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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

La hija del Nilo (9 page)

BOOK: La hija del Nilo
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«Debes unirte al hombre más poderoso del mundo. Un dios entre los hombres».

¿Dónde lo encontraría?

Desde luego, no entre los de su propia sangre. Su hermano Ptolomeo podía creerse un dios redivivo, pero o mucho cambiaban las cosas o jamás llegaría a ser tan siquiera digno de ser llamado hombre.

Ahora mismo, en toda la oikoumene no existía mayor poder que el de Roma. ¿Estaba sugiriendo su abuela que debía entregarse como tributo de guerra a uno de aquellos generales romanos que saqueaban y asolaban ciudades por todas las orillas del Mediterráneo?

Neferptah era una mujer muy sabia, pero mucho se temía Cleopatra que en esta ocasión se equivocaba. Sin embargo, se había empeñado tanto que la joven al final se lo había jurado por Seth, por Anubis y por la monstruosa serpiente Apep: sólo entregaría su cuerpo a un dios entre los hombres.

Ahora, después de bañarse desnuda bajo la luna y ver cómo se amaba aquella pareja, mientras sentía miles de dedos invisibles que corrían como hormigas bajo su piel, pensó que su voto podía acabar siendo una cadena muy pesada.

9

El templo de Ptah tenía tres grandes entradas, flanqueadas por enormes pilonos y vigiladas por estatuas colosales de antiguos faraones. Pero no muy lejos del severo Ramsés de diez metros de altura de la puerta oeste se abría una puerta escondida entre las sombras, por la que accedían los sirvientes que llevaban suministros a las cocinas. Por allí habían salido, y por allí volvieron a entrar tras entregarle al portero una segunda propina.

Cuando llegaron al ala del templo donde tenían sus aposentos, reinaba un silencio aún más espeso que antes. A Cleopatra le resultó más chocante por contraste con los cantos, risas y chapoteos que había escuchado junto al río.

Mientras atravesaban el jardín, observó que todavía se veía luz a través de las ventanas de la alcoba de su abuela. La joven se preguntó si Neferptah se habría percatado de su fuga, que había durado cerca de tres horas.

«Mañana lo sabremos», pensó, mientras caminaban por el pórtico que rodeaba el jardín con las sandalias en la mano por hacer el menor ruido posible.

Se detuvo y sacudió la cabeza. Ella no era como su hermana, que podía tumbarse a dormir despreocupada pensando que mañana sería otro día y que lo que tuviera que ocurrir ya ocurriría en su momento. Si su abuela se había enterado y las aguardaba un castigo, Cleopatra prefería salir de dudas cuanto antes, de modo que le dijo a Arsínoe:

—Tú sigue, que enseguida voy.

—¿Qué vas a hacer?

Tanto su hermana como Carmión la miraron como si pensaran que se había vuelto loca.

—Sólo quiero comprobar una cosa. Venga, id a dormir ya. —Al ver que Apolodoro se disponía a seguirla, añadió—: Tú acuéstate también.

Desanduvo parte del camino de puntillas. Debía de tener aspecto de aparición nocturna, descalza, con la túnica sin ceñir y los cabellos sueltos sobre los hombros. Avanzó entre las sombras, esquivando unos bultos oscuros que, no tardó en descubrir, eran servidores y criadas del templo durmiendo. Pensó que se habrían emborrachado hasta caer rendidos, porque habían quedado tirados sobre las baldosas del soportal, tan inmóviles que, de no ser por los ronquidos que brotaban de los labios de algunos, habría creído que caminaba entre cadáveres.

Se acercó a la celosía que daba a la ventana de la alcoba de su abuela y se asomó con cautela. La luz que había visto procedía de un trípode que sostenía unas lámparas de aceite y de unas velas que ardían sobre el tocador. Le extrañó; su abuela, que era muy ahorradora, tenía ordenado a su doncella que apagara las candelas todas las noches después de ayudarla a acostarse.

Cleopatra pegó la cara tanto al enrejado que la nariz se le llenó de aroma de cedro. Decían que aquella madera que importaban del Líbano ahuyentaba a los insectos, y por eso la usaban en las ventanas del templo. A Cleopatra le daba la impresión de que no debía servir de mucho, porque cada vez que por descuido no cerraba bien la mosquitera que cubría su dosel se despertaba al día siguiente llena de ronchas.

Se dio cuenta, precisamente, de que la mosquitera que cubría la cama de la anciana estaba entreabierta. Aunque aquel rincón se hallaba semioculto entre sombras, a Cleopatra le pareció que el lecho seguía sin deshacer. Si su abuela no estaba en la cama, ¿dónde se había metido?

Entonces la vio. En la primera ojeada no se había dado cuenta, pero Neferptah se encontraba tendida en el suelo, tendida a los pies de la silla del tocador.

El corazón le dio un vuelco. «Tranquila», susurró para sí y trató de respirar hondo. Dejarse llevar por los nervios no iba a ayudar en nada.

Corrió hacia la puerta, la abrió de un empujón y pasó al interior.

—¡Abuela! —exclamó, arrodillándose junto a ella.

La anciana yacía boca abajo y no se movía, aunque respiraba con estertores rápidos y entrecortados. Al parecer, se había caído del asiento mientras se quitaba los pendientes delante del espejo de cobre pulido: había dejado uno de los dos zarcillos en el joyero, junto a una copa de cristal, pero el otro seguía prendido en su oreja.

Cleopatra miró a su alrededor. ¿Dónde estaba la criada que ayudaba a su abuela a desmaquillarse y desvestirse? ¿Sería uno de esos bultos roncantes que yacía en el pórtico? Era una irresponsabilidad que habría que castigar. Por muy bien que se conservara Neferptah para su edad, era una octogenaria que podía caerse o sufrir un desmayo en cualquier momento y no se la podía dejar sola.

Le dio la vuelta. Su abuela tenía los párpados abiertos y las pupilas tan dilatadas que apenas se advertían los iris. Nunca le había visto los ojos así.

—No he cometido ofensas. No he robado —murmuró. Cleopatra se dio cuenta de que no la veía.

Intentó ayudarla a incorporarse, pero su cuerpo estaba flácido como un saco. Metió una mano bajo su nuca y otra bajo sus corvas y la levantó en brazos. Por suerte, la anciana era menuda y llevaba una dieta muy frugal. Resoplando por el esfuerzo, Cleopatra la llevó en vilo hasta la cama y la tendió sobre el colchón.

—No he asesinado a hombres ni mujeres. No he hurtado cereal.

Neferptah seguía recitando una lista de ofensas que no había cometido. En su delirio, debía de creerse que ya había muerto y que su alma se encontraba ante el tribunal de los dioses, pesando en la balanza de Anubis su corazón para compararlo con la pluma de Maat, el símbolo de la justicia y la verdad.

—No he saqueado los campos de nadie. No he blasfemado.

—¡Abuela! ¡Abuela, soy yo!

Tenía la túnica manchada de vómito y su aliento despedía un hedor acre, cuando normalmente no olía a nada, porque se lavaba la boca con natrón varias veces al día.

«¿La habrán envenenado?», se preguntó Cleopatra. En una familia como la suya aquel pensamiento surgía de forma instintiva. Pero ¿quién querría asesinar a una anciana que no suponía ningún peligro para nadie? Podía entender que pretendieran eliminarla a ella, pero no a Neferptah.

«Esto tiene que ver con Berenice», pensó, y al momento comprendió que sus hermanos y ella podían hallarse en peligro.

—No he desviado el agua del canal. No me he llevado el pan del altar de los dioses.

La voz de su abuela sonaba cada vez más débil. Cleopatra tomó sus manos. Las tenía muy frías, y no logró encontrar el latido en las venas de sus muñecas. ¿Qué podía hacer?

—¡Abuela! ¡Abuela! ¡Despierta! ¡No estás muerta!

Al oír a su nieta, la anciana interrumpió su letanía y sus pupilas se contrajeron un poco.

—¡Oh, madre Isis! ¡Has venido a buscarme!

La sonrisa de Neferptah era tan inocente y dulce que a Cleopatra le recordó a la de Arsínoe cuando era pequeña. Era como si, de golpe, la anciana hubiese regresado a la niñez. Aquello, incluso más que el miedo de que se estuviera muriendo en sus brazos, hizo que a la joven se le pusiera un nudo en la garganta.

—¡Abuela, no soy Isis! ¡Soy Cleopatra! ¡Tu Cleopatra!

—Sí, Cleopatra. Eres Cleopatra.

—Claro que sí, abuela. Espera un momento, voy a buscar ayuda.

—No, madre Isis —jadeó ella—. No me dejes sola. Las sombras del Duat me dan miedo. No permitas que la gran serpiente me muerda...

Aquello encogió el corazón de la joven, que abrazó con fuerza a su abuela. Ella apenas tenía energías para corresponderla, pero Cleopatra notó cómo sus dedos le revolvían el pelo y, de forma casi automática, trataban de deshacerle un nudo.

—Cleopatra —murmuró, con voz tan débil que, aunque la joven notaba su aliento en la mejilla, apenas la oía—. Isis. Cleopatra. Isis...

—Tranquila, abuela. No me... No nos vamos.

—Recuerda tu promesa. Eres la diosa. Isis. No te entregues. Sólo a un dios. Sólo al...

Kratisto.

Cleopatra se apartó un poco para mirarla a la cara. La última palabra había sido un susurro, feble como el soplo del aire en las ramas de un sauce. Neferptah la había pronunciado en griego, y fue eso, más que ver sus ojos opacos y clavados en el dosel, lo que convenció a Cleopatra de que había muerto.

Al final de sus días, la anciana había vuelto por un instante al idioma de sus antepasados, la lengua en que la habían criado.

«Sólo al más poderoso», se repitió Cleopatra.

—Señora...

La voz ronca de Apolodoro sonó a su espalda. Cleopatra, que no lo había oído entrar en la alcoba, debería haber dado un respingo, sobresaltada. Pero la había invadido una extraña calma, la visión nítida de la atmósfera gélida que precede a la borrasca y que permite divisar el horizonte a decenas de kilómetros.

Volvió el cuello hacia él.

—La abuela está muerta, Apolodoro.

El siciliano agachó la barbilla. Era un hombre respetuoso y nunca le aguantaba la mirada más de un segundo, como correspondía a un guardaespaldas. Eso tranquilizaba a Cleopatra, porque sus ojos mortecinos y estrechos eran tan inexpresivos como dos manchas de asfalto, y sin embargo se agazapaba en ellos una amenaza latente que a la joven le causaba escalofríos.

—Te doy el pésame, señora. Tu tío me envía para pedirte que vengas conmigo cuanto antes.

—Tenemos que avisar de que...

—Tu tío me dice que es urgente. —Apolodoro la interrumpió sin apartar la vista del suelo—. Que vuestra vida corre peligro. Que debes venir ahora.

«Esto es cosa de Berenice», pensó Cleopatra por segunda vez. Dejó a su abuela sobre el lecho, le cerró los párpados y le dio un beso en la frente.

—¿Tienes un óbolo, Apolodoro?

El siciliano respondió con una especie de gruñido de perplejidad. Enseguida comprendió y abrió los cordones de la abultada bolsa que llevaba siempre atada al grueso y raído cinturón de cuero. Tras rebuscar en la escarcela, se acercó y le tendió a su ama la mano izquierda, pues era zurdo. Sobre su palma callosa había una moneda de plata con la efigie de un hombre de rasgos vivaces, nariz afilada y barbilla contundente. Un Ptolomeo, uno de los antepasados de Cleopatra.

—Esto es una tetradracma, Apolodoro. El barquero no necesita más que una pequeña moneda de cobre.

—La señora Berenice merece un sitio especial en el Hades.

«Es verdad. La abuela se llamaba Berenice», recordó Cleopatra. Conmovida por la generosidad del eunuco, tomó la tetradracma y la metió en la boca entreabierta de la anciana, debajo de la lengua. Después le cerró las mandíbulas y la besó en la frente.

Pensó que era asombroso lo frío que podía quedarse un cuerpo en cuanto lo abandonaba su psykhé, el ka de los egipcios.

«En el templo la embalsamarán bien», se consoló. Todo el mundo allí quería a su abuela, aunque a veces gobernara con mano más dura que su nieto Pasheremptah, el sumo sacerdote.

10

Regresaron en silencio. Al pasar entre los cuerpos que antes casi había pisado, Cleopatra se dio cuenta de que uno de ellos era el de la sirvienta que tendría que haber acompañado a su abuela mientras se desvestía. Alguien les debía de haber añadido droga al vino y a la cerveza para que se intoxicaran de tal manera.

«La abuela ya está muerta y no se puede hacer nada por ella», se repitió. Ahora, eran sus hermanos y ella quienes corrían peligro. Se prohibió a sí misma beber nada ni comer bocado sin que antes lo probaran Carmión o Apolodoro, como hacían los catadores jurados en el palacio de Alejandría.

Se giró de repente. Al recordar que tenía al siciliano detrás se le había erizado el vello de la nuca. Volvió a preguntarse si era tan de fiar como le había asegurado su padre en la carta. Apolodoro acababa de mostrarse muy generoso con el cadáver de Neferptah, pero una misma persona puede ser piadosa con los muertos e implacable con los vivos.

—Ve tú delante, Apolodoro.

—Sí, señora.

La puerta de la alcoba estaba entornada. Apolodoro la abrió y se quedó al lado, empujando con la mano. Cleopatra habría preferido que él pasara primero, pero no insistió.

Arsínoe estaba apoyada en la cama, a la derecha de la amplia estancia que compartían, todavía con la misma ropa que habían llevado para la excursión, los pies descalzos sobre la alfombra de piel de pantera. A Carmión y Téano no las vio; Horemhotep debía de haberles ordenado que salieran, y seguramente se hallaban en su propia habitación, a la que se accedía por una puerta situada en la parte izquierda.

El maestro de secretos estaba sentado en la silla de Cleopatra, delante del tocador, girado hacia la puerta mientras esperaba la llegada de su sobrina. Tenía las piernas pegadas y las palmas apoyadas en los muslos, en una actitud tan hierática como la estatua de un faraón. No llevaba peluca, y las luces amarillas de las velas se reflejaban en su cráneo afeitado, que parecía de bronce bruñido.

Después de su abuela, Horemhotep era la persona a la que Cleopatra más quería en el templo. Le gustaba su humor, porque nunca era cruel con los demás y casi siempre se convertía a sí mismo en blanco de sus bromas. Era el hombre con más paciencia del mundo, y mientras le enseñaba los misterios de la escritura jeroglífica trataba de inculcarle a ella esa misma virtud. Hablar con su tío era como sentarse junto a un estanque al atardecer y ver cómo el agua se tiñe de oro y cobre: le infundía serenidad.

Por eso, debería haberse sentido más tranquila ahora. Y, a pesar de todo, percibió enseguida que algo andaba mal.

—Pasa, Cleopatra —dijo Horemhotep.

La joven miró a la izquierda. Había otra persona en la estancia, junto a la puerta que conducía a la habitación de las criadas. Un hombre joven, tocado con una peluca negra y vestido tan sólo con un faldellín verde. Cleopatra lo conocía, aunque nunca había hablado con él. Era Anemhor, un oficial de los guardias del templo. Tenía la cintura tan estrecha y los hombros tan musculosos que parecía una pintura de sí mismo. Pero, aunque su torso depilado y untado en aceite deparaba un espectáculo agradable para la vista, su presencia allí inquietó todavía más a Cleopatra. En sus aposentos no podía entrar ningún varón que no fuese miembro de la familia o eunuco. Si su tío se había hecho escoltar por Anemhor, sólo podía significar que corrían un grave peligro.

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