—No sabes hacer bien las cosas, señora. Si no aprendes a intrigar, te despellejarán.
Aquel consejo solía brotar de labios de Iras, la doncella que la peinaba y la masajeaba y que, junto a Carmión, se encargaba de bañarla y vestirla. Tan hábiles eran sus dedos como descarada su lengua. Cleopatra la mandaba callar a menudo, irritada; pero no la castigaba porque comprendía que alguien debía ser franco con ella en aquella corte infestada de cobras y escorpiones.
«Si no aprendes a intrigar». Recordando esas palabras, resopló furiosa y aceleró el paso.
Cuando Auletes la nombró reina consorte, Cleopatra empezó ejerciendo el cargo tan sólo en rituales religiosos. Pero, conforme su padre se entregaba a la lujuria y dilapidaba su escasa salud en comilonas dignas de los legendarios sibaritas, Cleopatra asumió cada vez más responsabilidades de gobierno. Antes de que el monarca muriera, la joven ya conocía al dedillo las precarias finanzas de Alejandría y Egipto, su situación militar y los equilibrios con que había que tratar a los diversos territorios para evitar sublevaciones, sobre todo en la levantisca zona de Tebas.
Su padre, endeudado hasta el cuello con los banqueros romanos, había ordenado a la ceca estatal que subiera la mezcla de vellón en las monedas de plata. «Así ganaremos en cada dracma», dijo, creyendo o queriendo creer que nadie se enteraría de la artimaña. Por supuesto, la gente la descubrió y el valor de la moneda se hundió, con lo que no se solucionó nada. Cleopatra, que le había aconsejado que no tomara esa medida, volvió a acuñar plata de ley en cuanto se convirtió en única soberana.
Sí, todo eso estaba muy bien, se dijo a sí misma. Era una buena gobernante y seguía aprendiendo. Pero Iras llevaba razón: no sabía intrigar. Cuando estudiaba los ejemplos de la historia, comprendía que el único objetivo que movía a los Ptolomeos desde hacía generaciones no era gobernar, sino mantenerse en el poder. Una diferencia más que sutil.
—¿Por qué algunos se empeñan en conquistar el poder por el poder? —le había preguntado a Sosígenes en una de sus frecuentes conversaciones.
—Las cosas sirven para conseguir otros fines o como un fin en sí mismas —respondió él—. ¿A ti ser reina te produce placer por el hecho de reinar en sí o por los actos que puedes llevar a cabo gracias a esa condición?
Cleopatra tenía que reconocerse a sí misma que se le erizaban los antebrazos cada vez que un batallón de soldados se cuadraba ante ella haciendo resonar las armas al unísono, o cuando el pueblo le cantaba himnos en los santuarios de Menfis y Tebas, o en las ocasiones en que la multitud de Alejandría la aplaudía y aclamaba al entrar en el teatro. Aunque esto último sólo había ocurrido una vez. Por alguna razón, no era posible mantener al mismo tiempo una buena relación con sus súbditos egipcios de todo el país y con la abigarrada mezcla de razas que poblaba Alejandría.
Cierto, el poder se convertía en una droga adictiva. Pero para ella no se trataba de su característica más importante.
—Ser reina me gusta por los actos que puedo llevar a cabo —contestó.
—O sea, que no pretendes el poder por sí mismo, sino porque te facilita alcanzar otros bienes, como el conocimiento propio o el bienestar de tus súbditos.
Cuando Sosígenes decía esas cosas mirándola con aquellos ojos de jade que apenas parpadeaban, Cleopatra se preguntaba adónde quería ir a parar.
—Lo segundo es lo más acertado —respondió.
—De modo que eso significa que concentras más tus esfuerzos en los fines que para ti tienen valor en sí mismos, y los empleas menos en la herramienta, que es el poder.
—Así es. Y eso está bien, ¿no?
Sosígenes sacudió la cabeza.
—No, mi señora. Porque eso significa que te van a derrocar.
—¿Y se puede saber por qué? —exclamó Cleopatra.
—¿No has escuchado el último paso de mi razonamiento?
Sosígenes podía ser muy impertinente, incluso grosero. Tanto le daba hablar con la reina de Egipto o con el esclavo más humilde de palacio: siempre decía lo que quería en cada momento. Era un rasgo de su carácter que irritaba a Cleopatra y, al mismo tiempo, hacía que sintiera más admiración por aquel hombre extraño y solitario.
—Sí, lo he escuchado —reconoció Cleopatra, que añadió en tono fatigado, como si recitara una letanía—: La gente que me rodea y que busca el poder por el poder posee sobre mí la ventaja de que emplea todo su tiempo y sus esfuerzos en esa meta, mientras que yo los dedico a estudiar y a gobernar. Por eso me ganarán la partida y me derrocarán.
—¡Brillante, mi señora! —exclamó Sosígenes. ¿Cómo se podía ser irónico y sincero a la vez? Él lo conseguía.
«¿Cuánto tiempo me queda en el trono?», se preguntó, y no por primera vez, mientras recorría las calles del distrito Beta.
Aquel enorme barrio era en sí mismo una ciudad. Desde que Alejandro ordenó construir el primer palacio, que nunca llegó a ver terminado, cada soberano había querido contribuir al esplendor de la ciudad con nuevos edificios cada vez más lujosos. En ocasiones, eso había significado desalojar a cientos o miles de familias y trasladarlas a otras zonas de Alejandría.
Cleopatra y sus hermanos vivían en el palacio situado más al nordeste, edificado sobre el istmo del promontorio de Loquias. Al sur, en el sector aledaño que ella y su reducido séquito acababan de dejar atrás, se alzaban fastuosas mansiones construidas en mármol y maderas importadas donde se alojaba a los visitantes más honorables de la ciudad. Ahora estaban atravesando una zona parcialmente abierta al público, pero protegida, como todo el distrito Beta, por una muralla interior. Allí había templos, jardines, gimnasios y espaciosos pórticos adornados con árboles que sombreaban con sus anchas copas a los paseantes.
En las primeras horas de la mañana toda aquella zona solía estar despejada, como ahora. La actividad matutina se concentraba fuera de la muralla interior, en los barrios donde se abrían miles de puestos de venta, tiendas, talleres y factorías de todo tipo, verdaderos motores de la economía de Alejandría. El distrito palaciego se llenaba más a partir de mediodía, pues era el lugar de ocio donde las clases altas acudían a pasear y a lucir sus joyas y sus ropas por los pórticos y jardines y a ostentar sus aparatosas literas por las anchas avenidas.
Y a intrigar, por supuesto. Un vicio enraizado en la naturaleza de todos los alejandrinos...
... menos en la suya. ¿Cómo si no se le había ocurrido marcharse del cumpleaños de su hermano y dejar a Arsínoe allí? Ella insistía en que no quería casarse ni tener hijos todavía. Pero ¿y si al final accedía a acostarse con Ptolomeo y éste la preñaba? En caso de que su hermana se quedara encinta, y además de la simiente del joven rey, el pueblo de Alejandría vería a ese niño como heredero del trono, y a su madre como reina.
—El país necesita un sucesor —solía decirle Potino.
—Kemet necesita un futuro faraón —le insistía también su primo Pasheremptah cada vez que se veían—. Si tu vientre sigue estéril, la tierra será estéril.
Ése era otro de sus problemas, y no el menor. La hambruna se cernía sobre su cabeza igual que aquella célebre espada colgaba sobre la de Damocles.
Dos años antes, el verano había empezado de forma normal; ni los signos físicos ni los presagios hacían sospechar que la inundación no fuese la adecuada. Pero en los días previos al renacer de Sopdet se había observado en las aguas un color verde más intenso que otras veces, casi de malaquita, y todo el río empezó a emanar un hedor nauseabundo. El sabor del agua era tan repugnante que apenas mejoraba después de hervirla, y beberla provocaba diarrea en muchos casos, de modo que hubo que taladrar por doquier para encontrar nuevos pozos.
Sosígenes, tras estudiar muestras de agua con el botánico Atenodoro —una de las escasas veces en que accedió a colaborar con otro científico—, dictaminó que la corriente estaba saturada de materia vegetal en descomposición.
—Eso significa que no ha llovido lo suficiente en las fuentes del río —le explicó a Cleopatra—. Prepárate para una inundación muy escasa.
Así fue. En el nilómetro de Elefantina la crecida sólo alcanzó trece codos, que se redujeron a siete en Menfis. Para colmo, las aguas bajaron mucho antes del final de la estación de Akhet. Recurriendo a los cigoñales y a los tornillos de Arquímedes, los campesinos lograron irrigar las parcelas adyacentes a la orilla. Las más alejadas apenas recibieron una gota de agua. Cuando llegó la cosecha siguiente, resultó la peor desde que Cleopatra tenía uso de razón.
En la reunión del consejo real para tratar el problema, Potino propuso:
—Todo el excedente de las cosechas del país debe enviarse íntegramente a Alejandría, majestad.
—Él tiene razón —le apoyó el general Aquilas—. De lo contrario se producirán motines en la ciudad.
Cleopatra conocía de sobra el significado de la palabra «excedente» para ellos.
—¡Pero eso significará hambre en el resto del país!
—El resto del país está más lejos que Alejandría —contestó Aquilas. Asomándose a un ventanal, señaló hacia los distritos del sur y el oeste, los más populosos—. ¿Quieres ver a una turba furiosa asaltando el palacio real?
No, su abuela ya lo había visto de niña y se lo había contado. Cleopatra no quería que aquello se repitiera. Por eso accedió, y la medida fue aprobada. Las cosechas fueron confiscadas. Se decretó pena de muerte para quien vendiera por su cuenta cereal o legumbres. Los campesinos podían quedarse con la parte que les correspondía legalmente, y nada más. Era una miseria; bien sabía Cleopatra que la única manera que tenían de subsistir los aldeanos consistía en trapichear mercadeando con un porcentaje de la cosecha.
Los precios subieron. Muchos trabajadores, como habían hecho desde tiempo inmemorial, abandonaron los campos y se ocultaron en parajes que sólo ellos conocían. Los sacerdotes del santuario de Hiera Nesos, en el oasis de Cocodrilópolis, escribieron a la reina preocupados porque los aldeanos se habían esfumado misteriosamente y ya no podían cumplir con los rituales debidos. Y su caso no fue el único en el país.
Preocupados por la siguiente inundación, los campesinos de la zona de Menfis habían llegado al extremo de revivir el antiquísimo ritual de la Novia del Nilo. Tras seleccionar a la muchacha más bella de entre las doncellas de la región, la ataviaron con un vestido de boda y, una semana antes de la estación de Akhet, la ahogaron de noche en el río mientras cantaban himeneos para ofrendársela en matrimonio a Hapi, el dios del Nilo.
Cleopatra se había enterado por una increíble casualidad. Flotando aguas abajo, el cadáver había llegado hasta la boca Canópica del Nilo. Pero antes de alcanzar el mar se había quedado varado en una orilla. Cleopatra, que estaba de cacería en la zona oeste del Delta, acababa de abatir a un ganso de un certero flechazo, y cuando uno de los perros se acercó a recoger la pieza descubrió a la joven, envuelta en los jirones de su vestido nupcial. De la belleza con la que los victimarios habían intentado seducir a Hapi no quedaba nada: el cuerpo estaba hinchado y los peces habían picoteado el rostro hasta convertirlo en una máscara irreconocible. Iras, que acompañaba a su señora en la cacería, se había vomitado sobre la túnica al ver el cadáver.
Cleopatra sospechaba que se habían llevado a cabo rituales similares a lo largo de todo el Nilo. Pero no habían servido de nada. La siguiente inundación había sido aún más escasa, lo que condenaba a Egipto a una pésima cosecha, la segunda consecutiva. Eso significaba no ya escasez, sino hambruna. Muerte y desolación por todo el país, y también revueltas y secesiones.
Pero el edicto sobre los excedentes agrarios continuaba en vigor. Aunque Cleopatra intentaba derogarlo, encontraba cada vez más problemas para imponer su voluntad. Poco a poco el eunuco Potino había ido tejiendo una red inextricable alrededor de ella.
¡En qué hora lo habría nombrado visir! Mientras Potino no era más que regente en nombre de Ptolomeo, se comportaba como un hombre razonable y no planteaba objeción alguna a que ella firmara los decretos reales únicamente con su nombre y no con el de su hermano. Pero cuando el visir anterior murió y Cleopatra cometió la imprudencia de ascender a Potino, su actitud no tardó en cambiar. Poco a poco se fue mostrando más atrevido, hasta que un día, casi sin que Cleopatra se diera cuenta, el eunuco ya había sobrepasado la barrera de la insolencia. Como comprobó entonces, resulta muy difícil recuperar el respeto de quien te lo ha perdido.
Sobre todo si cada vez te encuentras más aislada. Para desgracia de Cleopatra, cuando Ptolomeo cumplió los catorce años el consejo real juzgó que era conveniente que asistiera a las reuniones para familiarizarse con el gobierno del país. Lo que significaba que Cleopatra se hallaba en minoría. Incluso cuando conseguía salirse con la suya, no tardaba en descubrir que algún burócrata anónimo modificaba los textos de sus decretos.
—¡Ah, majestad! —exclamaba Potino, levantando las manos al cielo de forma teatrera—. ¡Qué bendición es que sepas leer no sólo el griego, sino también los caracteres jeroglíficos! Algún escriba pagará por esto con sus manos.
Mientras se redactaba y grababa el nuevo decreto con una lentitud exasperante, Potino se las arreglaba para que el adulterado siguiera vigente. A Ptolomeo eso le resultaba indiferente. El hermano de Cleopatra consideraba que las finanzas, piedra angular del gobierno de Egipto, eran un asunto aburrido, como también lo eran el mantenimiento de canales y diques, la construcción de templos o los rituales religiosos en las ciudades sagradas de Menfis o Tebas. Cuando murió el toro sagrado Buquis, fue Cleopatra sola quien hizo el largo viaje hasta Tebas y Hermontis para enterrarlo en el gran cementerio del Buqueón junto a cientos de sus antepasados, y también quien entronizó a su sucesor. Mientras tanto, su hermano se quedaba en Alejandría fingiendo que se dedicaba a estudiar con su maestro de retórica, un insufrible pedante llamado Teódoto al que también habían conseguido colar en el consejo de estado.
La comitiva giró en ángulo recto a la derecha. En Alejandría casi todos los cruces eran de noventa grados; Dinócrates, a quien Alejandro confió la construcción de la ciudad, la había diseñado sobre una cuadrícula de calles perpendiculares siguiendo los preceptos de un arquitecto clásico, Hipodamo de Mileto.
Normalmente, Cleopatra iba a la Biblioteca por la vía Canópica, una avenida de cinco kilómetros de longitud y más de treinta metros de anchura que atravesaba Alejandría de este a oeste. Era muy agradable caminar por su paseo central, sombreado por palmeras y sicómoros. O, si tenía prisa, cabalgar o dejarse llevar en una calesa por los carriles que discurrían a ambos lados. Pero hoy prefería más discreción y tomó la paralela anterior, la calle Euterpe.