Las discusiones en el senado fueron virulentas. El tribuno de la plebe Marco Antonio presentó la propuesta de César: éste se hallaba dispuesto a desmovilizar a sus tropas siempre que Pompeyo, que a la sazón desempeñaba el gobierno proconsular de Hispania, pero lo ejercía desde Roma, licenciara también a las suyas.
Pompeyo, apoyado por Catón y el gran orador Cicerón entre otros miembros del grupo conservador, se negó a aceptar ni una sola de las condiciones de su rival, alegando que lo que pretendía César realmente era alzarse con el poder absoluto como tirano o, algo incluso más aborrecido por los romanos, como rey.
El 7 de enero del año 707 de Roma, los senadores aprobaron un senatus consultum ultimum, un decreto de emergencia que otorgaba a los magistrados, y en particular a Pompeyo, plenos poderes para defender la República contra César.
La respuesta de Julio César fue fulgurante. El 10 de enero cruzó el Rubicón, un pequeño río que marcaba la frontera entre la Galia Cisalpina e Italia, donde tenía prohibido entrar con tropas. César, que siempre prefería la rapidez en detrimento del número, traspasó el límite con una sola legión y trescientos jinetes. A partir de ese momento, se convirtió en alguien fuera de la ley.
La siguiente maniobra de Pompeyo desconcertó a muchos, incluso a sus propios partidarios. Aunque disponía de más legiones que César, decidió que era mejor renunciar a la defensa de Italia y cruzó el Adriático para reorganizarse en Grecia con sus tropas y los muchos senadores que lo apoyaban. Pocas semanas después, César entró en Roma, donde muchos aguardaban con el corazón encogido temiendo sus sangrientas represalias.
Para sorpresa general, esas represalias no llegaron. César perdonó a todos los que quisieron pasarse a su bando, y a los que no, los envió libres y sin castigo alguno con Pompeyo, y no permitió que sus soldados saquearan ninguna ciudad.
El enfrentamiento directo entre ambos colosos parecía inminente, pero no acababa de producirse. César no encontró barcos suficientes para garantizar el paso seguro de sus tropas a Grecia, de modo que se dirigió primero a Hispania, donde Pompeyo tenía varias legiones. Allí las derrotó en una campaña relámpago.
En diciembre, César regresó a Roma, donde por fin fue elegido cónsul para el año siguiente. Sin perder más tiempo, se dirigió a Brindisi, en el tacón de la bota italiana, para cruzar con sus legiones a Grecia y enfrentarse a Pompeyo, que se fortalecía más con cada día que pasaba.
Los pompeyanos controlaban una flota de quinientas naves que patrullaban el Adriático, mientras que César no disponía más que de algunas decenas de barcos. Por otra parte, la época del año y las condiciones del mar hacían muy peligrosa la travesía.
No obstante, César decidió que no le quedaba otro remedio que arriesgarse a invadir Grecia. De no hacerlo, podía ser Pompeyo quien en primavera invadiera Italia con un ejército muy superior al suyo. Aunque César tenía más de veinticinco mil hombres repartidos en doce legiones bajas de efectivos, en aquel momento sólo pudo embarcar a quince mil legionarios y ochocientos jinetes.
La noche del 4 de enero, pese al tiempo desapacible, César cruzó con aquellos efectivos y desembarcó en el Epiro, en la costa occidental de Grecia. A la noche siguiente sus barcos regresaron a Italia para recoger al resto de sus tropas, pero esta vez fueron sorprendidos por Bíbulo, el almirante de Pompeyo, que quemó buena parte de los barcos junto con sus tripulaciones.
Han pasado dos meses desde entonces y las legiones de César que siguen en Brindisi bajo el mando de Marco Antonio no han podido cruzar el Adriático. César está acampado en la orilla sur del Apso con sus quince mil hombres, mientras que Pompeyo se encuentra al otro lado del río con más de cuarenta mil soldados entre legionarios y tropas aliadas.
El tiempo corre contra César. Debido a que se halla en territorio enemigo y apenas tiene naves de transporte, sus tropas sufren graves problemas para abastecerse de alimentos y se ven obligadas a resistir con raciones de subsistencia. Mientras tanto, las legiones de Pompeyo, que en su mayoría son más bisoñas que las de César, adquieren más experiencia y calidad día a día.
Cuanto más tiempo tarde César en librar una batalla campal contra Pompeyo, menos posibilidades de triunfo tendrá. Pero, aunque durante su carrera como general a menudo ha combatido en inferioridad numérica, luchar contra más del doble de soldados, dirigidos además por un estratega de la categoría de Pompeyo, sería un suicidio. César necesita imperiosamente a las tropas que ha dejado en Italia.
Mientras tanto, Egipto sufre sus propios problemas. Tras reinar por segunda vez durante cuatro años junto con su hija, Ptolomeo XII Auletes murió en el año 703 de Roma. En su testamento designó como herederos a Cleopatra y al mayor de sus dos hijos varones, Ptolomeo. Para evitar desavenencias entre ambos, añadió una cláusula nombrando albacea de sus últimas voluntades a la República de Roma, mencionando expresamente a Pompeyo y a César en el testamento.
Ptolomeo, el XIII de su nombre en el trono de Alejandría, es demasiado joven todavía para consumar con Cleopatra un matrimonio que ésta no desea. Las relaciones entre ambos hermanos se deterioran día a día. La camarilla que rodea a Ptolomeo, formada por el eunuco Potino, el orador Teódoto y el general Aquilas, conspira constantemente contra Cleopatra para boicotear sus decisiones y apartarla poco a poco del poder efectivo.
Para colmo, la penúltima inundación del Nilo fue muy escasa, y la última ha sido aún peor. La hambruna amenaza a Egipto.
Según el calendario romano, corre el mes de marzo, pero en realidad quedan más de dos meses para que termine el invierno...
Epiro
—¡Putos romanos! Sólo a ellos se les ocurre hacerse a la mar en una noche de perros como ésta.
—Deja de quejarte, Focas —le reprendió León.
Habían amarrado la Hermes en la orilla norte del río Aoos, al amparo de un bosquecillo. La nave, una liburnia de veinticuatro remos, cabeceaba acunada por la suave corriente mientras esperaban a que comparecieran los pasajeros a los que debían transportar del Epiro a Italia. Pero León sabía que esa calma era engañosa. Sólo tenía que escuchar el siseo del viento en las hojas de los sauces y observar con qué velocidad se desplazaban las nubes aceradas por el cielo nocturno. En cuanto doblaran el primer meandro y se acercaran al mar iban a sufrir problemas con el viento.
—¡Es que es cierto! —insistió Focas—. Los romanos se creen que pueden viajar por todas partes y en cualquier estación. ¡Como si fueran los amos de la naturaleza!
—Nosotros también navegamos en invierno —dijo León.
—Pero sólo cuando hace un tiempo medio decente —respondió su piloto.
León tiró del faldón de su manto para arrebujarse en él. El aire se notaba cada vez más frío. Y venía del oeste, justo la dirección opuesta de la que les convenía.
Había contado con aprovechar el terral, que por las noches bajaba desde los montes cercanos y soplaba hacia el Adriático. Dejándose llevar por él, la Hermes se habría alejado unas millas de la costa del Epiro. El resto de la travesía hasta Italia la habrían hecho a golpe de remo, para arribar a su destino, el puerto de Brindisi, antes del amanecer. Con suerte —con la afamada suerte de César—, lograrían escabullirse de los cientos de barcos enemigos que podían darles caza.
Pero el tiempo se había empezado a estropear justo al ponerse el sol. Demasiado tarde ya para enviar recado a los romanos que habían contratado su nave para aquel viaje.
«Contratado» era un eufemismo. León era consciente de que no les quedaba otro remedio que fletar la Hermes a aquellos clientes. Cuando los amos de medio mundo te pedían algo, lo único que podías hacer era calcular con cuánto ángulo agachabas el lomo para responder que sí.
El verdadero dilema se planteaba cuando esos amos se peleaban entre sí en una guerra civil. ¿Qué bando elegir si uno quería sobrevivir?
—Parece que allí vienen —murmuró uno de los remeros.
Entre los árboles que festoneaban el río se abría un sendero que se perfilaba en la oscuridad como una fantasmal cinta de seda. Por allí se acercaba una comitiva a caballo alumbrada por antorchas. Seis jinetes, contó León.
El joven rodio desembarcó por la pasarela de madera, exhalando un pesado suspiro. Era de suponer que quienes pagaban sus servicios no intentarían cometer violencia contra ellos. Por si acaso, se abrió un poco el rebujo del capote y palpó la empuñadura de la espada, rascándose la palma con el pico del grifo de bronce esculpido en el pomo. Aquella arma había pertenecido a su antepasado Memnón de Rodas, el legendario marino que casi tres siglos antes sirvió como almirante a las órdenes del extinto imperio persa y le plantó cara al mismísimo Alejandro.
Por muy prestigiosa que fuese su espada, León no se engañaba. Si intuía problemas, no pretendía utilizarla para luchar. Lo que haría con ella —después de darse la vuelta y huir como una liebre— sería cortar las amarras que ataban la Hermes al sauce reclinado sobre la orilla.
Los seis jinetes desmontaron. Mientras dos de ellos se ocupaban de los caballos y se quedaban apartados, los otros cuatro se acercaron a León. La arena crujió bajo sus botas.
El primer miembro de la comitiva descollaba una cabeza entera sobre los demás. Por si su estatura no lo señalara como un hombre del norte, bajo la capa asomaban dos piernas enfundadas en pantalones de lana atados a los tobillos con cordeles de cuero. Los griegos consideraban que aquella prenda era bárbara y afeminada, pero nadie se habría atrevido a decírselo a la cara a aquel salvaje entre cuyos enormes hombros habría cabido un jabalí.
De los otros tres hombres, dos se cubrían con el sagum, el típico abrigo de los militares romanos. Sin ser tan altos como el bárbaro, se los veía anchos como arcones roperos. León, que tenía el olfato muy fino, arrugó la nariz al captar el olor a grasa de oveja de sus capotes, que ni siquiera la resina de las teas conseguía encubrir.
El cuarto viajero era el único que no mostraba porte de soldado ni guardaespaldas. Llevaba la mano derecha apoyada en un bastón y caminaba encorvado, de tal modo que las sombras de la capucha apenas dejaban ver su barbilla.
Ése debía de ser Menéstor, el hombre de confianza de César. Griego, y esclavo. «Como lo somos ahora todos los griegos», se dijo León con más resignación que amargura.
Era a Menéstor a quien tenían que llevar al otro lado del Adriático para que cumpliera una misión importante en nombre de su señor. El romano que se puso en contacto con León no le había ofrecido más explicaciones ni instrucciones.
No obstante, el rodio sospechaba la razón de aquel viaje extemporáneo. Sin duda, el cónsul había decidido mandar a su sirviente a Brindisi para apremiar a su oficial Marco Antonio, que se había quedado al otro lado del mar con el resto del ejército. César había logrado cruzar el estrecho de Otranto con quince mil hombres, pero todavía tenía cinco legiones en Italia. Considerando que su rival Pompeyo contaba con más de cuarenta mil soldados y estaba acampado a unas cuantas millas al norte, más cuenta le traía a César reunir a todos los suyos cuanto antes. Aunque eso supusiera arriesgarse a navegar con mal tiempo.
—Bienvenidos, señores —saludó León, inclinando la barbilla para saludar a sus pasajeros. Al comprobar que no le respondían, añadió—: No sé si os habréis dado cuenta, pero el viento ha cambiado. Creo que lo más prudente sería posponer la travesía para otra noche.
El bárbaro y los dos romanos se volvieron hacia Menéstor con gesto interrogante. El esclavo de César se limitó a menear la cabeza dentro de la capucha.
—Él dice «no» —contestó el bárbaro—. Él dice nosotros viajamos ahora mismo.
León tragó saliva.
—Como queráis, caballeros. Si me acompañáis...
Les hizo un gesto para que lo precedieran por la planchada y él mismo desató la soga que amarraba la Hermes al sauce. Mientras lo hacía, masculló para sí la misma cantinela por la que había reprendido antes a su piloto Focas. «Putos romanos...».
Sí, la culpa de sus problemas presentes era de los putos romanos.
Todo había empezado siete semanas antes. León se hallaba en Brindisi con la Hermes y tres veleros mercantes de la flota de su padre, el respetado naviero Eufranor de Rodas.
Era el último viaje del año. Habían vendido su cargamento a un precio excelente. Todo el mundo sabía que la guerra entre los dos colosos romanos, César y Pompeyo, estaba a punto de trasladarse al este. Eso hacía barruntar que los productos de lujo de Oriente no tardarían en escasear. Los nobles de la República, muchos de los cuales todavía presumían de la austeridad de sus antepasados, se pirraban por esas sofisticadas mercancías y temían que el suministro se interrumpiera.
Gracias a esos recelos, León había duplicado sus ganancias con las perlas del mar Rojo y de Ceilán, el perfume de nardo, la mirra, la canela y el jengibre. Había conseguido vender a cien sestercios la libra de pimienta de la India, a la que los romanos se habían aficionado tanto que en sus banquetes tenían a un esclavo encargado exclusivamente de espolvorearla sobre los platos de los comensales. Y, por supuesto, había obtenido un pingüe beneficio de los retales de seda, que según los indios provenían de un país mucho más lejano conocido como Tinas o Sinas, situado en los confines orientales del mundo.
León había depositado parte de las ganancias en un banco de Brindisi. Otra la había guardado en un arcón forrado de hierro y cerrado con tres candados, y había empleado un quinto del dinero obtenido en comprar mercancías que, en cuanto regresaran a Rodas y el tiempo fuese propicio, enviaría a Alejandría. Con ello adquirió sobre todo aceite de oliva y vino italiano: los griegos y romanos que vivían en Egipto y no se acostumbraban ni a la cerveza local ni al sabor amargo del aceite de lino pagarían bien por ellos.
Todo eso se había ido a los cuervos. Y sólo podía culparse a sí mismo y a su propia indecisión. La víspera de su infortunio, Focas y los capitanes de dos de los tres cargueros le habían aconsejado zarpar. Pero León había hecho caso al tercer capitán, Hipócrates, el más timorato de todos, que no veía claras las condiciones de la mar.
—Mañana será un día mucho más propicio para navegar —insistía Hipócrates.
Por la verga de Poseidón, se maldecía ahora León, ¿para qué demonios le habría escuchado? Al día siguiente, mientras el joven rodio rellenaba un formulario ante el capitán del puerto, oyó unos pasos en la entrada de la oficina. Sonaban a clavos de metal, lo cual ya le dio mala espina.