La hija del Nilo (21 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

BOOK: La hija del Nilo
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No había ninguna inflexión en la voz de Sosígenes. Ni miedo, ni ira, ni adulación. Pero la de Ptolomeo, que había detestado a aquel hombre desde el día en que lo conoció, vibraba rabiosa.

—¡Enkirisha, coge a esa cucaracha de biblioteca y, si vuelve a pronunciar una sola palabra, córtale la lengua!

Los dos nubios se acercaron a Sosígenes y lo obligaron a arrodillarse. Por la violencia con que le retorcieron los brazos a la espalda debían de estar haciéndole mucho daño, pero a él apenas se le escapó un fugaz rictus de dolor.

Cleopatra dejó de prestarle atención. Se la requerían toda los dos gálatas, a los que tenía casi encima.

Cuando el pelirrojo extendió el brazo para agarrarla, Cleopatra no vaciló y le propinó un puñetazo en la mandíbula. Sus nudillos chocaron con un hueso duro como piedra y se abrió una pequeña herida en ellos, pero la cabeza del celta apenas se movió.

—¡Echadla en la alfombra ya! —ordenó Ptolomeo, soltando un gallo al regresar al tono agudo en que había hablado tantos años.

Aunque Cleopatra sacudió los brazos para eludir la presa de aquellas cuatro manos, los gálatas consiguieron agarrarla por los codos. Entre ambos la zancadillearon y, una vez que la hubieron tirado al suelo, se tendieron junto a ella.

La joven, que se ejercitaba nadando, cabalgando y disparando el arco, tenía más fuerza de lo que sugería su aspecto y se resistió salvajemente. Pero eran dos hombres contra ella, y elegidos por su estatura y sus músculos. Sin soltarle los brazos, cada uno de ellos usó la mano que le quedaba libre para arremangarle la túnica hasta la cintura, y luego para obligarla a separar los muslos.

Ptolomeo se arrodilló frente a ella. Al verle las piernas desnudas, las acarició por dentro con la misma sonrisa codiciosa que iluminaba su rostro cuando le presentaban una tarta de queso y miel. Después desenvainó la daga y la introdujo entre la tela del perizoma y la piel. El tacto del acero en las ingles era gélido, pero Cleopatra lo prefería al de los dedos de su hermano, repelentes como las patas de una oruga.

El algodón se resistía al filo del cuchillo, pues las manos de Ptolomeo, que jamás hacía ejercicio, eran débiles. Impaciente, ordenó:

—¡Juntadle las piernas!

Los guardias obedecieron. Ptolomeo agarró el perizoma con ambas manos y tiró de él hacia abajo. Cuando ya se lo estaba sacando por los tobillos, Cleopatra consiguió soltar una pierna y le dio una patada en la boca con todas sus fuerzas. Al hacerlo, notó la dureza de los dientes de él en el talón y, aunque se hizo daño, comprobó con satisfacción que le había partido el labio.

—¡Puta! —exclamó Ptolomeo, restañándose la sangre. El puente de oro de su muela falsa brilló un instante entre sus labios—. ¡Cuando termine contigo, haré que te corten ese pie!

El guardia rubio volvió a apresar la pierna libre y tiró de ella para abrirle los muslos de nuevo. Cleopatra siguió resistiéndose, con los dientes apretados para que no se le escapara una sola palabra. Sabía que insultar o suplicar a aquel maníaco sólo serviría para darle más placer, y no estaba dispuesta a ello.

—¡Recién depilada, hermanita! Lo has hecho para mí, ¿verdad? —dijo Ptolomeo, deslizando dos dedos por su pubis. Cleopatra sintió como si le correteara un escorpión sobre el vientre.

Ptolomeo se abrió la túnica, buscó en su taparrabos y se sacó el miembro. Cleopatra, que no veía desnudo a su hermano desde que era muy pequeño, observó con sorpresa que tenía el pene corto y grueso como una porra. Cuando acercó el glande rígido y enrojecido al sexo de Cleopatra, ésta pensó que iba a vomitar.

—¿Pretendes mezclar tu semilla con la de tu hermana? —preguntó Sosígenes subiendo la voz para llamar la atención.

—¿Qué dices tú? —preguntó Ptolomeo, girando el cuello hacia él.

—Que es un desperdicio. Es como ayuntar a una hermosa yegua árabe con un pollino podrido de sarna. ¡No puede salir nada bueno de ahí!

Ptolomeo, que había plantado las manos sobre las caderas desnudas de Cleopatra, se enderezó de golpe.

—¡La lengua! ¡Cortadle la lengua, y luego le rebanáis también la polla y se la metéis en la boca para que se calle para siempre!

Al ver que Enkirisha desenvainaba el cuchillo y se disponía a cumplir la orden, Cleopatra rompió su silencio.

—¡Diles que lo suelten ahora mismo, Ptolomeo, o te juro por Hécate que haré lo mismo contigo, y después te sacaré los ojos!

Ptolomeo miró a su hermana enseñando los dientes como un chacal. La sangre del labio roto los había manchado de rojo.

—Y yo te juro a ti por Príapo que si pronuncias una sola palabra más haré que le corten la cabeza a ese estúpido. ¿Prefieres un maestro eunuco y mudo, o un maestro muerto?

Cleopatra miró con horror a Sosígenes. Él le devolvió la mirada con una fría calma que resultaba pasmosa incluso en él.

«Esto no puede estar pasando», pensó Cleopatra. Tenía que ser un sueño, tan absurdo y tan ilógico como aseguraba Sosígenes. Sólo una imagen de su mente.

Pero las manos de su hermano en sus muslos se sentían muy reales.

25

Al propio Sosígenes le extrañó la forma desapasionada, casi alienada con que se estaba tomando la situación. Mientras uno de los guerreros nubios le apretaba las mejillas para obligarlo a separar los labios, Enkirisha le tiró de la lengua con dedos duros como tenazas y le puso el filo del cuchillo en la parte inferior.

—¡Cortádsela ya! —ordenó Ptolomeo—. ¡No quiero oír cómo sale más basura de esa boca!

Sosígenes, que no podía evitar que su mente siguiera a menudo derroteros extravagantes, pensó que iba a ser un fastidio quedarse sin lengua y no poder soltar mordacidades contra cretinos como Ptolomeo. De todas formas, mientras conservara las manos sería capaz de escribir y comunicar sus ideas, de modo que el daño no resultaría irreparable. En cuanto al miembro viril, aunque le daba lástima perderlo, librarse de sus instintos carnales le dejaría más tiempo para pensar en otras cosas.

Más que lo que le iba a ocurrir a él mismo, a Sosígenes le entristecía contemplar la humillación que estaba sufriendo Cleopatra. El joven rey se había inclinado de nuevo sobre ella, agarrándose el pene con la mano derecha para intentar penetrarla. Su hermana, no obstante, se lo ponía difícil, pues a pesar de aquellos dos matones se las arreglaba para sacudir las caderas a los lados y apartarse del miembro de Ptolomeo una y otra vez. Era evidente que el joven rey jamás habría conseguido violarla sin la ayuda de sus secuaces; él solo ni siquiera la habría vencido en una pelea a puñetazos.

En una conferencia del Museo, Sosígenes había oído a un filósofo estoico que peroraba sobre la hermandad universal y sostenía que la violencia no servía para nada. Aquel hombre no podía estar más equivocado. La violencia tal vez fuese cruel, antiestética, inmoral. Pero inútil nunca, pues recurriendo a ella se conseguía lo que se quería. Que era precisamente lo que pretendía hacer aquel pequeño gusano al que habían coronado como rey por el azar de haber sido engendrado por otro personaje como él.

Enkirisha lo sacó de sus meditaciones deslizando el cuchillo bajo su lengua. Sosígenes sintió al mismo tiempo el sabor metálico de la sangre y un dolor mucho más intenso de lo que había esperado. Su propio gruñido gutural le sonó como el grito de otra persona.

La puerta rechinó y se abrió de golpe, con tanta violencia que la hoja de roble giró un ángulo de ciento ochenta grados y chocó con estrépito contra la pared.

—¡Quietos!

Todas las miradas se volvieron hacia la enorme silueta que se recortaba en el vano de la puerta. Era Apolodoro.

«¡Loados sean los dioses, aunque no existan!», pensó Sosígenes.

Apolodoro cerró tras de sí la puerta y se acercó al centro de la estancia, caminando despacio. Empuñaba en la zurda una espada de doble filo similar a las que usaban los soldados romanos, con la hoja en posición horizontal.

—Marchaos de aquí tú y tus perros —dijo. Su voz sonaba tan áspera como siempre, pero apenas levantó el tono.

—¿Te atreves a dar órdenes a tu rey? —repuso Ptolomeo, mientras se enderezaba y se recomponía la ropa.

—Yo no veo a ningún rey. Sólo a una reina.

—¡Son cuatro contra ti, estúpido sin huevos!

—Sé contar.

Ptolomeo reculó e hizo un gesto a sus hombres para que detuvieran a Apolodoro. Los dos nubios soltaron a Sosígenes, no sin antes propinarle un empujón brutal que lo derribó de bruces en el suelo. Aunque el golpe casi le partió la nariz, el científico se enderezó al instante para ver qué ocurría.

Por su parte, los gálatas se desentendieron de Cleopatra y se levantaron. La joven se incorporó rápidamente, tiró de la túnica para taparse las piernas y acudió corriendo junto a Sosígenes.

Sin esperar a que sus cuatro enemigos se agruparan y reunieran fuerzas, el siciliano tomó la iniciativa y se acercó con tres largas zancadas a los que tenía más cerca, los dos gálatas, que ya habían desenvainado sus propias espadas.

Uno de ellos, el pelirrojo, levantó el brazo derecho y lanzó un tajo contra Apolodoro. Éste adelantó la pierna izquierda y, sin intentar tan siquiera bloquear el golpe de su adversario, penetró en su guardia y le clavó una estocada en la axila. Los dedos del gálata se abrieron y su espada cayó al suelo, donde rebotó dos veces con un tañido metálico.

Sosígenes, que se había levantado con la ayuda de Cleopatra, observaba fascinado. En vez de un duelo podría haber estado contemplando un fenómeno de la naturaleza susceptible de ser descrito con fórmulas matemáticas. El pelirrojo era un hombre violento que sin duda ya había matado antes; pero se percibía algo de conservador en sus movimientos, como si al mismo tiempo que atacaba pensara en defenderse. En cambio, Apolodoro, sin parar mientes en si lo herían o no, se había tirado a fondo a la primera ocasión.

Tras hundir la espada en la axila de su enemigo, el siciliano lo agarró de la túnica con el otro brazo, giró unos setenta grados como si bailara con él y lo propulsó contra el otro celta. Aprovechando ese mismo movimiento, tiró de su arma y la extrajo del cuerpo de su adversario.

Al recibir el impacto del pelirrojo, el gálata rubio trastabilló. Para no dar con sus huesos en el suelo, soltó la espada y agarró el cuerpo de su compañero, pero sólo consiguió arrastrarlo con él en su caída. Durante un instante los dos quedaron tendidos boca arriba, uno encima del otro.

Para Apolodoro fue suficiente. Aunque no parecía moverse tan rápido, quizá por una ilusión óptica debido a su corpulencia, en dos pasos se plantó sobre ellos, levantó el codo en un ángulo agudo para tomar impulso y lo bajó en una vertical perfecta, clavando la espada en el abdomen del pelirrojo por debajo del esternón. Lo hizo con tanta fuerza que hincó la hoja hasta la empuñadura y con la misma estocada atravesó al segundo guardaespaldas.

Sin detenerse, extrajo la espada, que dejó escapar un extraño sonido de succión, y se enderezó para avanzar hacia los dos nubios. Éstos, que se encontraban a unos cinco pasos de él, se miraron y recularon. Mientras tanto, los dos gálatas agonizaban agitando los brazos de una forma ridícula, como cuatro aspas cruzadas.

Apenas habían transcurrido unos segundos desde que empezó la pelea.

Sosígenes observó un rasgón ensangrentado en la túnica de Apolodoro. El primer tajo de su adversario debía haberlo alcanzado, pero no daba la impresión de que le importase lo más mínimo. Recordó algo que le había contado Cleopatra: la noche en que su tío Horemhotep intentó asesinarlas a ella y a Arsínoe, el eunuco siciliano había matado también a dos hombres. Para acabar con el segundo llegó a agarrar el puñal de su enemigo por el mismísimo filo. Aún conservaba las cicatrices de aquella herida.

«Fascinante», pensó. Aunque Sosígenes no fuese una persona violenta, podía entender el método de Apolodoro para utilizar la violencia. A su manera, jugaba con la suerte. Cada vez que atacaba, lo hacía contando con ocho probabilidades entre diez de matar y tal vez dos entre diez de que lo mataran a él. Cuando alguien lo agredía, en lugar de realizar una defensa y luego un contraataque, lo que supondría dos movimientos, contraatacaba directamente aun a riesgo de ser herido.

«Si yo fuera un asesino o un guerrero, probablemente combatiría así», se dijo Sosígenes. Después escupió sangre y se tocó la lengua. La herida no parecía profunda, aunque mejor sería que no probara condimentos picantes en unos días.

En lugar de acercarse a Apolodoro, los nubios tiraron de la mesa cubierta con la manta y la volcaron para ponerla como parapeto entre ellos y el siciliano. Se oyó un prolongado estrépito metálico y decenas de varillas y discos dorados de diversos tamaños rodaron por el suelo.

«No, la máquina no», pensó con desmayo Sosígenes.

—¿Qué hacéis? ¡Matad a ese eunuco de una vez! —chilló Ptolomeo.

Los dos nubios se miraron entre sí. No se los veía muy convencidos.

—Creo que es mejor dejarlo por hoy, majestad —dijo Enkirisha.

Ptolomeo le dirigió una mirada fulminante. Tenía el rostro tan colorado como si fuese a reventar. Apolodoro se había quedado inmóvil, dominando el centro de la sala como la estatua de un dios. De su espada caían gotas de sangre que dibujaban salpicaduras oscuras sobre el mármol jaspeado del suelo. Una de ellas manchó un disco de oro; por el tamaño, Sosígenes pensó que era el que transmitía el movimiento del epiciclo del planeta Ares.

—¡Está bien! —gritó Ptolomeo, señalando a su hermana—. ¡Pero ya arreglaremos este asunto!

—No quiero volver a verte en mi presencia nunca más —respondió Cleopatra, rechinando los dientes.

—¡Mírala, la gran reina Cleopatra! ¡Qué miedo!

—Harías bien en tenerlo.

—¡Si de verdad fueras reina, no me obligarías a tomar por la fuerza lo que legítimamente me corresponde!

—Algún día te daré lo que de verdad te corresponde, hermano. Pero no te va a gustar.

—¡Puta!

Sin añadir más, Ptolomeo salió de la estancia, seguido por los dos nubios. Los tres tuvieron mucho cuidado de describir un amplio rodeo, pegándose a las paredes para no acercarse demasiado a Apolodoro. Detrás de éste, el guardaespaldas rubio que había quedado debajo acababa de quitarse de encima a su compañero y se retorcía sobre sí mismo mientras se clavaba los dedos en el estómago. Por el aspecto de su herida, no iba a tener una agonía fácil.

Cuando se cerró la puerta, Cleopatra se volvió hacia Sosígenes. A la joven reina le temblaban las manos, pero mantenía la compostura de una forma admirable. En lugar de preo cuparse de sí misma, se empeñó en mirar la herida de Sosígenes.

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