Después la invadió una idea más inquietante.
¿Y si Sosígenes también andaba intrigando contra ella?
«No, el no. Eso es imposible», se contestó.
Pero él propio Sosígenes le había enseñado: «Todo aquello que no va contra las leyes de la naturaleza puede ocurrir, y no sólo puede sino que además acaba ocurriendo».
—Espero que mi visita no sea inoportuna, mi querido Sosígenes —dijo, tanteando el terreno.
El científico se dirigió hacia el fondo de la estancia. En la mesa más alejada había un pebetero con hierbas aromáticas. Sosígenes lo encendió. Allí dentro olía a piedra antigua y a papiro, entre otros aromas indescifrables, pero a Cleopatra no le desagradaba del todo.
—Mi señora, bien sabes que tu visita no es inoportuna nunca por dos razones.
—¿Y cuáles son? —preguntó Cleopatra mientras se acercaba a él.
—La primera, porque no puede serlo tratándose de ti —contestó Sosígenes, usando la misma llama para prender un pequeño brasero sobre el que puso a calentar una infusión. Tras una pausa, añadió con tono un tanto malévolo—: La segunda, porque aunque fuese inoportuna, dado lo elevado de tu posición y lo humilde de la mía, no podría reconocértelo.
Cleopatra disimuló una sonrisa. Ése era el Sosígenes de todos los días, un adicto a la esgrima verbal. Pese a lo que el científico acababa de afirmar sobre sí mismo, una de las razones por las que Cleopatra se sentía cómoda con él era su completa falta de humildad.
Siete años atrás, antes de contratar los servicios de Sosígenes como maestro de ciencias para Cleopatra, Auletes había encomendado a sus espías que indagaran sobre él. Más tarde se olvidó del asunto y fue la joven quien leyó el informe, mucho más jugoso de lo que hubiera imaginado. Los agentes habían averiguado que el padre de Sosígenes, Arquipo, poseía una pequeña tintorería. Su hijo se había criado entre el olor de los orines humanos que usaban para lavar la ropa. Como el negocio era modesto, él mismo se había metido más de una vez en la cuba para macerar los mantos de los clientes con los pies descalzos. El pequeño salario que le entregaba su padre lo había multiplicado jugando a los dados, y con eso se había pagado lecciones de matemáticas y astronomía en la Biblioteca.
En una ocasión, en un garito del barrio de Racotis unos matones le habían propinado una paliza para que reconociera que hacía trampas a los dados. Sosígenes les aseguró que si ganaba a menudo era merced a un método matemático que, por supuesto, se negó a revelar. Aquellos tipos se aburrieron de darle golpes antes que él de recibirlos, y lo abandonaron medio muerto en un callejón.
Era, pues, un hombre peculiar que después de sumergir los pies en malolientes meados y apostar en tugurios llenos de rufianes había progresado hasta el punto de entrar en el palacio de Loquias para impartir lecciones de geometría, aritmética y astronomía a toda una reina de Egipto. Sin embargo, Cleopatra estaba convencida de que, cuando se miraba al espejo —si es que lo hacía—, Sosígenes no sonreía envanecido por su ascenso social.
Era como si aquel personaje no perteneciese al orden social normal, como si flotara fuera de él, un cometa libre y errabundo en el firmamento. No parecía sentirse inferior a nadie, y quizá tampoco superior. Se hallaba siempre tan absorto en sus teorías y experimentos que Cleopatra sospechaba que no le quedaba tiempo para pensar en sí mismo ni construir un concepto sobre su propia persona.
Eso le gustaba. Sosígenes era un hombre que no albergaba miedos porque no tenía nada que demostrarse a sí mismo ni a los demás. Le bastaba con demostrar sus teoremas.
—Mi señora está muy pensativa.
Cleopatra parpadeó rápido, la única señal de turbación que solía escapársele. Se había quedado mirando cómo Sosígenes removía las hierbas en el cazo. Por supuesto no iba a reconocer que sí, que estaba pensativa, pero por él.
—Es cierto, Sosígenes. Me atormenta la situación de los graneros reales. Nunca los había visto tan vacíos.
—Tu preocupación es lógica, mi señora.
—Necesito saber cómo vendrá la próxima inundación —dijo Cleopatra—. Si vuelve a ser tan escasa como las dos últimas, no sé si sobreviviremos.
A través de un filtro de cobre, Sosígenes vertió la infusión en dos tazas de fayenza y le tendió una a Cleopatra. Aquella mezcla de hierbas que preparaba él mismo estimulaba el pensamiento; al menos, eso aseguraba. En el palacio, Cleopatra jamás la habría bebido sin antes dársela a probar a alguno de sus catadores, sirvientes libres que habían hecho juramento ante Asclepio de no permitir que nadie envenenase a sus señores. Pero aquí era distinto.
O debería serlo.
—Es imposible predecir eso, mi señora —dijo Sosígenes—. A dos años de sequía pueden seguirlos uno de lluvias abundantes, dos, ninguno... Consultando los archivos del nilómetro de Elefantina se puede comprobar que en el pasado se han producido largos ciclos de vacas flacas. Lo difícil es saber cuándo se entra en un ciclo.
—¿Vacas flacas? ¿Es uno de tus términos? —preguntó Cleopatra, sorbiendo la infusión. El sabor era amargo, pero los vahos que desprendía despejaban la nariz.
—Mío no, mi señora. ¿Conoces los libros sagrados de los judíos?
Ella asintió.
—Se habla de las vacas flacas en el primero de ellos —explicó Sosígenes.
—El Bereshyt —recordó Cleopatra en voz alta.
—¿Perdón, mi señora?
—Es su título hebreo. Génesis en la versión griega de los Setenta.
—Se me olvidaba tu talento para las lenguas. ¿Recuerdas la historia de José y el faraón, mi señora?
Cleopatra negó con la cabeza. Con su maestra de hebreo, una mujer muy guapa de rostro y obesa de cuerpo llamada Esther, había estudiado las partes que le resultaban más novelescas de aquellos libros sagrados: las hazañas de Sansón, el inquietante relato de Tobías y el ángel o los versos amorosos y a veces subidos de tono del Shir Hashirim.
—José era un joven hebreo que llegó a convertirse en visir gracias a su habilidad interpretando los sueños ajenos —explicó Sosígenes—. El faraón había soñado que del río salían siete vacas gordas seguidas por siete vacas flacas. José le explicó que las vacas gordas significaban que tendrían siete años de inundación abundante, y las flacas que detrás vendrían otros tantos de sequía.
—Está claro que esa historia no es más que una fábula —dijo Cleopatra—. ¿Cuándo se ha visto a un faraón nombrando visir a un extranjero?
—No más fábula que nombrar a ese visir basándose en unos sueños —repuso Sosígenes—. Los sueños no son más que visiones absurdas y sin sentido. No hay nada que interpretar en ellos.
Sobre esa cuestión habían mantenido vivas discusiones. Cleopatra se negaba a creer que las vivencias nocturnas en las que hablaba con su abuela o con su tío Horemhotep, o en las que visitaba ciudades maravillosas que jamás había contemplado despierta, fueran nada más que acumulaciones azarosas de pensamientos y recuerdos.
—¿De qué me sirve ahora el relato de ese judío? —preguntó, soslayando el tema de los sueños.
—José recomendó al faraón que durante los años de abundancia enviara inspectores a recoger una quinta parte de la cosecha, de modo que tuviera reservas para los siete años de sequía.
—Tu consejo llega tarde —dijo Cleopatra.
—Suele ocurrir con los consejos. Por eso los consejeros tienden a acertar, porque opinan de lo que ya ha sucedido. ¿De verdad no queda grano en los silos?
—Apenas. No preveíamos tal escasez y exportamos los excedentes.
—Una política imprudente, si se me permite decirlo. Siempre hay que ponerse en la peor hipótesis posible.
—Roma es insaciable pidiendo grano —se justificó Cleopatra—. Además, todavía pagamos dinero a todos los banqueros y prestamistas romanos con los que se endeudó mi padre. ¡La deuda nos devora y necesitamos ingresos!
—¿No es posible reducir gastos? Vuestra corte está plagada de parásitos.
—Familiares, clientes, personas importantes a las que debemos favores... Nos apoyan porque nosotros los mantenemos. No podemos prescindir de ellos.
—¿Y ese barco gigante que te has empeñado en reconstruir?
Cleopatra sabía que a Sosígenes le gustaba provocarla intelectualmente, pero estaba empezando a impacientarse.
—Supone una pequeña parte del presupuesto, y en cualquier caso los trabajos van muy despacio. Cuando la nave gigante de Filopátor esté reparada y vuelva a navegar, dará gran prestigio al reino.
—¡Ah, qué importante es el prestigio de los reyes! Pero de prestigio no se come.
—No sabes cuánto te equivocas, Sosígenes. El prestigio de la corona es lo que mantiene unido al país y consigue que la gente trabaje por causas comunes en lugar de hacerse la guerra.
Cleopatra levantó la barbilla, poseída de su papel. No en vano en su larga gira por Menfis, Tebas y Elefantina la habían reconocido como par o o Gran Casa, auténtica faraón, algo que ningún otro Ptolomeo había llegado a ser para los egipcios. Con las aletas de la nariz dilatadas, se lanzó en su discurso:
—Si los faraones no hubiéramos demostrado nuestro poder desde el origen de los Dos Reinos, nuestros súbditos se habrían dedicado a robarse el agua y las cosechas entre ellos en lugar de unirse para construir los canales y los diques que dan vida al país. Cuanto más grande y magnífico sea el faraón, mayor será el esplendor de Kemet. ¡Yo soy la tierra, y la tierra es Cleopatra!
Se interrumpió de repente. Su frase le había hecho recordar la de Pasheremptah, «Si tu vientre sigue estéril, la tierra será estéril», y también la erección de su hermano. No quería que sus palabras ni sus pensamientos siguieran por ese camino.
Durante unos segundos pareció que Sosígenes iba a darle una réplica mordaz. Pero algo debió de ver en los ojos de Cleopatra que lo impresionó y le hizo callar.
Se hizo un largo silencio. Ella, acostumbrada a la quietud hierática de las audiencias reales, no se movió. Él, más incómodo, rellenó aquellos minutos removiendo con una paleta de bronce las brasas que ardían en el infiernillo mientras miraba de reojo a la mesa del centro.
«¿Qué habrá debajo de esa manta?», se preguntó Cleopatra.
Estaba a punto de preguntárselo cuando la puerta se abrió con un pesado rechinar. El contraste con aquel momento de silencio fue tan brusco que Cleopatra dio un respingo. Al volver la mirada hacia la entrada vio a quien menos esperaba y deseaba encontrarse allí.
Su hermano.
—¿Te he asustado, hermana? —preguntó Ptolomeo, pasando a la sala—. ¿Es que andabas haciendo cosas feas con el maestro?
El maldito crío, que tenía ocho años menos que ella, se atrevía a hablarle con la condescendencia de un hermano mayor. ¿Qué demonios pintaba en la Biblioteca? No la pisaba jamás, como no fuese por las fiestas en honor de las Musas para ver a las danzarinas con sus velos transparentes.
Ptolomeo no venía solo. Lo acompañaban cuatro hombres altos y atléticos. Dos eran gálatas, miembros de un pueblo celta de Asia Menor, uno con el cabello rubio como el trigo y el otro pelirrojo. Los dos restantes eran sureños, guerreros de miembros espigados y músculos tallados en negro basalto. Uno de ellos, Enkirisha, hijo del rey de Tenupsis, mandaba la guardia nubia de Ptolomeo.
Los cuatro traían espadas y cuchillos al cinto, mientras que Ptolomeo tenía una fina daga con empuñadura de nácar y un grueso rubí en el pomo. Eso explicaba a qué había venido. Sabiendo que su hermana respetaba el edicto que prohibía las armas en el Museo y que siempre dejaba fuera a su escolta, ¿qué mejor ocasión para solucionar sus desavenencias que sorprenderla indefensa allí dentro?
«Quien respeta las normas pierde», se dijo Cleopatra con amargura. Si salía viva de aquella sala, cosa de la que dudaba, lo tendría en cuenta. Como también recordaría no volver a enviar lejos a Apolodoro. ¿Cuánto se tardaba en ir al Sema y regresar?
El gálata rubio cerró la puerta tras de sí. Ptolomeo, por su parte, empezó a acercarse con las manos entrelazadas a la espalda y pasitos cortos.
Cleopatra estudió los rostros del pequeño grupo. Los de los guardaespaldas eran inescrutables. El de su hermano, en cambio, mostraba el mismo gesto que cuando de pequeño arrancaba las alas y las patas a los saltamontes en el jardín del templo de Ptah.
—Saca a esos hombres de aquí ahora mismo —dijo Cleopatra.
—¿Por qué habría de hacerlo?
—Porque está prohibido entrar con armas en este santuario.
Ptolomeo miró a su alrededor.
—¿Este cuchitril un santuario?
—Sabes bien a qué me refiero.
—Soy el rey, hermana. Puedo hacer lo que quiera. Ahora mismo he decidido dictar un decreto por el que sólo yo tengo potestad para entrar con hombres armados en esta jaula llena de viejos chivos. —Ptolomeo ahuecó la voz, que le había cambiado recientemente y resonaba demasiado grave para un cuerpo tan fino—. ¡Es ley de Egipto! ¡Proclamadla!
—Los decretos no entran en vigor hasta que se inscriben en piedra.
Era un argumento débil contra hombres armados, pero Cleopatra no sabía cómo ganar tiempo.
—Mis decretos sí. De todos modos, no vengo como legislador, sino como hermano. He venido a recoger mi regalo de cumpleaños.
—Hice que te lo llevaran el día del banquete.
—Ah. Eso.
Ptolomeo hizo el mismo gesto displicente con que desdeñó a su abuela el último obsequio la víspera de su muerte. Sin embargo, el regalo de Cleopatra no había sido barato: era un arpa construida por Eunosto, el fabricante de instrumentos más célebre de Alejandría y tal vez del mundo.
—No, hermana. Vengo a por mi otro regalo. Ya sabes a qué me refiero. —Ptolomeo se volvió hacia los gálatas y les dijo—: Tendedla sobre esa alfombra. No tiene por qué estar incómoda.
La alfombra a que se refería Ptolomeo se hallaba debajo de la mesa de mapas. En lugar de levantarla para moverla de allí, el gálata pelirrojo la derribó de una patada y la apartó empujándola con el pie.
Cleopatra miró a Sosígenes. Tenía la mandíbula apretada, pero por lo demás su rostro era una máscara. «¿Estará tan aterrorizado por dentro como yo?», se preguntó la joven.
—Majestad —dijo el científico por fin, dirigiéndose a Ptolomeo—. Como bien has dicho, éste es un cuchitril. Un lugar indigno para consumar la hierogamia de dos dioses encarnados como vosotros. ¿Quieres estropear el recuerdo de tan bella unión con este escenario tan pobre?