Nunca había pasado por allí. Como ocurría cuando visitaba una parte desconocida de la ciudad, su vista saltaba a ambos lados, descubriendo nuevas sorpresas en cada rincón. Alejandría era un universo que se dividía a su vez en pequeños microuniversos, plagados de inagotables detalles.
No todos resultaban agradables. En una tapia encalada que rodeaba una hermosa mansión alguien había escrito con pintura roja:
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Gabinianos, marchaos de Alejandría
Muerte a los romanos
Muerte a Cleopatra
El jefe de la escolta volvió el rostro hacia Cleopatra al reparar en que la reina había leído la pintada.
—¿Quieres que entremos en la casa y detengamos a los dueños, mi señora?
—No, Basílides. Seguro que ellos no han escrito esas palabras.
—Sin embargo, consienten que permanezcan escritas en su tapia.
«Eso es cierto», pensó Cleopatra.
—Está bien. Deja un par de hombres que se encarguen de que las borren. Pero no quiero que maltratéis a esa gente. Nadie sería tan estúpido de escribir algo así en su propia casa. Debe tratarse de algún enemigo de ellos.
«Y mío», añadió para sí mientras proseguían camino.
¿Muerte a los gabinianos y muerte a Cleopatra? ¡El colmo, que la culparan a ella de los desmanes de aquella chusma!
«Gabinianos» era el nombre que los alejandrinos les habían puesto a los soldados que vinieron con Aulo Gabinio y Marco Antonio para restaurar a Auletes en el trono. Aunque el general y su lugarteniente partieron poco después, dejaron parte de sus tropas en Egipto para mantener el orden en el reino.
Aquellos soldados, unos ocho mil hombres repartidos en dos legiones, no tardaron en convertirse en un quebradero de cabeza constante. Alejados de sus mandos y de la disciplina romana, semejaban más una turba indisciplinada que un ejército de verdad y con sus jaranas y peleas ocasionaban graves destrozos en Alejandría y sus suburbios. El jardín de Eurídice, antaño un hermoso parque y ahora un erial sembrado de cenizas, daba fe de ello.
Cuando Auletes murió, una de las primeras decisiones de Cleopatra fue conceder terrenos en el Delta a los gabinianos y autorizarlos a que se casaran con mujeres egipcias. De esa manera les proporcionaba un medio de vida y, por otra parte, los sacaba de la ciudad. Pero sólo lo logró en parte: muchos de ellos arrendaban sus tierras o contrataban jornaleros para cultivarlas, y pasaban la mayor parte del tiempo en las tabernas y burdeles de Alejandría.
La situación, no obstante, resultaba más o menos llevadera. Hasta que en el segundo año de su reinado el gobernador romano de Siria, un tal Bíbulo, mandó a sus dos hijos mayores a Egipto con una petición que era más bien una exigencia. Cleopatra debía enviarle a los gabinianos, ya que le hacían falta para defender sus fronteras orientales. Poco antes, los partos habían masacrado a siete legiones romanas en la batalla de Carras y se habían quedado con sus estandartes, las orgullosas águilas de oro.
Cleopatra accedió de buen grado, pues estaba deseando librarse de aquellas tropas. Pero cuando los hijos de Bíbulo convocaron a los gabinianos para comunicarles las órdenes, se encontraron con un motín en toda regla. Los gabinianos se habían acostumbrado a la vida en Egipto, mucho más relajada y placentera, y no les apetecía en absoluto volver a la dura rutina de las legiones. Además, desde que se habían enterado del desastre de Carras les tenían pánico a los partos. De modo que se abalanzaron sobre los hijos de Bíbulo y los asesinaron allí mismo.
Aquello colocó a Cleopatra en un conflicto diplomático. El gobernador le exigió que entregara a los asesinos de sus hijos, demanda que parecía razonable. Pero los gabinianos eran una fuerza considerable y si se unían contra ella se vería en problemas.
Finalmente, la reina decidió arrestar únicamente a los cabecillas del motín. Aprovechando unas fiestas en honor de Dioniso, los hombres de Aquilas sorprendieron a los asesinos en el patio del célebre burdel de Deyanira, borrachos como tracios. En lugar de ejecutarlos, Cleopatra los cargó de cadenas y los envió a Siria para que el propio Bíbulo los castigara.
Como se temía, eso le granjeó la animadversión del resto de los gabinianos, que construyeron un campamento al este de Alejandría y lo fortificaron para evitar más ataques, al mismo tiempo que empezaban a intrigar para ganarse el favor de Potino y Ptolomeo.
Lo peor para Cleopatra era que, por culpa de los gabinianos, el pueblo de Alejandría se volvía cada vez más antirromano; y, como Cleopatra había cedido ante Roma precisamente por librarse de esos indeseables, la gente, mezclándolo y confundiéndolo todo con la sutileza propia de la muchedumbre, la metía ahora a ella en el mismo saco que a los gabinianos.
La pregunta que se hacía, pues, Cleopatra no era si la iban a derrocar, sino cuándo. Necesitaba el consejo de alguien en quien pudiera confiar. Cuando su tío Horemhotep la traicionó, se juramentó para no fiarse de nadie nunca más, pero no podía vivir de ese modo: necesitaba alguien con quien hablar y explayarse sin miedo a darle la espalda luego.
Sólo conocía a dos personas así. Una, Apolodoro; pero el siciliano era hombre de baja condición y parco en palabras. La otra era Sosígenes. Sin embargo, llevaba días sin hablar con él, porque se había encerrado en su estudio, un sanctasanctórum al que no permitía entrar a ningún otro miembro de la Biblioteca.
Cleopatra no estaba muy segura de que alguien cuya mente pasaba tanto tiempo volando por las esferas planetarias pudiera aconsejarla en cuestiones de gobierno. Pero al menos quería escucharse en voz alta a sí misma para saber si lo que andaba pensando últimamente era una locura.
Pues ella, descendiente de Ptolomeo y, por tanto, de la casa real de Macedonia y de la sangre de Alejandro; ella, la reina Cleopatra, planeaba viajar a Menfis y Tebas para encabezar una rebelión del resto de Egipto contra la ciudad de Alejandría.
Se entraba al Museo por una ancha escalinata flanqueada por dos pequeños santuarios en honor de Mnemosine, diosa de la memoria, y Atenea, patrona de la sabiduría. La escalera pasaba bajo seis enormes columnas corintias que sustentaban un frontón triangular. Sobre éste, a su vez, se alzaban otras seis columnas de menor tamaño, coronadas por un frontón abierto con un templete circular en el centro. Un águila de oro macizo, símbolo de los Ptolomeos, remataba el conjunto a más de treinta metros de altura. Los nichos que ofrecía la gran estructura de mármol rosado estaban ocupados por estatuas de las Musas adornadas con pan de oro y pintadas de vivos colores, y todas las superficies y rincones disponibles se veían decorados con igual profusión.
—Quedaos aquí, Basílides —ordenó Cleopatra.
El jefe de la guardia le recordó a la reina que debían acompañarla por su propia seguridad, pero no insistió demasiado. Ya habían mantenido esa discusión muchas veces. El Museo se había fundado como santuario de las diosas y centro de sabiduría; ninguna de ambas funciones era compatible con las armas ni con la guerra. El segundo Ptolomeo, el soberano que más había hecho por embellecer Alejandría, había prohibido que nadie que portara armas ni albergara intenciones violentas atravesase el umbral del Museo.
Como era de esperar, en casi trescientos años de historia aquella interdicción se había quebrantado más de una vez. Sobre todo en la época de Fiscón, bajo cuyo nefasto gobierno se produjo una gran purga de intelectuales. La diáspora de mentes brillantes que la siguió benefició a otras bibliotecas competidoras, como la de Pérgamo, e inició el lento declive de la de Alejandría.
Cleopatra no estaba dispuesta a consentir más sacrilegios en el recinto de las Musas. Por tal motivo sólo dejaba que la acompañara Apolodoro. Podría objetarse que el siciliano era un arma en sí mismo y que probablemente ocultara una daga o incluso una espada debajo de la ropa; Cleopatra prefería no pensar en ello.
Reina y guardaespaldas subieron la escalinata. En la puerta, siguiendo la tradición macedonia, montaban guardia cuatro soldados armados con picas de madera de cornejo de seis metros de altura. Al ver pasar a Cleopatra la saludaron con un cuádruple taconazo sin decir palabra, tal como se les había instruido.
Tras la fachada principal se abría un enorme patio rectangular, adornado con setos, parterres y primorosas fuentes de mármol. Plátanos de grandes hojas proyectaban su sombra sobre los bancos de granito. En el centro se levantaba un templete coronado por una estatua triple, un coro en que tres Gracias desnudas danzaban agarrándose por los hombros. Por la puerta abierta se entreveía a una joven vestida de blanco encendiendo velas y colocando ofrendas ante unas estatuas.
Cleopatra se paró un momento, respiró hondo y cerró los ojos para disfrutar del aroma de las flores, el canto de los pájaros y el rumor de las fuentes. La Biblioteca era un lugar puramente griego, y pese a ello le recordaba al templo de Ptah. Un remanso de paz, un manantial de maat en el corazón de la ciudad más complicada de gobernar del mundo.
Volvió a abrir los ojos y miró a los lados. El patio estaba rodeado por un pórtico al que asomaban multitud de estancias cerradas por rejas de hierro, precaución que de noche se reforzaba con las puertas de roble que ahora se mantenían abiertas. En aquellas salas se almacenaban cientos de miles de volúmenes, el mayor tesoro intelectual del orbe. Había otros setenta mil en el santuario del Serapeo, abierto a todos los lectores, y otra buena cantidad de manuscritos recién adquiridos por Cleopatra se guardaban en un almacén cercano al puerto esperando a ser clasificados.
Qué placer sería enterrarse en esos libros como los eruditos de la Biblioteca, vivir todas aquellas vidas ajenas almacenadas en rollos de papiro y olvidarse de la suya y de las intrigas de palacio.
«Qué tonterías pienso», se dijo. Había probado la droga del poder y, fuese una herramienta o un fin en sí mismo, no pensaba renunciar a él ni dejar que otros le ganaran la partida. Entre su hermano y Potino eran capaces de arruinar aquel país cuyo verdadero nombre ni siquiera conocían.
«Se acabó el descanso», se animó a sí misma, y arrancó a andar de nuevo para atravesar el jardín por el sendero de losas de granito negro que lo cruzaba de sur a norte.
Al otro extremo del patio se abría una galería porticada que conducía hasta la sala de lectura. Al pasar por delante de ella, la reina vio que ya había decenas de estudiosos y copistas repartidos por los pupitres mientras la luz de la mañana entraba a raudales por el ventanal del este. Se percibía un suave rumor, como una letanía desacompasada; eran los murmullos de los lectores silabeando lo que leían en un volumen tan bajo que se oían con más fuerza los ruidos de los animales del zoológico, situado en el extremo norte del recinto. A partir de mediodía se escucharían voces más sonoras cuando empezasen las conferencias y las lecturas públicas.
En el centro se alzaba una tarima de madera cubierta por una alfombra púrpura. En ella, sentado a una gran mesa de teca, se encontraba el director Onasandro, inclinado sobre un papiro que mantenía abierto con pesas de metal. Su barba y sus cabellos, de un blanco venerable, recogían los rayos de sol, que parecían nimbarlo de un halo de sabiduría.
Por cortesía, Cleopatra debería haber anunciado su presencia. Pero llevaba una túnica y un tocado sencillos que no llamaban la atención y ninguno de los estudiosos levantó la cabeza para mirarla. Una vez traspuesta la entrada principal, nadie en la Biblioteca solía hacer preguntas, pues la mayoría de sus ocupantes habitaban en los reinos remotos de sus propios pensamientos. Por otra parte, Cleopatra prefería no explicarle al director que quería ver a Sosígenes, ya que ambos científicos antipatizaban bastante.
Pasada esa sala, Cleopatra y Apolodoro recorrieron un estrecho pasillo de paredes frías y desnudas. Tras un par de recodos, llegaron a un pequeño jardín cerrado por altos muros de granito.
—Vete a dar un paseo, Apolodoro.
—Mi señora, puedo esperar aquí.
—Y también puedes esperar dando un paseo.
El siciliano bajó la mirada. Cleopatra tenía que levantar la suya para verle bien la cara.
—Mi señora, no sé si es prudente.
—Éste es el lugar más seguro del universo. Date un paseo hasta el Sema y vuelve. Pero no te des mucha prisa.
—Como desees, señora.
Entre las sombras de un profundo vano se escondía una puerta de madera de acacia con una aldaba de bronce en forma de cabeza de toro. Cleopatra llamó. Un toque, una pausa, dos toques rápidos, otra pausa y un último toque. Era un coriambo, la contraseña para que Sosígenes supiera que se trataba de ella. El científico podía ser un misántropo y un excéntrico, pero a su reina siempre le abría la puerta.
Pasó un largo rato. Cleopatra empezó a impacientarse. Por fin se oyó cómo alguien descorría un cerrojo y la puerta se entreabrió con un chirrido. Al otro lado apareció el rostro de Sosígenes, con los rasgos más afilados que de costumbre. Conociéndolo, si andaba enfrascado en algún estudio o experimento se habría olvidado incluso de comer. Las arrugas de su túnica parda parecían corroborar esa impresión.
—¡Mi señora! Qué inesperado honor.
El científico abrió la puerta y, con una reverencia, pidió a la reina que entrara. Después cerró tras ella y vaciló un momento antes de correr el pestillo.
No lo hizo.
«Claro. Es lo correcto», pensó Cleopatra, que por alguna razón se sintió desilusionada.
Tras cruzar la puerta, la joven reina miró en derredor. Gracias a su influencia, que no al favor de Onasandro, Sosígenes poseía su propio estudio, una enorme sala rectangular de gruesos muros de granito rojo de Elefantina que lo aislaban del ruido, sin más ventanas que unas estrechas troneras de ventilación. Habría parecido más una mazmorra de no ser porque se hallaba atestada de anaqueles con libros, frascos y cachivaches varios. En el centro había tres mesas en fila, una de ellas cubierta de mapas y manuscritos, otra tapada con una manta de lana y la tercera sembrada de instrumentos y artefactos de todo tipo.
Cleopatra se volvió hacia Sosígenes, que se frotó las manos como si se sintiera nervioso y desvió la mirada, cosa harto inusual en él. La joven pensó que lo había interrumpido en algo, quizá un experimento del que aún no quería hablar. «Sí, por eso ha tardado en abrir», se dijo. La manta sobre la mesa del centro debía servir para cubrir las pruebas.