Al poco de llegar, César cenó con algunos de sus oficiales y de paso recibió las novedades de la jornada. Marco Antonio excusó su presencia por medio de un mensajero, pues se había quedado a pasar la noche en un fuerte de la VIII legión. Conociéndolo, César supuso que había conseguido provisiones, vino y mujeres, y se iba a homenajear a sí mismo entregándose al mismo tiempo a sus tres vicios favoritos.
Una vez que los oficiales se retiraron, César hizo venir al teserario de guardia y le comunicó la consigna para las guardias de esa noche, «Hércules y Baco en el infierno», una imagen de una antigua obra de Aristófanes que le vino a la cabeza pensando en Antonio.
Cuando se disponía a sentarse a solas una o dos horas para escribir su diario de campaña, que llevaba bastante atrasado, Saxnot abrió el faldón de la tienda y le dijo:
—César, emisarios quieren verte.
—¿Emisarios de dónde?
—De Dirraquio. Han venido en barca hasta playa con bandera blanca y ramas de olivo.
Mientras Saxnot los hacía pasar, César volvió a ceñirse el cinturón y se sentó en la silla curul para recibirlos. Eran tres hombres, dos ancianos de largas barbas blancas y un hombrecillo rechoncho y calvo llamado Hipomenes que parecía ser el cabecilla del grupo. César hizo que Menéstor les sirviera vino caliente, pues venían mojados y tiritando de frío, y después les preguntó qué se les ofrecía.
—Noble César —empezó Hipomenes—, mis compañeros y yo representamos a la facción más numerosa del pueblo de Dirraquio. Desde hace mucho tiempo en nuestra ciudad existe un conflicto entre los oligarcas que pretenden reducir los derechos de ciudadanía y los demócratas que nos negamos a ello.
—La vieja historia de las ciudades griegas. Prosigue.
—Como sabrás, las ideas de los oligarcas se parecen mucho a las de tus enemigos los optimatoi.
—Así es —dijo César, sin molestarse en corregir por optimates.
—Por eso ellos le han entregado la ciudad a Pompeyo. Pero la mayoría de los habitantes de la ciudad están hartos tanto de los oligarcas como de los oficiales y soldados de tu enemigo. Si tú te comprometieras a mantener los derechos del pueblo, el bando demócrata estaría dispuesto a ayudarte.
César, cada vez más interesado, se adelantó en el asiento y cruzó ambas manos entre las rodillas.
—¿Ayudarme de qué modo?
—Dentro de unos días, el último de quintil
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según vuestro calendario, se celebran las grandes fiestas de Dioniso. Aunque nos hallemos en guerra, sé que los oligarcas se sienten tranquilos pensando que tú andas muy ocupado en tus combates con Pompeyo, por lo que se entregarán al festejo durante todo el día, como suele suceder. Cuando llegue la noche estarán todos borrachos y entonces...
—Entonces, ¿qué?
—Te abriremos las puertas de la ciudad —respondió Hipomenes.
—Tenemos trigo suficiente para alimentar a tus hombres durante un mes, César —intervino uno de los ancianos—. Si tú nos ayudas y te comprometes a expulsar a los oligarcas, todo ese grano será tuyo sin tener que pagar una sola dracma.
César volvió a enderezarse en el asiento y escondió una sonrisa. La perenne discordia civil de las ciudades griegas, que sus habitantes llamaban stasis, le ofrecía la oportunidad de asestarle a su rival un golpe del que difícilmente se podría recuperar.
—¡Menéstor! —llamó.
—¿Sí, señor?
—Trae pluma y papiro. Voy a dictarte los términos de un acuerdo que espero sea tan beneficioso para estos caballeros como para mí.
—¡Juega, soldado!
Después de ganar unas monedas, Tito Furio se había retirado a un rincón provisto de un cabo de vela y un vaso de vino.
Era el último día de quintil y faltaba poco para el toque de queda. Furio estaba sentado junto a un largo tablón de madera clavado a unos borriquetes. Había siete mesas más fabricadas de esta guisa en el edificio comunal. En el fuerte de la primera cohorte de la VI legión no había tabernas ni seguidoras de campamento que animaran a los soldados. Pero, aunque se encontrasen en pleno asedio, los hombres tenían que divertirse y, sobre todo, beber. Por eso, aparte de montar las tiendas de cuero y levantar un hórreo de madera para las provisiones, habían construido aquel edificio con piedras tomadas de los cercados y las casas vecinas. Allí se guarecían de la lluvia, se calentaban al fuego, bebían los días pares un vino infame y los impares una posca que hacía parecer bueno al vino, y se entretenían con todo tipo de juegos.
Con el cuello inclinado, Furio bisbiseaba junto a la luz amarilla de la llama para descifrar la carta de su madre. Se la había escrito en papiro emporético, un material de ínfima calidad que solía usarse para embalar, por lo que la tinta se corría dibujando un halo nebuloso alrededor de las letras.
Ahora, al oír aquella voz ronca, Furio levantó la mirada.
Frente a él se había sentado un tipo gigantesco con una cicatriz en la frente y cara de no tener ningún amigo en el mundo por haberlos matado a todos en algún momento u otro de su vida.
«Mierda, otro centurión», pensó Furio, recordando que el mismísimo César le había advertido que no se metiera en más líos con los superiores.
En este caso no se trataba de cualquier centurión, sino más bien del centurión.
Casio Esceva.
Por grado, era de los últimos del campamento, ya que mandaba la octava centuria —al tratarse de la primera cohor te, César le había adjudicado ocho centurias en lugar de seis—. Por reputación, Esceva era una leyenda. En la que, a decir verdad, abundaban más los elementos sombríos que los heroicos.
Con un suspiro, Furio enrolló la carta y se la metió bajo el cinturón.
—Escucha, señor, no quiero líos.
—¡Juega! —repitió Esceva.
Antes de enfrascarse en la carta de su madre, Furio acababa de ganar un buen puñado de sestercios echando pulsos. Siempre había tenido mucha fuerza, sobre todo en los brazos y las manos. Podía coger una nuez entre el índice y el pulgar y partirla sin hacer el menor rictus de esfuerzo.
Nadie le había ganado un pulso desde que podía recordar. Aparte de su fuerza, la longitud de su brazo y el tamaño de su mano le permitían hacer más palanca que los demás. En la cohorte no debía de quedar casi ningún soldado al que no le hubiera tumbado el brazo.
Pero enfrentarse a Casio Esceva era harina de otro costal. El centurión le sacaba un palmo a Furio, que no era bajo, y tenía los hombros tan duros y macizos como las bolas de granito que los artilleros usaban como munición para los escorpiones. Sus bíceps no le iban a la zaga y, por más frío que hiciera, cuando no llevaba el uniforme vestía túnicas cortas y abiertas que dejaban al descubierto sus enormes pectorales. Nadie sabía muy bien cuál era su edad, porque él se negaba a revelarla; tenía el rostro curtido y sembrado de arrugas y cicatrices y el cabello blanco como la escarcha, pero superaba en resistencia y agilidad a cualquiera de los reclutas más jóvenes.
Lo peor de todo era que estaba loco. Para colmo, había bebido. No tanto como para desplomarse, pero el aliento le apestaba a vinazo y las venillas de sus ojos se veían hinchadas.
Esceva era tan mal compañero de vino como Hércules, que en un arrebato mató a sus propios hijos y en otro exterminó a los centauros. Muchos deseaban verlo muerto. Si ninguno de sus soldados le había clavado un pilum en la espalda aprovechando que iba el primero durante el combate, era porque su fuerza y su locura constituían un seguro para todos: tan sólo había que soltarlo delante de los enemigos y seguirlo por la vereda de destrucción que abría a su paso.
—Señor, ahora mismo no...
—¡Que juegues te he dicho!
Furio estaba a punto de clavar el codo en la mesa y abrir la mano cuando el centurión lo sorprendió plantándole delante un tablero de latrunculi.
—Elige. —Sin transición alguna y sin ofrecerle las piezas, dijo—: Blancas para ti.
¿Una partida de estrategia? «Ésta sí que es buena», pensó Furio, preguntándose cómo acabaría aquello.
Ambos colocaron las piezas, los soldados en línea y el dux y el estandarte delante. Esceva salió con las negras, mientras Furio miraba a su alrededor, buscando miradas de apoyo que no encontró.
Furio no era ningún genio del tablero, pero Esceva jugaba mucho peor. Cada vez que Furio rodeaba una pieza negra con dos blancas y la retiraba del tablero, el centurión daba un palmetazo en la mesa, blasfemaba contra las tetas de Venus y bebía un largo trago directamente de su jarra de barro.
—Te recomiendo que juegues un poco peor —comentó su contubernal Rufino sentándose en el mismo banco, pero vuelto de espaldas por si había que salir corriendo.
—¿Peor que él? —susurró Furio—. Es difícil.
—No le gusta perder.
Furio miró a Esceva. Tenía la cara enterrada en la mano y cada vez se le notaba más borracho.
—A mí tampoco me gusta perder —dijo Furio. Se había dado cuenta de que, si no alzaban mucho la voz, Esceva no los oía.
—Ya, pero ¿tú le arrancas los brazos a tu contrincante cuando pierdes? —contestó Rufino.
—No —reconoció Furio—. No suelo.
Esceva, que llevaba un rato paralizado, se decidió por fin a mover su dux. Tal vez ya veía doble o tal vez no; en cualquier caso, lo plantó en la peor casilla posible. El siguiente movimiento de su rival lo dejó acorralado, hecho que tardó un largo rato en asimilar.
—Mira que te lo he dicho —murmuró Rufino, levantándose para ahuecar el ala—. Si me dejas en el testamento tus botas y tu cinturón, te pronuncio el discurso fúnebre.
—Creo que voy a acompañarte —dijo Furio, haciendo ademán de levantarse.
—¡Hijo de un eunuco y de una puta germana!
Para estar borracho, Esceva se movía con bastante rapidez. El tablero voló por los aires y varias piedrecillas golpearon el rostro de Furio. La manaza izquierda del centurión lo agarró del cuello de la túnica y tiró de él. Por encima de la mesa, sus caras se acercaron tanto que los salivazos de Esceva le mojaron.
—¡Me has hecho trampas!
Con la otra mano, Esceva agarró la jarra de barro para estampársela en la cabeza. Furio reaccionó a tiempo y le aferró por la muñeca, al mismo tiempo que con la diestra le apretaba la otra mano para zafarse de él.
Las manos de Furio eran como tenazas de herrero, pero jamás había sentido tanta fuerza como la que vibraba en el cuerpo del centurión y se transmitía por sus dedos.
Los dos hombres se quedaron prácticamente quietos, pues en su forcejeo sus brazos apenas se movían unos centímetros. Mientras se miraban a la cara con ira, los soldados que los rodeaban reculaban paso a paso, llevándose con ellos sus copas y sus jarras. Nadie intentó separar a los contendientes.
Fue la corneta del centinela la que interrumpió la pelea.
En el campamento de la primera cohorte, todos conocían aquel toque.
—¡A las armas! —gritó alguien—. ¡Nos atacan!
La misma voz de alerta se repitió por todo el fuerte. Esceva miró un segundo a Furio y dijo:
—Ya arreglaremos esto, soldado.
Después lo soltó y corrió hacia su tienda, mientras profería grandes voces exigiendo a su ayudante que le preparara las armas. De golpe, parecía que se le había espabilado la borrachera.
Sin perder tiempo, Furio corrió a su propia tienda, donde Rufino, Pulquerio, Numenio y los demás contubernales ya se estaban ajustando a toda prisa las cotas de malla. Después, con las hebillas de cascos y correajes malamente abrochadas, empuñaron los escudos y los pila y acudieron corriendo a sus puestos en la empalizada.
Acababa de empezar la primera guardia de la noche. El asalto se prolongó durante muchas horas, un pandemónium donde se mezclaban los toques de corneta propios y los del adversario, las órdenes contradictorias, las voces de ánimo para los camaradas, las maldiciones, los insultos a los enemigos, los gritos de dolor o agonía, el silbido de las flechas y el golpeteo constante de las piedras sobre los escudos.
Los hombres de la primera cohorte apenas daban abasto para cubrir todo el parapeto, pues sufrían el ataque de un adversario ocho veces más numeroso que ellos. Se veían obligados a acudir de un lado a otro sin parar, y también tenían que atender al interior del fuerte para apagar los fuegos que prendían las flechas incendiarias.
Furio recordaría más tarde que había combatido en tres puntos distintos de la empalizada. En cierto momento reparó en una herida en el antebrazo izquierdo, probablemente provocada por una flecha que debía haberlo alcanzado de refilón. Ni siquiera se había dado cuenta. Pero sí lo hizo cuando una bola de plomo surgida de la nada zumbó en el aire un instante y se estrelló contra su boca, machacándole el labio inferior y astillándole una muela y un colmillo.
La fuerza y longitud de sus brazos le fueron de gran utilidad, pues gracias a ellos logró tirar al foso una escala por la que subían tres legionarios enemigos. Como si se atribuyera el mérito de aquello, algo muy típico de él, Rufino se asomó por el parapeto y les arrojó un gran pedrusco de los que tenían apilados en el adarve para defenderse y gritó:
—¡Esta noche no estáis invitados a cenar, hijos de puta!
En ese momento, Furio distinguió entre el griterío unas palabras que lo alarmaron.
—¡Han abierto la puerta decumana! ¡Van a entrar! ¡Hay que retirarse!
Furio se encontraba sobre la pared occidental del fuerte, cerca de la puerta pretoria, la más próxima al frente enemigo. Al volverse y mirar atrás comprobó que, en efecto, los dos batientes de la decumana se movían y la gruesa tranca que los cerraba se había partido.
Al siguiente golpe de ariete, las hojas de la puerta se abrieron a los lados. Mientras un tropel de asaltantes intentaba ampliar a empujones el hueco recién practicado, los defensores volvieron la espalda y huyeron hacia el centro del fuerte.
Todos salvo un hombre. Un centurión, que con las piernas bien separadas, el escudo embrazado y la espada en guardia sobre la cabeza, se plantó ante la puerta y dijo:
—¡Entrad aquí si tenéis cojones, maricas de Pompeyo!
Por si el penacho plateado y la descomunal estatura no bastaran para reconocerlo, era imposible confundir la voz áspera de Casio Esceva.
Furio no se lo pensó dos segundos. Mientras corría hacia la escalera más cercana para bajar al patio y acudir a la puerta decumana, no dejaba de gritar:
—¡A mí! ¡Vamos a ayudar al centurión Esceva! ¡Por César!