Uno de los guardaespaldas de Menéstor no tardó en llevarse la mano a la boca y, como los cuerpos de los remeros le impedían llegar a la borda, se dobló sobre sí mismo y vomitó sobre las tablas del suelo. El gigante germano hacía equilibrios con las piernas para conservar la vertical, mientras que el esclavo de César se mantenía sin aparente esfuerzo apoyado en el báculo.
Para colmo, empezó a llover. León alzó la mirada de nuevo. Sobre sus cabezas todavía se veían algunas estrellas: la lluvia venía de las nubes del oeste y caía al sesgo empujada por el viento, anticipando el aguacero que podía caerles encima. Toda la Hermes crujía, pero el rechinar de la tablazón apenas se oía contra el silbido creciente del aire y el romper de las olas.
León volvió los ojos a popa. Apenas se habían alejado cincuenta metros de la sombra oscura de la costa. Estaban prácticamente clavados en el sitio, como en una pesadilla.
—¡Tenemos que volver! —exclamó, dirigiéndose a Menéstor—. ¡Habrá otras noches mejores!
—¡No! —respondió el esclavo—. ¡Tiene que ser ésta!
—¿Por qué?
—¡No siempre puedo escapar de los ojos que me vigilan!
León abrió los ojos como platos, pero volvió a entrecerrarlos cuando un salpicón de espuma y sal azotó su rostro. ¿Acaso estaba siendo cómplice en la fuga del sirviente más valioso de César? Aquello podía costarle la cruz, como poco.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
Menéstor soltó el bastón, se enderezó y se bajó la capucha. De repente había crecido más de dos palmos, y ahora era más alto que León y que sus guardaespaldas, y no mucho más bajo que el germano. Al menos medía un metro ochenta y su corcova se había curado por ensalmo.
Aquel rostro de frente amplia, pómulos altos y nariz afilada le resultaba muy familiar a León. El hombre, al que había visto representado en bustos de mármol y bronce, le agarró el brazo con dedos largos y finos que, sin embargo, apretaban como tenazas de herrero.
—¡Sigue adelante y no temas, amigo!
Su voz había adquirido de improviso un timbre metálico y penetrante, como un clarín de cobre. El presunto Menéstor miró a su alrededor y se dirigió a todos los tripulantes, que habían abandonado por un instante su labor.
—¡No temáis ninguno de vosotros, pues no transportáis un cargamento cualquiera! ¡Lleváis a bordo a César y su fortuna!
«¡Julio César!», murmuró León entre dientes. De modo que transportaba en su humilde liburnia al gran general, al hombre que se disputaba con Pompeyo el Grande el dominio del mundo.
Las llamas de la tea de Saxnot, que se empeñaban en resistir contra el viento y la lluvia, tallaban como cinceles de bronce las facciones de César. Fuese por la fuerza que transmitían sus rasgos o por las chispas que saltaban de sus ojos, León sintió de pronto que no podía defraudar a aquel hombre. Caminando entre sus remeros y palmeando la espalda a cada uno, los exhortó:
—¡Vamos, muchachos! ¡Demostrad al gran César que no hay marinos en toda la tierra como los rodios, ni nave como la Hermes! ¡A Brindisi!
César observó con aprobación cómo León se movía por la nave, animaba a los remeros e impartía órdenes al timonel y los demás tripulantes. Siempre había tenido un don para juzgar a los líderes, y aquel joven marino lo era. Mandaba a sus hombres mediante el ejemplo y la inspiración, no por el temor, aunque resultaba obvio que sabría mantener su autoridad recurriendo a la fuerza si lo veía necesario. Imaginándose que en lugar de rodio fuese romano, César lo nombró mentalmente tribuno de una de sus legiones y pensó que cumpliría bien en el puesto.
¿Y por qué no podría ser romano, aunque hubiese nacido griego?, se preguntó.
Los propios partidarios de César lo habrían arrojado de cabeza a aquel mar embravado de haber sospechado las ideas que le rondaban por la cabeza. Uno de sus propósitos —siempre que consiguiera derrotar a Pompeyo y los suyos— era extender paulatinamente la ciudadanía romana a todos los habitantes de los territorios conquistados.
La mayoría de los romanos opinaban que compartir la ciudadanía con otros pueblos era rebajarla, convertirla en poco menos que una baratija, como mezclar vellón en un denario de plata. César, al contrario, creía que de esa manera engrandecería Roma y le aseguraría a su patria una existencia duradera, casi eterna. Pues no eran los privilegios los que habían hecho poderosa a la República, sino las leyes y los objetivos comunes.
Pero sus enemigos los optimates, tozudos como mulas viejas, no querían ver lo que tenían ante sus ojos. Guiados por los ladridos de Catón, seguían empeñados en aferrarse al mos maiorum. ¿Acaso no veían los ejemplos de la historia? ¿Qué había ocurrido con los espartanos? Durante siglos fueron los guerreros más afamados de Grecia, invencibles en el campo de batalla. Pero eran tan tradicionalistas y celosos de sus privilegios que el número de sus ciudadanos se reducía sin cesar. En su época de gloria habían llegado a ser diez mil. Ahora, en cambio, no quedaban más que unos centenares de auténticos espartanos habitando una ciudad atrasada y empobrecida.
Y, por supuesto, se habían convertido en vasallos de los romanos.
César, capaz de concentrarse en cualquier circunstancia, se había abstraído ahora de todo lo que le rodeaba, pese a los violentos zarandeos de la nave, el silbo del viento y los hostigos de agua y espuma. La cuestión de la ciudadanía le había traído a la memoria su niñez. Tenía nueve años cuando el pánico recorrió las calles de Roma al saber que los aliados de la República se habían rebelado contra ella, movilizando un ejército de cien mil soldados adiestrados en las mismas tácticas y disciplina que las legiones.
Pero la culpa era de la propia Roma. Aquellos aliados, después de siglos combatiendo junto a los romanos primero en Italia y luego fuera de la península, habían pedido que se les otorgara la plena ciudadanía. El senado y el pueblo se negaron, y aquello desencadenó la Guerra Social. Y todo eso, ¿para qué? Al final, la República había concedido a los socii lo que pedían, y la ciudadanía se había extendido hasta la orilla sur del río Po.
Cicerón, que le sacaba unos años y era por aquel entonces un joven recluta, le había contado a César una escena que presenció en aquella guerra. Cuando el cónsul Pompeyo Estrabón se encontró con el general adversario, Publio Vetio, le preguntó: «¿Cómo he de dirigirme a ti?». Vetio contestó: «Como alguien que es un amigo de corazón, pero un enemigo por necesidad».
Así se sentían muchos contendientes por aquel entonces, amigos enfrentados por absurdas y terribles circunstancias. César recordaba a su padre sacudiendo la cabeza y lamentándose: «¡Qué sangriento desperdicio!» mientras decenas de miles de jóvenes romanos e italianos se masacraban en los campos de batalla.
Quien no se había comportado precisamente como un amigo era Pompeyo Estrabón: cuando tomó la ciudad de Ásculo, lo hizo a sangre y fuego, ejecutando a todos los varones y esclavizando al resto de la población. Ese temperamento cruel lo había heredado su hijo Pompeyo, antiguo amigo y yerno de César, al que habían conocido en sus primeros años como «el joven carnicero» por las brutalidades que llevó a cabo en Sicilia contra los partidarios de Mario.
«Tú también has arrasado ciudades como Estrabón», le recordó una voz interior, el César más crítico de sí mismo. ¿Qué había ocurrido en Avarico o en Uxeloduno?
«¿Y por qué no piensas en qué no ha ocurrido en tantas otras ciudades? —contraatacó el César que se defendía y justificaba—. ¿Cuántas veces he logrado contener a mis hombres para que no violen, incendien y saqueen?».
Sacudió la cabeza con vigor. «Ya estás otra vez mirando la alforja de la espalda», se dijo.
Parafraseando una vieja fábula, César creía que cada hombre carga desde que nace con dos alforjas, una delante y otra a la espalda. En la conseja original de Esopo, dentro de la alforja delantera se guardaban los vicios ajenos y en la trasera los propios; por eso percibimos tan bien los defectos de los demás mientras que somos ciegos a los nuestros.
En la versión de César, la alforja delantera contenía planes y sueños para el porvenir. Cada hombre venía al mundo con ella repleta, pero poco a poco se iba vaciando de proyectos. La alforja colgada a la espalda, en cambio, empezaba hueca y a lo largo de la vida se iba llenando de recuerdos, tanto de éxitos como de fracasos pasados, normalmente mucho más abundantes.
César había comprobado que, al pasar de los cuarenta, la mayoría de los hombres empezaban a echar mano de la alforja de la espalda y pasaban más tiempo rumiando sus memorias que planeando nuevas metas. Y eso ocurría porque mirar la alforja del porvenir y encontrarla cada vez más vacía los hundía en la depresión, de modo que era preferible apartar los ojos de ella.
Él siempre se había negado a ser así. Por su propia naturaleza, siempre había mirado adelante. Vivía en todo momento en la huidiza frontera entre el presente y el futuro, y no dejaba de llenar la alforja delantera con nuevos objetivos.
Pero últimamente algo había cambiado. Desde que cruzó a Grecia y, sobre todo, desde que se estancó al sur de aquel maldito río esperando las tropas de Antonio que nunca llegaban, se descubría cada vez con más frecuencia volviendo la mirada a la alforja del pasado, ensoñando imágenes pretéritas o bien organizando sus recuerdos como paños en un arcón.
Un roción de agua y espuma que barrió el interior de la nave lo arrancó de sus cavilaciones.
«Estamos en mitad de una tormenta —pensó—. Debes volver».
En efecto, aquello no era una brisa fuerte, como intentaba convencerse a sí mismo, sino que se había convertido ya en una tempestad. La nave cabeceaba con vaivenes cada vez más violentos. Pese a que César siempre había poseído un sentido del equilibrio innato que le permitía saltar obstáculos a caballo con las manos entrelazadas tras la nuca, empezaba a experimentar dificultades para no caerse encima de algún remero. Uno de sus lictores, Salvio, había vomitado ya dos veces, y el otro, Tito, estaba tan pálido que en la oscuridad su rostro parecía el de un lémur surgido de la tumba.
Aunque Saxnot aguantaba mejor, su rostro traicionaba el miedo que sentía. Como buen germano no le temía a la muerte, pero siempre que tuviera los pies bien plantados en el suelo. Para él, el mar era un medio tan innatural y hostil como para un romano. Seguramente estaba pensando en el horrible destino que sufren los cadáveres de los ahogados: hinchados, podridos, con los ojos picoteados por peces y cangrejos.
César se aferró al estay y se volvió hacia la popa. Quería creer que la costa se hallaba más lejos. Necesitaba que la costa se hallase más lejos.
Pero sus ojos, testarudos e indisciplinados, le informaron de que seguían en el mismo sitio.
César albergaba la convicción de que la voluntad humana, particularmente la suya, podía llegar a imponerse sobre la propia naturaleza. ¿Acaso no lo había hecho más de una vez, unciendo el ancho Rin con puentes o cruzando los Alpes bajo crudísimas nevadas?
Pero ni siquiera él, el hombre que domeñaba ríos y montañas, podía seguir engañándose. La liburnia apenas había progresado unos metros desde que dejaron atrás el río. Si persistían en su empeño, lo único que conseguirían sería zozobrar.
«El invierno te ha derrotado, gran César», pensó con amargura.
Los remeros habían perdido el ritmo; cada uno bogaba como mejor podía, mientras sus bocas escupían agua, espuma y maldiciones a partes iguales. Saxnot y los lictores se habían acuclillado y se aferraban a todo lo que podían para no rodar por el fondo de la nave. Tan sólo César, León y el piloto, que al menos tenía el apoyo de la caña del timón, seguían de pie.
Avanzando a duras penas, César se acercó al joven rodio, que estaba en el centro de la liburnia. Un violento bandazo hizo que chocase contra él. Si no cayeron ambos fue porque César consiguió agarrarse al mástil a tiempo.
—¡Tienes buenas piernas de mar, César! —dijo León, gritando para hacerse oír por encima del viento y la marejada.
—¡Vamos a dar la vuelta! —exclamó César.
—¿Qué has dicho?
—¡Que regresamos! ¡Es una temeridad seguir con este tiempo!
Durante unos segundos, León lo miró con los ojos desorbitados y la barba chorreando espuma.
—¡No! ¡Todavía podemos conseguirlo!
César comprendió que le había contagiado su locura. El joven se hallaba poseído, como en un trance dionisíaco.
—¡Otro día será, León! ¡Eolo y Poseidón están en nuestra contra!
—¿Acaso no es tu Fortuna más poderosa?
—¡Hoy no, amigo mío! ¡Regresamos!
Por fin, León parpadeó y asintió con la barbilla. Volvía a entrar en razón.
—¡Está bien!
Las olas batían tan altas que virar ponía la embarcación en peligro de volcar, de modo que León ordenó a sus hombres que dejaran de bogar, se cambiaran de sitio en los bancos y remaran al revés. Cuando la Hermes invirtió el sentido de su avance, pareció que la marejada y el vendaval amainaban de repente, y los cabeceos se volvieron un poco menos violentos.
En realidad, comprendió César, lo que ocurría era que ahora navegaban a favor de las olas. Se habían adaptado a las circunstancias.
«En lugar de adaptar las circunstancias a mí», pensó con tristeza.
Parecían llevar horas estancados a la vista de la costa. Sin embargo, en cuanto renunciaron a seguir avanzando, tardaron poco más que un suspiro en entrar de nuevo en el estuario.
Ya en el río, León ordenó virar en redondo. Pese a que remaban contracorriente, la fuerza del Aoos apenas era nada comparada con la violencia de las olas unos minutos antes.
—Lo hemos intentado, César —le dijo León. Aunque el viento seguía soplando fuerte, ya no era necesario comunicarse a gritos.
—Lo sé.
—Pero no lo hemos conseguido.
—También lo sé.
—Lo siento. Te aseguré que a bordo de la Hermes sería capaz de remontar las aguas del Piriflegetón, y no lo he cumplido.
—Sólo era una forma de hablar, amigo, y además fui yo quien lo dijo —repuso César—. Hay cosas que son imposibles.
—Sin embargo, aseguran que gracias a tu fortuna puedes hacer que lo imposible sea realizable.
—¿Eso dicen?
—Yo he estropeado tu suerte. He hecho que Tique deje de sonreírte.
César se dio cuenta de que León no hablaba así sólo porque su orgullo de marino estuviese herido ni porque hubiese decepcionado a alguien a quien sin duda veía como «el gran César». Ahora iban los dos a proa, mirando hacia el este, y los dedos del joven trazaban gestos raros sobre la madera de la amura. César recordó que los marinos eran aún más supersticiosos que el resto de los hombres.