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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

La hija del Nilo (41 page)

BOOK: La hija del Nilo
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Pero el diseño del pilum resultaba especialmente eficaz contra los escudos. Lanzado por un brazo vigoroso, podía atravesar un broquel y clavarse hasta la lengüeta que unía la varilla metálica con el astil de madera. Aunque no llegara a herir al soldado que sujetaba el escudo, resultaba casi imposible seguir combatiendo con dos palmos de hierro puntiagudo asomando por la parte interior. Arrancar un pilum de un escudo no era tarea fácil; había que hacerlo con ambas manos y a menudo ayudándose con los pies, de modo que lo más práctico era tirar el escudo al suelo y combatir sólo con la espada o, si lo permitían las circunstancias, recular entre las filas de los compañeros hasta una posición menos comprometida.

Todo aquello estaba ocurriendo ahora a lo largo de una línea de tres kilómetros, en medio de un griterío puntuado por toques de trompeta y el martilleo continuo de hierro contra madera y contra hierro. En muchas batallas la primera carga se convertía en la última, pues los enemigos no aguantaban la embestida y rompían filas. Pero los pompeyanos seguían clavados en el sitio, resistiendo tozudos. «Al fin y al cabo, se trata de legionarios romanos, aunque no sean míos», pensó César con una mezcla de orgullo y lástima por aquellos enemigos, algunos de los cuales habían combatido bajo sus órdenes en la Galia.

Pese a que desde donde se encontraba no podía distinguir los detalles concretos, César había contemplado aquel tipo de lucha muchas veces y podía adivinar lo que sucedía en ese instante. Ahora mismo, los centuriones y los legionarios de las primeras filas se hallaban enzarzados en combate cuerpo a cuerpo, agazapados tras sus grandes escudos y tirando estocadas y tajos mientras intentaban no recibirlos. En este momento de la batalla aún no habrían caído demasiados hombres, pues con las líneas y las fuerzas casi intactas los escudos todavía podían más que las espadas.

Aunque aquel combate visto desde la distancia ofrecía un espectáculo tan hipnótico como las olas del mar o las llamas de una hoguera, César apartó la mirada y volvió grupas para dirigirse hacia la línea oblicua que aguardaba agazapada en la retaguardia. La había formado con seis cohortes desgajadas de la tercera línea, incluidas algunas unidades de élite que normalmente formaban en el frente, como la primera cohorte de la VI legión.

Ahí se iba a dilucidar la batalla. Seguido por sus escoltas, su portaestandarte, su trompeta y otros oficiales, César cabalgó unos cien metros hasta situarse a la espalda de aquella reserva que había convertido en su cuarta línea de defensa.

—Cornicen, da el toque de retirada para la caballería.

El joven soldado puso cara de extrañeza, porque por encima de las filas de legionarios en cuclillas se veía que los germanos de Saxnot todavía mantenían el tipo en aquella confusa aglomeración de hombres, caballos y tolvaneras de polvo. Pero César sabía que no podrían resistir mucho más contra el empuje de una fuerza tan superior en número. Era mejor que se retiraran por propia voluntad y medianamente organizados que vencidos y en desorden.

A la orden de la trompeta, los jinetes volvieron grupas hacia la derecha, empezando por los que estaban más alejados del frente de choque y siguiendo por los demás, y se dirigieron hacia el mismo monte donde César y Pompeyo habían conversado la víspera. Como se les había ordenado, lo hicieron sin desbocarse para que los antesignani pudieran mantener el paso con ellos.

Todo ocurrió muy rápido entonces. Con gran estrépito de cascos y relinchos, un numeroso grupo de jinetes pompeyanos se lanzó en persecución de los germanos y los antesignani. Pero la mayoría realizó una variación hacia su propia derecha, siguiendo el estandarte amarillo que marcaba la posición de Labieno.

Fue el momento en que César se vio más cerca de los enemigos. A unos cincuenta metros, Labieno reconoció a César y éste a Labieno. Su antiguo legado desenvainó la espada y le señaló con ella, dirigiéndole una mirada cuyo odio percibió incluso a esa distancia.

Pero esos cincuenta metros no eran de prado vacío. Entre Labieno y César se encontraban los hombres de Casio Esceva.

—¡Cuarta línea! —gritó César—. ¡Cargad!

49

¡Por fin! No podían haber pasado más de cinco minutos desde que oyeron la primera trompeta de ataque, pero a Furio y sus compañeros, agachados tras los escudos sin saber lo que ocurría, se les había antojado una eternidad.

Ahora, surgiendo de entre una espesa nube de polvo, veían por fin a los hombres de Labieno y al mismo Labieno, que no podía estar a más de quince metros de Furio. Muchos de los jinetes, sorprendidos de toparse de repente con una formación enemiga que no esperaban encontrar allí, orientada de este a oeste y no de norte a sur y perfectamente alineada, tiraron de las riendas para frenar a sus caballos.

Labieno, en cambio, desenvainó la espada y con un gesto feroz se lanzó hacia ellos, seguido por su portaestandarte. Tras un segundo de vacilación, los jinetes que lo acompañaban, cientos de ellos que abarrotaban la primera línea, talonearon a sus monturas y cargaron.

Fue entonces cuando oyeron a sus espaldas la voz de César, aguda y diáfana como un clarín, y un instante después el toque de trompeta que traducía su orden a notas metálicas.

—¡¡Atacad!! —rugió Esceva.

Apostado detrás de sus compañeros, que formaban con seis filas de fondo, Furio contempló algo que jamás había visto en sus casi diez años de legionario: infantería cargando contra caballería. Dos mil hombres se levantaron y formaron una pared de escudos trabándolos unos con otros con tanto estrépito como si dos mil puertas se cerraran a la vez. Después enarbolaron los pila por encima de los ribetes de acero y con un grito unísono arremetieron contra los jinetes que se les venían encima. La distancia era tan corta que los corceles apenas habían podido tomar impulso. Ahora, al percatarse de que un muro móvil de madera se abalanzaba sobre ellos, clavaron los remos en el sitio relinchando y arrancando terrones de suelo y hierba, y algunos incluso rehusaron y derribaron a sus jinetes.

Se trabó al instante una lucha insólita que Furio contemplaba a muy pocos metros, con el pesado escudo levantado a medias ante su rostro por si algún venablo de la caballería enemiga lo alcanzaba. Labieno y sus hombres proyectaban hacia abajo las puntas de las lanzas y las espadas, buscando las gargantas y los rostros de los soldados de César, mientras que éstos movían los pila hacia arriba. Pero, aunque algunos intentaban alcanzar a sus adversarios, la mayoría agitaba las puntas de hierro ante las cabezas de sus monturas y las herían en los hocicos y el cuello.

Aquello aterrorizó a muchos corceles, que no estaban acostumbrados a ese tipo de lucha tan estática y empezaron a encabritarse para apartarse de las jabalinas y a recular. Eso hizo que chocaran con los caballos que venían por detrás. No tardó en desatarse el caos con esa rapidez de pesadilla con que acontecen las cosas durante una batalla.

—¡Pero esta vez la pesadilla va a ser para vosotros, cabrones! —masculló Furio, apretando su astil de optio con rabia por no hallarse en la primera fila.

En la línea de choque, Labieno vio a Esceva y se lanzó sobre él. Obedeciendo al toque de sus rodillas, su caballo, una bestia tan grande y tan negra como los corceles del carro de Plutón, hizo una corveta y agitó los remos delanteros en el aire con la clara intención de dejarse caer sobre Esceva para aplastarlo.

El centurión, lejos de amilanarse, soltó el escudo, se adelantó al caballo metiéndose debajo de su cuerpo, le plantó la mano izquierda en el pecho y con la otra le clavó la espada hasta la cruz. Mientras el animal relinchaba de dolor, Esceva aguantó su peso durante unos instantes como un nuevo Hércules cargando la bóveda del firmamento. Después, con un gruñido de esfuerzo tan poderoso como el mugido de un toro, empujó a un lado al caballo y lo derribó.

—¡A por el hijoputa! —gritaron en la primera línea—. ¡Matad a Labieno!

Durante unos segundos se libró una furiosa lucha alrededor del animal caído. Un jinete galo de rubias trenzas se interpuso con su montura cuando Esceva quiso acercarse a Labieno. El primipilo no tenía espada, porque la había dejado clavada en el pecho del caballo, pero con ambas manos agarró al galo, lo arrancó de la silla, lo levantó sobre su cabeza y lo lanzó contra otro enemigo como si fuese un saco.

Aquel momento fue precioso para Labieno. Dos de sus hombres desmontaron y tiraron de él para sacarlo de debajo del cuerpo del caballo muerto. Después, uno de ellos lo ayudó a subir a su propia montura y palmeó al animal en la grupa para que se alejara y llevara al comandante a un lugar más seguro.

Al ver cómo Labieno escapaba de ellos, Furio gritó y le insultó como el que más. Al menos, había visto su pierna derecha llena de sangre.

—¡A ver si se te engangrena, bastardo! —gritó Rufino como si le hubiera leído el pensamiento.

César observó complacido el choque entre su cuarta línea y los jinetes enemigos, y su satisfacción se acrecentó al contemplar cómo Esceva hacía morder el polvo a Labieno. Cuando vio cómo su antiguo legado se retiraba, murmuró entre dientes:

—Huye, huye. Y ahora ve a contarle a quien te quiera oír que los éxitos de César se los debe a Tito Labieno.

Represada como el agua de una crecida por la muralla de escudos de la cuarta línea, la carga de la caballería enemiga se había convertido en un caos. Su propio número obraba en su contra, porque los que venían detrás para rematar la tarea que en teoría estaban llevando a cabo sus compañeros chocaban con ellos, se empujaban e incluso se agredían entre columnas de polvo.

No tardó en producirse la consecuencia más lógica. Los escuadrones de caballería que habían cargado los últimos y en los que formaban contingentes aliados, capadocios, tracios o tesalios a los que en realidad no les iba la vida en el resultado de la contienda, se dieron cuenta de la situación y, sin vacilación ni vergüenza, volvieron grupas a sus monturas y emprendieron la huida, unos hacia el campamento y otros directamente hacia los montes.

La desproporción que preocupaba a César se había reducido. En ese momento indicó al cornicen que tocara la orden para que los jinetes de Saxnot regresaran. No habría sido necesario: con sus propios ojos pudo comprobar que antes de llegar a las laderas del norte habían girado en redondo y ahora eran ellos quienes ponían en fuga a sus perseguidores.

Herido su comandante, hostigados por un flanco por las seis cohortes de infantería y viendo ahora cómo por el otro se les venían encima aquellos germanos gigantescos con las caras pintadas y los cabellos tiesos de cal, los jinetes pompeyanos que todavía aguantaban se dejaron llevar por el pánico y huyeron, siguiendo el ejemplo de sus compañeros.

César volvió la vista hacia la lucha que se desarrollaba doscientos metros más al oeste. La línea de infantería pompeyana aparecía quebrada por varios sitios: los hombres de César habían conseguido abrir brechas entre sus filas, como el agua que erosiona el granito.

Sólo hacía falta un poco más de presión para hacer que esa roca saltara en pedazos.

—¡Tercera línea, a la carga! —exclamó.

Los hombres de las últimas cohortes de la X escucharon su orden de viva voz y la ejecutaron directamente. Los de las legiones más alejadas lo hicieron unos segundos después al oír el toque de las trompetas. Al ver que se les venían encima incluso las reservas, las líneas de Pompeyo empezaron a desmoronarse. Como les había ocurrido a los hombres de César en Dirraquio, el pánico se propagó por sus filas como un incendio en un trigal.

Mientras tanto, las seis cohortes de la cuarta línea se habían quedado sin enemigo contra el que luchar, porque los únicos caballos que permanecían en aquella parte del campo estaban tendidos en el suelo, muertos o agonizando. A su izquierda tenían a los arqueros cretenses y los honderos rodios que habían acudido corriendo detrás de los jinetes para hostigar con sus proyectiles el flanco derecho de la infantería de César. Ahora, todos aquellos hombres, que como fuerza de choque eran inútiles, se habían quedado sin la protección que les ofrecía su caballería. César ya había pensado en ordenar a la cuarta línea que los atacara cuando los primipilos de esas seis cohortes tomaron la iniciativa y se lanzaron sobre ellos. Como era de esperar, cretenses y rodios dieron media vuelta y pusieron pies en polvorosa, sin detenerse siquiera para disparar sus armas.

César volvió la mirada hacia el sol. Apenas había trepado en el cielo desde que diera la primera orden de avanzar. Había previsto una refriega larga y encarnizada, pero no podía haber pasado tan siquiera media hora desde que empezó el combate.

Usando sólo las rodillas, hizo girar a Ascanio en derredor para contemplar el panorama. Entre el río y el monte, miles de hombres que ya ni siquiera intentaban mantener la formación huían hacia el campamento de Pompeyo. Por delante de ellos, unas altas tolvaneras de polvo blanco señalaban el camino que había tomado la caballería en su huida. Más cerca, las cohortes de la cuarta línea estaban dando caza a los arqueros y honderos que se quedaban rezagados tratando de escapar.

En el centro del campo de batalla, unidades enteras se arrodillaban, arrojaban las armas y se rendían ante sus hombres.

César agachó la cabeza y se abrazó al cuello de su caballo. Escéptico o no, murmuró:

—Gracias, madre Venus. Y gracias a vosotros, dioses infernales, por aceptar el sacrificio que os ha ofrecido mi fiel Crastino.

La victoria ya estaba en su mano. Ahora tenía que evitar el error de Pompeyo, que en Dirraquio había dejado que César se le escapara. Necesitaba capturar a los enemigos huidos y, sobre todo, al propio Pompeyo.

Sin embargo, durante unos segundos podía paladear su éxito. Por supuesto, la victoria había sido de sus soldados. Pero a esos soldados los había forjado él, y ellos acababan de recompensarlo convirtiéndolo en el general más grande de Roma.

V
50

Costa de Siria y del Sinaí

Al mismo tiempo que más de setenta mil hombres combatían en la llanura de Farsalia, un ejército que horas antes había salido de Ascalón marchaba junto al mar, bajo el sol flameante de Siria. De haber sido romano, aquel ejército habría contado apenas como dos legiones, pues lo componían sólo siete mil hombres.

Allí había sirios con caftanes y corazas de lamas de bronce; judíos con escudos hexagonales y cascos alargados como tiaras; nabateos ataviados con turbantes y pantalones de montar y armados con arcos y aljabas. También fenicios, algunos egipcios fieles a la reina y trogloditas que moraban en las cuevas del pedregoso desierto entre el Nilo y el mar Rojo. Por supuesto, mercenarios griegos, que ésos nunca faltaban. La mayoría de ellos se entendían en arameo, pero a los que no lo conocían su general les impartía las órdenes en el idioma de cada pueblo. Pues quien mandaba aquellas tropas no era un general, sino la reina Cleopatra, que dominaba seis lenguas y se defendía en cuatro más.

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