En cualquier caso, sabes que cuentas con todo mi apoyo. Es ley natural que tú gobiernes a tu hermana, del mismo modo que el padre Júpiter gobierna a Juno y todo marido gobierna a su esposa.
Que tú y tus súbditos disfrutéis de salud y prosperidad.
Al pie de este largo párrafo había unas líneas más, escritas con una caligrafía picuda y torcida que conocía demasiado bien, pues cuando su hermano era niño había intentado en vano que la enmendara.
Querida hermana:
Te envío esta carta para que la guardes en tus archivos. Es el original. A mí me basta con la copia y con la amistad de Pompeyo el Grande. En el hipódromo hay que saber apostar por los caballos ganadores. Eso es lo que ha hecho Pompeyo conmigo, y eso es lo que hago yo con él.
Pese a que sabía contener sus emociones desde niña, lo que acababa de leer era de una injusticia tan palmaria que se le saltaron las lágrimas. ¿Qué significaba eso de «mi flota domina los mares gracias, entre otras ayudas, a los barcos que tan amablemente me enviaste»? ¡Era ella quien había dado la orden de mandar esas naves! No lo había hecho por elegir un favorito en la guerra entre César y Pompeyo, sino porque el hijo de éste se había presentado en Alejandría pidiendo treinta galeras y diez cargueros de provisiones. Cleopatra, que andaba más necesitada de comida que de barcos, había regateado con él hasta conseguir que aceptara el doble de naves y la mitad de comida.
Y así era como se lo pagaban ahora.
Su hermano y Pompeyo habían tomado la decisión por ella. A partir de ese momento, tendría que rezar a los dioses por la causa de César, por muy perdida que pareciese. Si no, contra el poder de Egipto y Roma unidos sólo le quedaría la opción de exiliarse a algún lugar donde nadie conociese su nombre ni el de su dinastía maldita.
—¿Ocurre algo, señora? —le preguntó Carmión—. ¿Malas noticias?
—No es nada, Carmión —contestó ella, secándose las comisuras de los ojos con la punta del pañuelo con mucho cuidado de que el maquillaje no se corriera.
—Mira que te conozco, señora...
—¡Pues si me conoces no preguntes más!
Tras este estallido, Cleopatra entró en la casa y subió la escalera que llevaba al segundo piso. Sus pies taconearon furiosos en la galería de madera que rodeaba el patio. Necesitaba desahogarse, y la única persona con quien podía hacerlo era su hermana.
—¡Mira lo que ese renacuajo ha hecho! —exclamó, empujando la puerta, que estaba entornada.
Al cruzar el umbral se quedó petrificada. Arsínoe se hallaba desnuda encima de la cama, apoyada sobre las rodillas y las manos. Detrás de ella, Ganímedes la sujetaba por las caderas y empujaba una y otra vez, con sacudidas tan vigorosas que los pechos de su hermana se bamboleaban como péndulos y sus nalgas se estremecían en cada impacto.
Al ver a Cleopatra, los ojos azules de Arsínoe se abrieron como dos decadracmas de Siracusa. Después sonrió y dijo:
—¿Por qué paras ahora, Ganímedes? ¡Vamos, sigue!
Sin apartar la vista de la espalda de Arsínoe, Ganímedes reanudó sus embestidas. Las fibras de su torso y las venas de sus brazos se marcaban como sogas por el esfuerzo de sus músculos.
Cleopatra cerró la puerta y se marchó, con el rostro tan rojo como la púrpura de Tarento.
—¿Se puede saber por qué has dejado la puerta abierta?
—No lo sé, creí que la había cerrado —contestó Arsínoe, encogiéndose de hombros mientras se recogía los cabellos sudorosos bajo una redecilla de hilo de oro. Cleopatra, con los brazos en jarras, paseaba arriba y abajo de la estancia.
—¡Me resulta difícil creerlo! Eres una desvergonzada.
—Ya te he dicho que no sabía que estaba abierta —insistió Arsínoe con tono cansino.
—¡Si fuera así, habrías corrido a esconderte o te habrías metido debajo de la manta en vez de decirle a tu eunuco que siguiera!
Arsínoe dejó de mirarse en el espejo y se volvió con una sonrisa pícara que en otras ocasiones Cleopatra encontraba adorable. Hoy no.
—Podrías haberte unido. No soy egoísta con mi eunuco. Te lo podría haber prestado.
—¡No digas obscenidades!
—Lo digo en serio. Está tan dotado que el nombre «eunuco» es injusto para él. Y aguanta mucho. Más que otros hombres, te lo aseguro.
—Pero ¿es que te acuestas con más hombres?
Arsínoe puso los ojos en blanco y volvió a mirarse en el espejo.
—¿Qué te crees, que soy una Atenea renacida como tú? Es lo que han hecho siempre las mujeres de nuestra familia, menos tú, que eres una remilgada.
—¿Qué es lo que han hecho? ¿Acostarse con quien les apetece y cuando les da la gana, como vulgares prostitutas?
—Las prostitutas fornican por dinero. Yo lo hago porque me produce un placer que ni siquiera alcanzas a imaginarte. ¡Pobre Cleopatra!
—¡¿Pobre Cleopatra?! ¡¿Pobre Cleopatra?!
Asustado por las voces, el gato de Cleopatra corrió a esconderse. Al ver su rabo blanco asomando bajo un diván, la joven respiró hondo y apretó los puños. Aunque ahora fuese una reina desposeída, no podía perder el control de aquella forma.
Lo malo era que no podía sacarse de la cabeza a Arsínoe y Ganímedes copulando, una imagen que la repugnaba y la excitaba en una proporción que ni ella misma habría sabido calcular. Entre eso y la carta de Pompeyo, lo único que deseaba ahora mismo era meterse en su propia cama, encogerse bajo la manta y llorar contra la almohada.
Lujos que no se podía permitir.
—Está bien —dijo, bajando adrede el tono—. Olvidemos lo que ha sucedido.
—Yo no quiero olvidarlo —respondió Arsínoe sin mirarla—. ¿Por qué iba a hacerlo?
—Escucha. Hasta ahora te he consentido estos juegos, y creo que he hecho mal. Pero a partir de ahora se acabó. Si es necesario, nos libraremos de Ganímedes y te buscaremos un eunuco al que no le hayan dejado nada entre los muslos.
Arsínoe giró el trasero sobre el taburete y se volvió hacia ella con gesto de incredulidad.
—¿Qué estás diciendo? ¿«Se acabó»? ¿«Nos libraremos de Ganímedes»? ¿Quién te crees que eres?
—Tu hermana mayor —respondió Cleopatra, cuidando de no alzar la voz ni acelerar las frases—. Y también tu reina legítima.
—¿Reina de qué? ¿De este poblacho polvoriento y lleno de moscas donde nos vemos desterradas?
Era un comentario muy injusto considerando la hospitalidad que les brindaban allí; sin acercarse ni por asomo a la categoría de Alejandría, Ascalón era una ciudad próspera y no tenía ni más ni menos moscas que cualquier otro lugar donde hubiera rebaños y barcos de pesca.
—He hablado con Malik.
—¿Con quién, con el rey de los camelleros? —preguntó Arsínoe.
—Que los camellos pasen por su ciudad no significa que él los conduzca. Malik es un hombre de noble linaje. —Cleopatra tragó saliva y esta vez sí tomó carrerilla—: Le he ofrecido tu mano y él ha dicho que sí.
Arsínoe dejó de parpadear y abrió tanto los ojos que sus iris azules se vieron rodeados por el blanco de la esclerótica.
—¿Que le has ofrecido mi mano?
—No es necesario que me lo hagas repetir todo.
Arsínoe se levantó apretando los puños y adelantó el rostro tanto que su saliva salpicó a Cleopatra.
—¡Pues ya puedes decirle a ese árabe piojoso que estabas de broma, porque no me casaré con él aunque mates al resto de los hombres que pisan la tierra!
—Arsínoe, escucha...
—¡No, escúchame tú! —respondió ella, agitando el dedo índice ante los ojos de Cleopatra—. ¡Me he dejado mangonear por ti desde que tengo uso de razón, pero eso se acabó!
—Yo no te he mangoneado. Además, ¿qué vocabulario es ése?
—¡El que me da la gana usar! ¡Como si te quiero decir que me encanta que Ganímedes me clave la polla hasta hacerme gritar!
Aquellas palabras, o tal vez la imagen que invocaban, alteraron tanto a Cleopatra que se le escapó la mano y le dio un guantazo a su hermana. Al momento se llevó la mano a la boca y retrocedió. Nunca le había pegado, ni cuando era muy pequeña y Arsínoe tenía las típicas rabietas de niña.
Sin embargo, para su sorpresa, el bofetón surtió un efecto milagroso. Arsínoe se tocó el labio y se miró la mano para ver si tenía sangre. Después, pasados unos segundos, habló con voz mucho más grave y lenta, como si su vitalidad se hubiera esfumado al mismo tiempo que su ira.
—Yo... Lo siento, Cleopatra. No debería haberte hablado así. No es propio de mí.
—No, no lo es.
—No sé qué me ha pasado. Es... Es este lugar, compréndelo.
—A mí me pasa lo mismo, Arsínoe. Perdóname por haberte pegado.
—¿Me perdonas tú a mí?
Cleopatra abrió los brazos y se dejó estrechar por su hermana. Al sentir su barbilla en el hombro cerró los ojos y sus manos se crisparon sobre la espalda de Arsínoe. Tenía un nudo en la garganta y la barbilla le temblaba.
Pero no lloró. Y no fue por control de reina, sino por lo que notó a través de la piel y del cuerpo.
Pues supo que los ojos de Arsínoe estaban mirando a la pared sin parpadear, fríos como los de una cobra. Y quizá igual de venenosos.
Dirraquio
César salió de la tienda pretoria al oír el clamor de los soldados. Tras el final desastroso de su contraofensiva sobre Dirraquio, pensaba que iban a amotinarse o a exigir que los licenciara de inmediato y renunciara a la guerra.
Para su asombro, en cuanto apareció en la puerta se hizo un silencio tan absoluto como cuando el sacerdote ordena que levanten la segur para degollar a la víctima sacrificial.
Los centuriones habían formado un semicírculo delante de la tienda, con las cabezas descubiertas. Tras ellos se agolpaban los soldados, miles y miles. Muchos estaban sentados en el suelo y otros se apoyaban en sus compañeros porque apenas se tenían en pie por culpa de las heridas. Por encima de ellos y de los montes que delimitaban la región por el este se levantaba un sol tristón, y el cielo se veía cubierto de cirros teñidos de rojo que anticipaban la llegada de más nubes de lluvia.
Dos centuriones se adelantaron del resto. Uno de ellos era Gayo Crastino, un hombre ya cuarentón de piernas cortas, tórax ancho, rostro curtido como un campesino y mandíbula cuadrada. Contaba los chistes más obscenos y divertidos de todo el ejército y tanto sus hombres como los de otras unidades lo adoraban.
Crastino se había licenciado un año antes con tantas condecoraciones que no le cabían en el pecho y se había comprado una finca en Campania. Pero cuando se enteró del motín de la IX legión, dejó en casa a su mujer y a sus hijos y acudió cabalgando hasta Placentia. En el camino logró localizar a ciento veinte soldados que habían servido con él y los convenció para que lo siguieran. Cuando llegaron a Placentia, todos ellos pidieron permiso a César para alistarse de nuevo como voluntarios. Él nombró a Crastino primipilo, formó con sus hombres una centuria extra y la integró en la X legión, que siempre había sido su favorita.
El segundo centurión era Casio Esceva, mucho más alto que Crastino, tan enorme como el mayor de los germanos aunque por sus venas corriera pura sangre italiana. A él no lo adoraban, sino que lo temían. Pero nadie había destacado como Esceva durante el asedio de Dirraquio. Aunque todavía no se había recuperado de las heridas sufridas durante el asalto a su fuerte, veinticuatro horas antes había logrado contener a la caballería de Labieno el tiempo suficiente para que las cohortes del ala derecha escaparan de la destrucción.
Esos dos hombres se arrodillaron delante de César y pusieron sus espadas en el suelo.
—Te hemos fallado, César —dijo Crastino.
Estaba llorando. ¡Llorando el gran Gayo Crastino! Lo hacía tan compungido que el pecho se le agitaba en sollozos convulsivos. Sus lágrimas no tardaron en contagiarse a los centuriones que formaban detrás de él, y de éstos a los soldados, hasta que todo el campamento se llenó de un llanto que encogía el alma.
Incluso Esceva lloraba por su único ojo, ya que el cirujano le había extirpado el lacrimal del otro. A César le resultó increíble que aquel hombre se conmoviera de tal modo; sin embargo, cuando olisqueó el aire notó que olía a vino incluso a tres metros de distancia. Eso explicaba que su corazón se hubiera ablandado y compartiera la congoja de sus compañeros.
César se volvió hacia Crastino.
—Levántate —dijo—. ¿Por qué dices que me habéis fallado?
El centurión agitó la cabeza a los lados y siguió clavado de hinojos en el suelo.
—Tu plan era perfecto, César —respondió—. La derrota sólo es culpa nuestra. Eres mucho mejor general que Pompeyo, lo que significa que nosotros debemos ser peores que esos bisoños que tiene por soldados.
Otros centuriones se adelantaron del grupo y se arrodillaron junto a Crastino, quitándose las armas y las condecoraciones para ofrecérselas a César. Mientras tanto, Esceva se limpiaba las lágrimas con el pañuelo azul de la VI e hipaba de desconsuelo. O de la borrachera que llevaba encima, también era posible.
—¡Condúcenos a la batalla hoy, César! —exclamó un hombre desde las filas de la VI.
Lo reconoció. Era Tito Furio. Esceva lo había nombrado su optio y, por lo que sabía César, había acertado.
—¡Llévanos a la batalla para que venguemos nuestro honor y el tuyo! —insistió Furio, levantando el puño en alto. Tenía el brazo tan largo que parecía en sí un estandarte.
—¡Sí, llévanos a la batalla! ¡Ahora mismo!
Nunc! Nunc!
[7]
Ésa única sílaba rotunda y sonora se convirtió de repente en la consigna que corrió por las filas. Nunc! Nunc! Nunc! Los soldados se llevaron las manos a la boca para ahuecar más las úes, que resonaban como tubas de guerra.
César sintió un estremecimiento que le recorrió los brazos y la nuca, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Se las secó con el manto, aprovechando para cubrirse un momento el rostro mientras los gritos redoblaban su fuerza, acompañados por el estrépito de las espadas y los venablos aporreando escudos y yelmos.
—Nunc! Nunc!
—¡Silencio! —ordenó César levantando la mano.
Todos enmudecieron de golpe. En aquella repentina quietud, un águila que sobrevolaba el bosque cercano soltó un agudo chillido. Alguien entre los centuriones susurró: «Es un buen presagio».
—¡Soldados de César! —exclamó, usando el pecho como caja de resonancia tal como había aprendido de joven gracias a las lecciones de un actor.