La hija del Nilo (43 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

BOOK: La hija del Nilo
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—Pero, César, después de este desgaste habrá que comer.

—¡Siempre pensando en lo mismo, Antonio! No necesitamos comida cuando vamos ganando. ¡Atraparemos al enemigo y nos lo comeremos a él si hace falta!

El botín que se ofrecía en el campamento era aún más jugoso que el que podrían haber recogido en el campo de batalla. Sin embargo, César logró controlar de nuevo a sus hombres gracias a la promesa de que al día siguiente todo se repartiría equitativamente. Dejó parte de sus tropas allí, envió a otras a su propio campamento y con cuatro legiones se dirigió al noreste para perseguir a Pompeyo.

Al ver que César les pisaba los talones, las tropas enemigas que habían logrado huir se hicieron fuertes en una elevación, la última que se levantaba sobre el camino antes de la gran llanura que se extendía hasta la ciudad de Larisa. Estaba cayendo la tarde cuando César hizo formar a sus hombres y les ordenó excavar una trinchera y levantar una empalizada alrededor del monte para aislar a los adversarios del único río de las inmediaciones.

—Eres más implacable con tus soldados que con los del enemigo, César —le dijo Claudio Nerón.

César tenía la mirada clavada en lo alto del monte. Allí había miles de soldados, tal vez cinco o seis legiones. Como no les quedaban ni fuerzas ni material para construir un campamento, se habían limitado a apostarse en las alturas. Tres prisioneros que unas horas antes habían combatido con ellos subían por la ladera para explicar a sus compañeros las condiciones de rendición que ofrecía César.

—Los hombres son tan elásticos como los juncos —respondió César—. El viento puede doblegarlos, pero si no los troncha, se levantan desde el suelo tan enhiestos como antes. Por eso, cuando el enemigo está a punto de romperse en cuerpo y espíritu, hay que seguir presionándolo hasta quebrar su resistencia del todo. Pues si cuando llega a su punto más bajo se le da un solo instante de respiro, se yergue como el junco, y con más fuerza todavía por saber que ya ha pasado lo peor.

—Parece que hablaras por propia experiencia —dijo el legado.

César recordó el momento en que había salido de su tienda pensando que los soldados iban a despedazarlo allí mismo tras la derrota de Dirraquio. Aquél había sido el punto de inflexión, el foso al que había tenido que descender para trepar de nuevo a la cima de la victoria.

—Así es, Nerón. Todo lo que no destroza al enemigo lo hace más fuerte.

«Y yo no voy a permitir que eso pase con Pompeyo», pensó.

Durante la noche, los enemigos cercados en la colina accedieron a rendirse. Con la primera luz del día, bajaron a miles a la llanura y, delante de César, entregaron las armas y se arrodillaron como ya habían hecho otros en el campo de batalla.

Escoltado por sus lictores y sus germanos, César desfiló por los pasillos abiertos entre las formaciones. ¡Qué distinto era verlas así, con los hombres postrados de rodillas, las manos vacías apoyadas en los muslos, las cabezas descubiertas y agachadas! Lo que antes de la batalla infundía pavor ahora no despertaba más que lástima.

«Yo jamás podría estar así, aguardando a que otro decida mi destino», pensó. Pero, evidentemente, por eso él era César.

Por más que buscó entre las filas, apenas encontró oficiales que superaran el rango de centurión. Casi todos los senadores y caballeros habían huido. El primero de ellos, Pompeyo.

—Señor, cuando asaltasteis la puerta del campamento —le explicó un optio—, Pompeyo se quitó el casco y la armadura de general, montó en su caballo y huyó a todo galope por la puerta decumana con otros treinta jinetes. —Los ojos del optio se empañaron y añadió—: Ni siquiera se molestó en organizar nuestra retirada.

Allí había unos veinte mil hombres, casi tantos como legionarios habían combatido para César la víspera. Cuando le entregaron sus estandartes, César declaró que perdonaba a todos, salvo a aquellos a los que ya había liberado una vez con la condición de que no volvieran a luchar contra él.

—¡Pero incluso ésos podrán obtener mi clemencia si encuentran a uno de mis soldados que interceda por ellos!

Meses antes, cesarianos y pompeyanos habían confraternizado durante unos días a ambas orillas del río Apso. A partir de entonces, el asedio de Dirraquio, las privaciones y las escaramuzas y batallas constantes habían ido acumulando un odio entre ambos bandos que acabó convirtiéndolos en auténticos enemigos y no sólo en soldados que por azar se encontraban en bandos rivales. Durante la batalla el combate se había librado de forma encarnizada y brutal, tal como debía ser, pero César temía que ese odio siguiera envenenando a sus soldados.

A pesar de todo, no fue así. Tal vez al ver a miles de hombres entregados, desvalidos, con la mirada perdida como huérfanos, el corazón de aquellos guerreros encallecidos en tantos años de guerra en las Galias se ablandó. Cada soldado condenado a muerte por reincidir en su hostilidad contra César encontró un valedor que respondió por él y le salvó la vida.

—Ellos no habrían hecho lo mismo por nosotros —opinó Claudio Nerón—. Sobre todo Labieno.

—Un error por su parte —replicó César—. Conociendo mi clemencia, los hombres de Pompeyo sabían que la victoria no era la única opción para ellos. Conociendo la ferocidad de Labieno, los míos sabían que sólo les quedaba vencer o morir.

—De modo que tu famosa clemencia no es fruto de la ternura de tu corazón, sino del cálculo de tu cerebro.

César sonrió de medio lado sin mirarlo.

—¿Qué te ha hecho concebir la peregrina idea de que soy tierno de corazón?

Ese día, por fin, los soldados de César degustaron los frutos de la victoria, aunque siempre repartidos por turnos de modo que en todo momento hubiese unidades armadas y vigilantes. Durante dos jornadas descansaron, dieron buena cuenta de las provisiones con que el enemigo pretendía celebrar su victoria sobre ellos y cuidaron a sus heridos y enfermos.

Al segundo día, Menéstor presentó a César el recuento de bajas propias y del enemigo.

—Hemos recogido seis mil ciento treinta y dos cadáveres del enemigo —dijo su liberto, consultando el díptico de tablillas de cera que siempre llevaba consigo—. En total, se te han rendido y te han ofrecido juramento de fidelidad veintitrés mil trescientos ochenta antiguos soldados de Pompeyo.

—Eso significa que hay más de quince mil que han escapado para seguir combatiéndome un día más —dijo César, con los labios apretados.

—La felicidad nunca es perfecta, señor. Por otra parte, te han entregado ciento ochenta estandartes y nueve águilas.

Eso le hizo sonreír de forma casi involuntaria. Las águilas, más que el número de hombres, representaban el espíritu de las legiones. Eran las legiones. ¡Y nada menos que nueve se le habían rendido!

«A ver quién sigue dudando ahora si Pompeyo es más grande que César», pensó.

—En cuanto a nuestras bajas, hemos perdido a mil doscientos quince hombres. De ellos, treinta son centuriones.

César asintió con gesto grave. De esas pérdidas, la que más le había dolido era la de Crastino. Como era de esperar, los dioses habían aceptado su sacrificio. Lo habían encontrado entre una pequeña montonera de cadáveres, con una espada metida en la boca y la punta de hierro asomando por la nuca. Pero Crastino se había llevado unas cuantas víctimas más para los númenes infernales: hasta cuatro había matado antes de caer.

De los ciento veinte voluntarios que cargaron detrás de él, cincuenta y tres habían perecido. César ordenó que los enterraran en el mismo sitio en que había caído Crastino y les hizo erigir un pequeño túmulo. Fue un honor especial, ya que a los demás caídos los quemaron en enormes piras funerarias.

Durante dos noches, los oficiales de César banquetearon alegremente en la tienda de Pompeyo; sobre todo Marco Antonio, que al fin pudo dar rienda suelta a su glotonería y su sed dignas de Caribdis. César compartió el festín con ellos, pero su mente no se encontraba allí, sino que cabalgaba en la oscuridad persiguiendo al fantasma de Pompeyo.

«Tus hombres necesitan descansar —se repetía—. Han hecho mucho más de lo que es humanamente posible. Disfruta de la victoria y permite que se repongan».

En teoría, a él también le hacía falta descansar. Sin embargo, le era imposible. Desde hacía mucho tiempo una energía desconocida corría por sus nervios y los alteraba de tal manera que se sentía como un huésped invitado en su propio cuerpo. Más que impulsarlo, esa energía lo consumía —literalmente: Menéstor había tenido que abrir agujeros nuevos en cada uno de sus cinturones—, y lo atormentaba cuando estaba quieto, como un temblor invisible que agitaba su interior y que no se calmaba más que cuando se movía de un lugar a otro. Para él el presente se había convertido en una plancha de metal candente como las que los adiestradores utilizan para enseñar a bailar a los osos: al igual que los infortunados plantígrados, César tenía que levantar constantemente los pies, pues si los dejaba quietos un instante el aquí y el ahora lo abrasaban. Arrastrado por la ola del tiempo, viajaba siempre de puntillas en su cresta, justo donde rompía la espuma.

Por eso ahora no dejaba de pensar en el futuro, tanto en el inmediato como en el más lejano. Miles de enemigos se le habían escapado, entre ellos los mandos más importantes. Sabía, además, que en el norte de África el hijo mayor de Pompeyo andaba organizando un ejército para luchar contra él.

—Mírale, no nos hace caso —comentó Marco Antonio, recolocándose la corona de mirto que se le había torcido sobre la frente. Estaba como una cuba, lo que para un hombre de su tamaño significaba que se había trasegado por lo menos dos litros de vino—. Sigue pensando en Pompeyo. ¿Sigues pensando en Pompeyo, César?

Sin molestarse en contestar, César se levantó del triclinio y salió a respirar aire fresco. La noche era cálida, y mucho más dentro de aquella tienda saturada de humo y sudor.

Pensó en cómo actuar a continuación. Los informes que le llegaban aseguraban que los oficiales rivales se habían desperdigado. No podía perseguirlos a todos a la vez. En realidad, la única presa que le importaba era Pompeyo. «¿Cómo no voy a pensar en él, Marco Antonio?».

César apretó el puño y se clavó las uñas en la palma. Su impaciencia lo impulsaba a salir corriendo, tomar a sus jinetes germanos y partir en la oscuridad de la noche en pos de Pompeyo. «Espera al menos a que se haga de día», se dijo.

No tenía ninguna duda de que acabaría dando caza a su rival. Pompeyo era un buen general y un gran organizador, pero durante algunas horas al día dejaba de pensar en la guerra, se relajaba y dedicaba su mente a otras cosas, como el común de los mortales. César no. César no bajaba la guardia nunca e incluso en sueños planificaba batallas, asedios y persecuciones. Por eso sabía que al final encontraría y capturaría a Pompeyo.

Y cuando lo hiciera, ¿qué? ¿Qué haría con él?

No sentía odio ni rencor por su antiguo yerno. Por Labieno sí, pero no por Pompeyo. Incluso lo compadecía. Por lo que contaban muchos testigos, antes de la batalla el ambiente en el campamento había llegado a ser irrespirable, en lo cual coincidían con el relato que le había hecho el propio Pompeyo. Acosado por sus supuestos amigos y aliados optimates, en más de una ocasión se le vio salir de la tienda de mando con el rostro colorado como si fuese a reventar y profiriendo grandes voces. La retahíla más habitual que brotaba de sus labios empezaba: «¡Malditos estrategas de salón, generales de pacotilla!», y proseguía con una sarta de insultos y blasfemias cada vez más obscenos.

Así que cuando César le diera alcance, en lugar de hacerlo matar o cargarlo de cadenas, le ofrecería la mano y le diría: «Te entiendo, viejo amigo. Tú y yo somos iguales. ¿Cómo dejaste que esas sabandijas te arrastraran a su bando?».

César ya estaba preparando su discurso de reconciliación. Le ofrecería a Pompeyo una nueva alianza. Por supuesto, se las arreglaría para que no tuviese ningún poder real, pero lo rodearía de honores para que no se diese cuenta. Todos los hombres son vulnerables al halago. Mas en el caso de Pompeyo su vanidad se remontaba a tales alturas que topaba con los cimientos del Olimpo.

¡Ay, la vanidad! Cuando Pompeyo era muy joven y luchaba como general para Sila, se había empeñado en celebrar un triunfo por su campaña de África. El dictador se había opuesto al principio, pero incluso él —el tipo más duro que César había conocido en su vida— acabó rindiéndose ante la cabezonería y la insistencia de Pompeyo.

Todo lo que rodeaba a aquella ceremonia era irregular. Pompeyo no había cumplido todavía los treinta años, no era tan siquiera senador sino un simple équite y la guerra por la que reclamaba el triunfo la había ganado luchando contra romanos en una guerra civil. «Pero apoyados por el rey de los númidas», alegaba él.

Puesto que se le había concedido algo que no le correspondía, podría haberse conformado. Pero no: ya por entonces se había atribuido a sí mismo el epíteto de Grande, y tenía que demostrarlo llamando la atención y pasando a los anales. Por eso se empeñó en que su carro triunfal no lo arrastraran los tradicionales caballos blancos, sino cuatro enormes elefantes.

Para su desgracia, cuando llegó a la muralla e intentó atravesar la Puerta Triunfal descubrió que los paquidermos eran demasiado altos y chocaban con el dintel de piedra. Todo el cortejo tuvo que detenerse más de media hora mientras desuncían a los elefantes y los cambiaban por caballos. Por suerte, el general triunfador se pintaba la cara de rojo para imitar el color de la estatua de Júpiter Capitolino. Sólo eso evitó que al rubicundo Pompeyo se le notara demasiado el bochorno.

César se rió de buena gana al recordar la escena, que él mismo había presenciado. Pero al momento, echando cuentas del número de ilegalidades que se le habían consentido a Pompeyo, volvió a indignarse.

De todas formas, su resentimiento no iba contra Pompeyo, que se había beneficiado de las circunstancias, sino contra el resto de los senadores que tanto le habían consentido. A él, un advenedizo procedente del Piceno que, por muchos zapatos de senador que calzase, llevaba todavía estiércol del campo pegado a las suelas. La última ilegalidad había sido permitirle que fuese cónsul en solitario durante un año.

César, en cambio, había optado a cada una de las magistraturas suo anno, renunciando incluso a un triunfo por presentarse a la elección para pretor. Siempre había redactado sus decretos cumpliendo con todas las normas legales y había esperado los diez años de rigor para optar a un segundo consulado. No obstante, sus enemigos pretendían presentarlo ante el pueblo como un monstruo sanguinario, un tirano codicioso de poder y dispuesto a abolir todas las leyes y poner la República patas arriba.

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