La hija del Nilo (38 page)

Read La hija del Nilo Online

Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

BOOK: La hija del Nilo
2.68Mb size Format: txt, pdf, ePub

Aquel lujo cuadraba mal con los valores de sencillez y austeridad que cimentaban la República y que las madres romanas inculcaban a sus hijos desde pequeños contándoles las heroicas gestas de Cincinato, Lucrecia, Horacio Cocles, Camilo o personajes más cercanos en el tiempo como Régulo y Escipión Africano. Pompeyo era consciente de ese contraste, pero desde su campaña en Asia había comprendido que la mentalidad oriental se diferenciaba mucho de la romana. Aquí la ostentación no se consideraba vanidad sino muestra de poder. Tenía que impresionar a sus aliados y clientes, entre los que había atenienses y espartanos, chipriotas y panfilios, paflagonios, lidios y cilicios, judíos y árabes. De todos esos contingentes, los únicos a los que sacaba partido como guerreros eran los cretenses, excelentes arqueros, y los rodios, tan hábiles con la honda como los baleares, en el otro extremo del Mediterráneo. A los demás solía ponerlos en la retaguardia o rellenaba con ellos los huecos entre legiones; pero los necesitaba de su parte, pues eran más importantes por el alimento y el dinero que aportaban que por su contribución militar.

Entre los mandos que asistían a la reunión táctica de esa noche había incluso reyes y príncipes. Se encontraban allí, entre otros, Ariobarzanes de Capadocia, Taxiles y Megabates de Armenia, Deyotaro el gálata y Sadalis de Tracia. Para impresionar a todos esos potentados, lo mínimo que podía hacer Pompeyo era servirles manjares en bandejas de plata y bebida en copas de oro o al menos de vidrio soplado de Sidón. El vino era el mejor caldo de Quíos, refrescado con nieve del Olimpo que conservaban en cisternas frigidarias excavadas dentro de la misma tienda. Y, por cierto, ¡qué pronto se acostumbraban a esos lujos los virtuosos romanos Esfínter, Domicio, Léntulo, Rufo, su suegro Escipión, Afranio y todos los demás! Eran ellos los que habían sugerido el menú para el banquete de mañana, pues, como decía Esfínter: «No todos los días se celebra la salvación de la República».

Precisamente una de las razones por las que Pompeyo tenía decidido presentar batalla era por no perder el prestigio ante sus aliados y clientes orientales. Sabía de sobra que empezaban a rumorear entre ellos que no se atrevía a combatir frontalmente contra César porque le tenía miedo. ¡Él, Pompeyo el Grande, criado en un campamento militar, que a los veinte años ya reclutó su primer ejército por sus propios medios! ¡El hombre que más territorios había conquistado para Roma y que había convertido a la República en señora absoluta de los mares! ¿Cómo iba a tener miedo él, el hijo predilecto de Marte y Belona?

Lo lamentaba por César. Durante su breve conversación había recordado que sentía más simpatía por él que por la mayoría de los optimates que atestaban la sala de conferencias de la tienda. Pero, al igual que Aquiles admiraba a Héctor y sin embargo tuvo que matarlo en duelo para demostrar su virtud, a él no le quedaba más remedio que demostrar de una vez y hasta el fin de los tiempos quién era el más grande de los romanos.

—Caballeros —declaró con voz solemne Pompeyo—. Os anuncio que mañana terminará esta guerra.

Tanto los legados y oficiales como los jefes aliados se miraron sorprendidos. Luego estallaron en aplausos. Pompeyo levantó la mano y pasado un rato consiguió imponer silencio.

—Por la mañana —prosiguió— saldremos al campo de batalla. Esta vez nos internaremos más en la llanura. César no resistirá la tentación. Pero si está esperando que esas legiones galas de las que tanto se ufana le den la victoria, va a llevarse una gran decepción. Pues la infantería ni siquiera tendrá tiempo de entrar en acción antes de que su derrota sea total.

Se desataron murmullos de incredulidad. De nuevo, Pompeyo tuvo que esperar a que se callaran.

—Sé que lo que acabo de decir suena increíble, pero no lo es. En cuanto yo dé la señal para la batalla, nuestra caballería atacará el flanco derecho de César. Él pondrá allí a sus jinetes, pero los nuestros los barrerán del campo gracias a su valor y su superioridad numérica. Cuando lo hayan hecho, rodearán el ejército de César por la retaguardia y sembrarán el caos en sus filas. ¡Todo eso ocurrirá antes de que nuestros legionarios lancen una sola jabalina! Lo único que le quedará por hacer a la infantería es colaborar con la caballería para terminar de destruir al enemigo.

Tras un nuevo coro de voces, ahora más laudatorias que escépticas, Pompeyo declaró:

—De esa misión se encargará Tito Labieno, al mando de toda la caballería. Labieno, ¿quieres añadir algo?

El antiguo legado de César se adelantó de la primera línea del corro que formaban los mandos principales. Era un hombre de mediana estatura que parecía tener más años que su verdadera edad por lo curtido de su rostro y porque una pedrada recibida en el sitio de Alesia le había arrancado cuatro incisivos. Sin ser guapo por naturaleza, aquel hueco en las encías no sólo lo afeaba más, sino que hacía más feroz un rostro de por sí hosco con aquella barba híspida y aquellos ojos tan juntos.

—¡Amigos! —dijo Labieno, aunque ni su gesto ni su semblante resultaban amistosos—. Sé que algunos temen al ejército de César porque creen que es el mismo que conquistó a los fieros galos y a los germanos. Os puedo decir que no, y con conocimiento de causa. En primer lugar, la caballería tuvo mucho que decir en esos éxitos, y ahora la mayoría de sus jinetes se encuentran aquí conmigo.

»En segundo lugar, muchos de esos hombres han ido muriendo durante las mismas campañas galas, y después por la peste que se propagó por Italia mientras nosotros estábamos ya en Grecia, y a muchos más les hemos dado muerte nosotros en Dirraquio.

—Sobre todo tú, carnicero —oyó murmurar Pompeyo a su lado. Prefirió no saber quién lo había dicho; él también se sentía culpable por haber permitido que Labieno vejara a los prisioneros antes de degollarlos y los arrojara todavía agonizantes a una zanja.

Labieno, haciendo caso omiso al comentario, prosiguió:

—César quiere hacernos creer que las legiones que tiene aquí son veteranas, pero en su mayoría están formadas por reclutas alistados el año pasado en Hispania y en la Galia Cisalpina. ¡Por eso, os digo que es muy posible que mi caballería los masacre a todos antes de que vuestras legiones tengan oportunidad de intervenir!

Según la información que poseía Pompeyo, lo que decía Labieno sobre las legiones de César era, cuanto menos, una exageración. Con todo, los presentes acogieron su afirmación con aplausos. Labieno levantó la copa de vino y dijo:

—¡Para mí es un orgullo ser el elegido para asestar el golpe definitivo al enemigo de la República! No me parece un azar que la caballería que tantos éxitos dio a Alejandro Magno le brinde ahora el triunfo a su glorioso sucesor, Pompeyo el Grande. ¡Aquí y ahora juro ante Júpiter Capitolino, Juno y Minerva que no regresaré a este campamento si no es como vencedor de Julio César!

Todos brindaron por la victoria. Salvo Pompeyo, que se sentó en su silla curul, dio un largo sorbo de vino y pensó con gesto sombrío: «Tú encárgate de derrotar a César como tanto alardeas, Labieno, que ya te bajaré yo los humos».

45

—¡César, César!

Cuando abrió los ojos no vio junto a la cama el rostro de su madre, con la que estaba soñando, sino el de Menéstor. Su liberto parecía preocupado.

—¿Ocurre algo?

—No, señor. Sólo es que ya han tocado diana. Debe ser la primera vez en mi vida que te veo seguir durmiendo después de la escandalera que organizan todas esas trompetas.

César se incorporó y se dejó caer hasta el suelo desde el gran arcón que sujetaba su lecho. Tras hablar con Crastino y decidir cómo iba a actuar si Pompeyo se resolvía a salir a la llanura, se había dormido como un bebé, con un sueño tan profundo como no recordaba desde hacía años.

—Qué curioso, Menéstor —dijo mientras su criado lo afeitaba y la tienda empezaba a llenarse de actividad—. ¿Sabes a quién le pasó lo mismo?

—Depende. ¿Quieres que lo sepa o que no lo sepa, señor?

—¿Cuántas veces tendré que decirte que me llames César sin más?

—No me sale, señor. Y en cuanto a tu pregunta, le ocurrió a Alejandro la misma mañana de la batalla de Gaugamela.

—Supongo que no se puede dar lecciones de historia de Grecia a un griego.

—Me permito recordarte que Alejandro era macedonio, señor —dijo Menéstor, sujetándole la punta de la afilada nariz para pasar la cuchilla por el surco entre la nariz y el labio.

—Cuando os conviene, Alejandro era griego y cuando no, macedonio. En cualquier caso, no es mal presagio, ¿no te parece?

—Pensé que no creías en esas cosas, señor.

—Como los griegos con Alejandro: creo cuando me conviene, Menéstor, cuando me conviene.

Tras el afeitado, César se lavó a conciencia con agua y con sapo o jabón, una sustancia que fabricaban los germanos mezclando ceniza de haya y grasa de cabra, y que luego prensaban en pastillas. Había comprobado que era más eficaz que el aceite de oliva, y si se mezclaba con perfume —un refinamiento que hacía arrugar la nariz a Saxnot— dejaba un olor agradable en la piel.

Mientras se lavaba, el personal de servicio de la tienda entraba y salía. Eran pocos los que no habían visto en cueros a su general, que llevaba su desnudez con tanta soltura y naturalidad como la toga o la armadura.

Por fin, se atavió para la batalla. Sobre el subligaculum, la ropa interior, se puso una túnica de finísimo lino blanco que le cubría los brazos hasta los codos. Era prácticamente el único en el ejército que llevaba esas mangas, pero se trataba de una costumbre que había adquirido cuando era un niño en la Suburra y quería taparse los brazos para que los demás críos del barrio no vieran lo enclenques que tenía los bíceps. Con los años, el ejercicio había musculado sus brazos y su torso, pero seguía usando ese tipo de túnica que algunos le criticaban como capricho de petimetre.

Por encima de la túnica se colocó el subarmalis, un justillo de piel relleno de lino que protegía el cuerpo del propio roce de la coraza. Para ceñirlo se ajustó su viejo cinturón, una correa de cuero que había utilizado en su primera batalla contra los helvecios.

—¿Algún día cambiarás de cinturón, señor? Está tan descolorido que desentona con el resto —le preguntó Menéstor, arrodillado para atarle los calcei, las botas cerradas que solían llevar los oficiales.

—Cuando se caiga a pedazos, me lo pensaré —respondió César. Tan racional en casi todo, no podía evitar ciertas supersticiones. Aquel cinturón había estado con él en todas sus victorias. Hoy, al menos, lo acompañaría una vez más.

Mientras se abrochaba la hebilla, sus ojos recorrieron distraídamente el escritorio. De pronto vio la carta de Julia, envuelta en su cinta amarilla.

«Hoy es el día más importante de mi vida», pensó. Cogió el pequeño papiro que aún no se había atrevido a leer y lo remetió entre el cinturón y el justillo. Viviera o muriera, las palabras de su hija estarían con él.

Por fin, Menéstor le ayudó con la coraza. En esta ocasión eligió una de bronce que imitaba los músculos del torso, cerrada por anillas con correas en el lado izquierdo de tal manera que, si era necesario, podía desatarlas con facilidad y librarse de aquel caparazón. Por debajo era muy ancha y abierta, de modo que al montar a caballo no se clavase en las ingles ni los muslos. Para evitar que la parte superior le hiciera rozaduras, Menéstor le ató un pañuelo rojo al cuello. Era el color que llevaban los legionarios de la X, porque César les había otorgado el derecho a llevar el mismo distintivo que él. A los de la IX, después del motín, les había prohibido que llevaran sus pañuelos amarillos, y durante el tiempo que duró el castigo se los podía reconocer fácilmente por las marcas y erupciones en la garganta y la nuca.

Sobre la coraza, el propio César se cruzó el tahalí que sujetaba la funda de la espada. Los soldados la llevaban en el costado derecho, pero la suya, un espléndido gladio de acero forjado por un herrero de Gades, colgaba junto a su cadera izquierda.

Después, Menéstor le echó por encima el paludamentum, la capa roja de César que ya se había hecho legendaria. Pocos oficiales llevaban manto en el mando de batalla, porque podía suponer un estorbo o incluso un peligro si se enganchaba entre ramas o un enemigo tiraba de ella para derribarlo del caballo. Pero con esa capa César resultaba inconfundible desde lejos. Uno de los adagios de su tío Mario, uno de los mayores talentos militares que había engendrado Roma, rezaba: «Es más importante que los soldados vean a su general que el general a sus soldados». Gracias a que habían visto aquella capa, sus hombres lograron resistir en el peor momento del sitio de Alesia, cuando Vercingetórix desde dentro de la ciudad y Vercasivelauno desde el exterior lanzaron un ataque simultáneo con más de cien mil hombres.

Por último, Menéstor descolgó del armero el yelmo que César solía usar con aquella coraza, una pieza con carrilleras y un gran penacho de crines negras. César lo tomó bajo el brazo. En la batalla, a no ser que él mismo entrara en combate como había hecho en el Sabis, solía llevarlo colgado de la silla, para que los soldados vieran bien el rostro de su general y supieran cuánto confiaba en que Fortuna lo protegería.

Cuando salió de la tienda, ya estaban delante de ella casi todos los legados y los tribunos, más los primipilos de cada legión.

—¿Damos ya la orden de levantar el campamento, César? —preguntó Marco Antonio.

De pronto César se quedó dudando, y por un instante se sintió ridículo. En su cabeza venía tarareando la marcha de Zama, convencido de que iban a entrar en combate. Pero, como solía ocurrirle al despertar, los pensamientos que tan convincentes le habían parecido durante la noche ahora se le antojaban descabellados a la luz del día. ¿Quién le aseguraba a él que Pompeyo iba a sacar su ejército al campo de batalla?

Sus dedos hurgaron bajo la coraza, entre el cinturón y el justillo, y tocaron el lazo que rodeaba la carta. Sí, iba a ser hoy. Tenía que ser el día. Pero ¿cómo explicárselo a su plana mayor sin revelarles que había mantenido un encuentro secreto con Pompeyo?

Le sacó de su vacilación el hueco golpeteo de unos cascos de caballo a su espalda. Un explorador germano venía cabalgando de la puerta pretoria. Al llegar cerca del grupo de oficiales, hizo girar a su montura y se bajó agarrándose de sus crines sin molestarse en detenerla del todo.

—¡César! ¡Pompeyo está saliendo!

El corazón de César se aceleró.

Other books

The Daddy Decision by Donna Sterling
Kidnapped Colt by Terri Farley
Double Bind by Michaela, Kathryn
Blood Magic by Eileen Wilks
Outback Sisters by Rachael Johns
The Musician's Daughter by Susanne Dunlap