban miles de soldados sirios.

Y legionarios romanos.

Al pensar en ello, Neferptah rechinó sus desgastados dientes.

Romanos.

Bárbaros.

Sanguinarios.

¡Codiciosos!

La anciana estaba convencida de que, si en verdad los romanos querían devolver el trono a Auletes, no se debía a que respetaran la legitimidad o a que comprendieran que la joven Berenice era una tirana incapaz. Llevaba décadas oyendo hablar de sus tropelías, y ahora habría metido la mano entre las ascuas de un altar para jurar que habían recibido un soborno de proporciones astronómicas.

Lo cual significaba que el pueblo egipcio tendría que pagar aún más impuestos. Neferptah no era ninguna revolucionaria partidaria de entregar la tierra a los campesinos que la trabajaban; pero sabía que, si uno carga y sigue cargando el lomo de un camello, puede llegar un momento en que baste un solo grano de cebada más en las alforjas para derribarlo. Alejandría ya exprimía suficientes recursos a los campesinos egipcios como para que además éstos se vieran obligados a sustentar a Roma, otra urbe gigantesca.

Al menos, las noticias sobre la inundación parecían alentadoras. Pocos días antes había llegado un barco de la isla Elefantina, remando corriente abajo para anticiparse como mensajero de la crecida. En el primer nilómetro las aguas habían subido veintisiete codos. Eso significaba que, si los dioses no disponían lo contrario, al llegar a Menfis marcarían dieciséis. Una cifra óptima, por encima de lo que se consideraba bueno, pero sin llegar a los veinte codos que acarreaban una riada destructiva. Ese año obtendrían excelentes cosechas que servirían para mantener al país otro año, aunque la siguiente inundación fuese mala.

No obstante, Neferptah no se confiaría hasta que viera con sus propios ojos la inundación lamiendo las murallas de Menfis. Mientras no llegara ese momento, las divinidades podían decidir cualquier cosa: absorber las aguas bajo tierra, acrecentarlas mágicamente para arrasar la ciudad o incluso secuestrar en el inframundo a la estrella Sopdet, la Esplendente, para evitar que su salida señalase la subida del río.

Neferptah, que sabía mucho más por anciana que por todos los papiros que hubiera podido leer, estaba convencida de que nada había inmutable en este mundo salvo un hecho: los inmortales eran caprichosos y volubles. La única forma de que conservaran la maat, el orden del universo, era contentarlos con plegarias y sacrificios y aplacarlos con rituales de purificación. Y a veces, ni así se conseguía.

Además, estaban entrando en liza nuevos factores. Los dioses de los romanos, obviamente, eran violentos y sanguinarios. Y, por el éxito que habían tenido sus hijos hasta ahora, Neferptah empezaba a temer que esos dioses fueran más poderosos que los egipcios.

4

Entretanto, sin saber que un mercenario arcadio había exigido que le fueran entregadas para asesinarlas, Arsínoe y Cleopatra dormían.

La noche siguió avanzando. Llegó la hora del Cofre de las Divinidades, cuando, en su viaje por el inframundo, Ra se encontraba con los espíritus más antiguos y misteriosos del mundo, que desde sus profundas criptas gritaban de alegría al paso del dios. La oscuridad aún era cerrada, pero Carmión y Téano, doncellas de las princesas, las despertaron con tiempo para llevarlas a los baños y purificarlas y acicalarlas a conciencia.

A Cleopatra no le importó. No solía dormir mucho. Le bastaba con seis horas para abrir los párpados y saltar del lecho con los ojos tan abiertos como un búho.

En cambio, su hermana Arsínoe podía permanecer en la cama hasta bien entrada la mañana si nadie la despertaba. Y, aunque la avisaran, siempre se quedaba remoloneando entre las sábanas.

—¿Cómo puedes dormir tan poco? —preguntó Arsínoe mientras arrastraba los pies fuera de la enorme alcoba que ambas compartían, frotándose los ojos como si quisiera arrancárselos.

—Y tú, ¿cómo puedes dormir tanto? —respondió Cleopatra.

—El sueño es la mejor máscara de belleza —intervino Téano, la criada personal de Arsínoe—. Y mi señora está cada día más guapa.

—Sí, pero también se dice que el sueño es el hermano pequeño de la muerte —arguyó Cleopatra, reacia a dar su brazo a torcer—. Las horas que dormimos son horas que no vivimos.

—Para vivir con este sueño —dijo Arsínoe—, preferiría estar muerta.

Cleopatra esbozó una sonrisa. Su hermana era bastante quejica, pero expresaba sus protestas con mohínes infantiles que despertaban en los demás instintos protectores. Contribuían a infantilizarla una frente amplia y abombada y unos ojos enormes que apenas parpadeaban, de un azul tan claro como el mar sobre las playas blancas al este de Alejandría. Aunque, por otra parte, aquellos labios carnosos, siempre entreabiertos y levemente húmedos, avivaban en los varones pensamientos no tan paternales de los que Arsínoe, a sus trece años, fingía no darse cuenta.

Pensando en el carácter de Arsínoe, Cleopatra no pudo evitar acordarse de su hermano Ptolomeo, el mayor, a quien estarían lavando en otro baño junto con el pequeño, al que llamaban Maidíon
[3]
para diferenciarlos a ambos. Él también protestaba por todo, y más desde que la abuela los había hecho venir de Alejandría. Unas veces gruñía porque hacía mucho calor, otras porque el agua sabía rara, y siempre refunfuñaba porque el pan y la comida estaban llenos de arena del desierto que crujía entre los dientes por más que los esclavos se afanaran en limpiarla.

La diferencia era que el crío se quejaba con la amargura de un viejo y la altivez de un monarca. A sus siete años, parecía sentirse tan dios como sus ancestros deificados, y consideraba que el calor o el frío excesivos, así como el bochorno, los vendavales o cualquier otra molestia producida por el clima constituían ofensas personales de la naturaleza contra él.

Como hermana mayor, Cleopatra intentaba enderezarlo. Pero corregir el temperamento de Ptolomeo se antojaba tarea tan imposible como domesticar a un cocodrilo. Lo que más preocupaba a la joven era que, si su padre conseguía convencer a los romanos para que le devolvieran el trono, Ptolomeo se convertiría en su heredero, lo que significaba que a no mucho tardar tendrían que buscarle una esposa adecuada.

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