Entró, por fin, y Apolodoro cerró la puerta a su espalda. El rechinar de los goznes hizo que un escalofrío le recorriera la espina dorsal.
«La abuela está muerta».
Las palabras no llegaron a asomar a su boca. Acababa de recordar un consejo de su propio tío: «Nunca tengas prisa por hablar. La información que se recibe es más valiosa que la que se ofrece, y lo que se esconde más útil que lo que se muestra».
Por el momento, le convenía más escuchar.
—Tenéis que iros de Menfis —dijo Horemhotep.
—¿Por qué?
—La víspera de Año Nuevo vino aquí uno de los mercenarios de la reina, un hombre llamado Teócrito.
Cleopatra enarcó una ceja, intrigada. Cuando hablaba en privado como ahora, su tío nunca se refería a Berenice como «reina», sino como «la usurpadora».
—¿Y qué quería?
—Que os entregáramos a los cuatro para trasladaros a Alejandría. —El maestro de secretos hizo una pausa ominosa y prosiguió—: A Arsínoe y a ti pensaba llevaros muertas.
Cleopatra tragó saliva y cruzó una mirada con su hermana. Ésta, que en el camino de regreso de la aldea no había hecho más que bostezar y quejarse de que se moría de sueño, tenía ahora los ojos tan abiertos que sus iris azules se veían rodeados de blanco.
—¿Por qué? —preguntó Arsínoe.
—Es evidente, hermana —contestó Cleopatra—. Somos sus rivales. La pregunta no es ésa, sino por qué quiere matarnos precisamente ahora.
—Tal vez los rumores de la invasión...
Quien había hablado era Anemhor, pero se interrumpió cuando Horemhotep lo fulminó con la mirada. Cleopatra volvió a tragar saliva. Nunca lo había visto a él tan serio, ni nunca había sentido la boca tan seca.
—¿De qué invasión habla?
—Eso no importa ahora —dijo Horemhotep—. Lo urgente es poneros fuera de peligro.
Él mismo debió de darse cuenta de la mirada de alarma de Cleopatra, porque dulcificó sus rasgos con una sonrisa y se levantó de la silla, caminó hacia ella y le puso las manos sobre los hombros.
—Tranquila. Egipto es grande, y hay muchos lugares donde esconderse de las zarpas de la usurpadora.
Así que volvía a ser «la usurpadora». Cleopatra respiró hondo y se relajó un poco.
Pero sólo un poco.
Horemhotep se acercó a una vitrina donde guardaban vajilla y cristalería. Sacó de ella tres copas de vidrio de Sidón, tomó una jarra de vino y las llenó. Después de beber de la suya, la dejó sobre el tocador, cogió las otras dos poniendo la palma de la mano por encima del borde y se acercó a Cleopatra.
—Tomad. Os vendrá bien beber un poco para calentaros el cuerpo y animaros el espíritu.
La joven se quedó mirando la copa. ¿Por qué no la había agarrado por el pie? Si un esclavo tomaba las copas como había hecho Horemhotep, se le reprendía, porque la suciedad de la mano podía manchar el vino.
Por supuesto, la mano de su tío se veía tan limpia e impecable como siempre. Cleopatra se preguntó por qué se le habría ocurrido aquel pensamiento.
Por la misma razón por la que todavía no había dicho nada sobre la muerte de su abuela. Porque no sabía qué, pero allí había algo que no cuadraba.
Tomó la copa. El vino que guardaban en aquella jarra era itálico, un Falerno de más de quince años. Normalmente, las jóvenes no se permitían más que unos cuantos sorbos. En poca cantidad, despertaba un agradable calor en la garganta que luego se expandía por el pecho. Pero si se bebía más de la cuenta, se subía a la cabeza y convertía la lengua en un trapo pastoso. Cleopatra no lo sabía por propia experiencia, sino porque había visto a su padre emborracharse con Falerno más de una vez.
Lo olisqueó, acordándose del vómito en la túnica de su abuela y de su hedor acre.
El vino no olía a nada raro. Tan sólo al aroma añejo y levemente dulce típico del Falerno.
—Vamos, bebed —insistió su tío—. No disponemos de toda la noche, y tendréis que preparar vuestro equipaje.
Cleopatra levantó los ojos de la copa. Arsínoe, con la suya en la mano, miraba a su hermana con gesto de perplejidad, pero tampoco bebía. «¿Tanto se me nota el recelo?», se preguntó Cleopatra.
Miró a su tío. Una gruesa gota de sudor resbaló por la frente de Horemhotep y se detuvo en la ceja, prendida como rocío en una hoja. En la habitación, construida con gruesas y frescas paredes de piedra, no hacía tanto calor como para romper a sudar. ¿Estaba nervioso por algo? Por otra parte, él había bebido de su copa... o eso parecía. ¿Quién podía asegurar que no se había limitado a mojarse un poco los labios?
«Pero si es tu tío, tu querido tío Horemhotep», recriminó a Cleopatra una voz interior.
No obstante, ella era una Lágida, de la dinastía de los Ptolomeos. Llevaba en la sangre la suspicacia, sobre todo hacia los suyos.
Horemhotep usaba anillos en casi todos los dedos. En la Biblioteca, Cleopatra había consultado la monografía sobre venenos que atribuían al rey Mitrídates del Ponto. Recordaba bien que uno de los escondrijos recomendados por el autor para esconder polvos tóxicos era bajo la falsa piedra de un anillo.
Y ahora que se fijaba bien, los anillos que adornaban los dos índices de Horemhotep estaban vueltos del revés, con la piedra en el lado de la palma. Una colocación muy inhabitual, pero muy práctica para espolvorear veneno en las copas de sus sobrinas tal como las había cogido.
«No puedo creerlo», se dijo. Tal vez los llevaba así por alguna razón apotropaica, un gesto mágico para alejar el mal.
De todas formas, no estaba dispuesta a arriesgarse. En una familia como la suya, ni los niños se podían permitir el lujo de ser confiados.
Cleopatra se acercó a Arsínoe y le quitó la copa de la mano.
—Creo que es mejor que no bebamos, tío —dijo, mientras depositaba ambas copas sobre el tocador—. Por lo que dices, conviene que estemos lúcidas.
Horemhotep exhaló un pesado suspiro.
—Es una lástima. En una situación como ésta, un exceso de lucidez puede ser más doloroso.
A Cleopatra se le paró el corazón y se giró hacia él.
—¿Qué quieres decir?
—Con el vino os habríais adormecido dulcemente y no habríais sentido nada —respondió su tío. Después le hizo una seña a Anemhor, que a su vez dio dos palmadas y exclamó:
—¡Kames!
La puerta que daba a la alcoba de las criadas se abrió, y por ella apareció otro hombre. Era joven, como Anemhor, pero más bajo y tenía las mejillas tan gruesas y la nariz tan chata que semejaba un cerdo. Los dos se acercaron a Cleopatra. Ésta fue reculando hacia la cama, junto a su hermana.
—¿Qué le has echado al vino, tío? —preguntó Cleopatra—. ¿Lo mismo que a la abuela?
—Así que mi madre ya ha emprendido el viaje al oeste.
Cleopatra asintió.
—Su vino tenía... otra cosa —dijo Horemhotep—. Cuando la encuentren muerta, pensarán que ha sido una muerte natural. Al fin y al cabo, la cuenta de sus años ya era muy larga.
A Cleopatra la había invadido una sensación de irrealidad, como si se hallara dentro de un sueño, o como si su alma hubiera abandonado su cuerpo y contemplara la escena desde fuera. Arsínoe no se movía y apenas parpadeaba, paralizada por el miedo o porque no acababa de comprender lo que estaba pasando. Se limitaba a mirar y se retorcía los dedos.
Cleopatra oyó un chasquido en la puerta de la alcoba y se volvió hacia la izquierda. Apolodoro acababa de correr el pasador del cerrojo y ahora se acercaba también a ella.
—¡Tú! ¡Pero si mi padre te recomendó! —exclamó Cleopatra. Después dirigió la mirada hacia Horemhotep—. No, mi padre no puede ser. Esto es cosa de Berenice.
—Lo es. —El gesto de tristeza de su tío parecía sincero, lo que no le servía de ningún consuelo—. En verdad, tu eunuco vino recomendado por tu padre. Pero las lealtades de los hombres cambian cuando un nuevo señor les paga el triple.
A veces Cleopatra se había preguntado por esa bolsa de monedas que colgaba del cinturón de Apolodoro y que tintineaba al compás de sus pasos. Pero lo había hecho de soslayo, sin profundizar en la cuestión. Ahora se arrepintió, y pensó que a menudo los nobles como ella creían que los siervos eran como los muebles. Sin ojos, sin oídos. Sin sus propios deseos ni su propia codicia.
Un imperdonable error.
«Qué manera más lamentable de morir, traicionada por todos», se dijo.
—¿Y eso es lo que te ha ocurrido a ti, tío? —preguntó, más por ganar tiempo que por sincera curiosidad—. ¿Berenice te ha pagado el triple también?
Horemhotep tomó de nuevo la copa y se la acercó a Cleopatra.
—Bebe, sobrina.
—No.
—Será mejor para ti. La reina quiere a vuestros hermanos vivos, pero me ha exigido que le entregue vuestras cabezas. Sólo vuestras cabezas. No sé a qué retorcida humillación pretenderá someterlas, pero vosotras no tenéis por qué sufrir antes.
Estaban todos cada vez más cerca, aproximándose paso a paso.
Anemhor y su compañero Kames, Horemhotep. Incluso Apolodoro, el más grande y siniestro de los cuatro.
—¿Por qué... por qué nos haces esto? —balbuceó Arsínoe, con los ojos llenos de lágrimas—. ¿Qué te hemos hecho?
—Nada, mi querida Arsínoe. Pero eso es irrelevante ahora. La razón es la que os he dicho antes: las lealtades cambian.
Cleopatra comprendió.
—Así que has matado también al primo Pasheremptah.
—Todavía no —reconoció su tío.
—Pero no va a sobrevivir a esta noche, ¿verdad? Berenice te ha prometido a ti el cargo de sumo sacerdote.
El maestro de secretos sonrió, pero sus ojos estaban tristes.
—Siempre me he sentido muy orgulloso de ti, Cleopatra. Espero que lo comprendas, y que sepas que siempre te he querido.
—Eso es mentira.
—No, no lo es, Cleopatra. Pero los hombres poderosos casi nunca pueden seguir los dictados de su corazón.
—¿Otra de tus lecciones, tío? —preguntó Cleopatra, silabeando la última palabra con rabia.
—Me temo que sí. La última. —Se adelantó y volvió a tenderle la copa—. Ahora, por favor, bebe. Te ahorrará mucho sufrimiento.
La joven dio un manotazo a la copa, que cayó al suelo y se hizo añicos.
—¡Si quieres matarme, hazlo tú mismo!
Horemhotep reculó un par de pasos. Su rostro se había convertido en una máscara mortuoria vacía de toda expresión.
—No mancharé mis manos con mi propia sangre.
Les dio la espalda y se alejó hacia el otro extremo de la estancia. Arsínoe, que seguía sin moverse de la cama, escondía la cara entre las manos y lloraba con profundos sollozos seguidos de largos silencios en los que apenas lograba inspirar un hilo de aire.
«Esto no puede estar ocurriendo», pensó Cleopatra. Su abuela le había dicho que iba a ser reina. Ella había jurado que no se entregaría más que a un hombre poderoso. No: al más poderoso.
Y nada de eso se iba a cumplir.
Apolodoro había sacado de debajo de sus ropas una larga daga de hoja oscura, casi negra, tan delgada como si la hubieran afilado en la piedra más de mil veces. Cleopatra comprendió que era el eunuco siciliano, y no Anemhor ni Kames, quien iba a ejecutar la sentencia dictada contra ellas por su hermanastra.
Le miró a los ojos. No encontró en ellos un ápice de calor ni de odio, nada que recordara remotamente a un ser humano.
—Hazlo rápido —le pidió.
—Ése ha sido siempre mi defecto —respondió él con su voz gutural.
Apolodoro levantó el cuchillo. Cleopatra se ordenó a sí misma mantener los ojos abiertos, pero el instinto pudo más que la voluntad y se le cerraron solos.
A través de los párpados, o tal vez con el cuerpo, intuyó el movimiento de aquella pesada mole desplazando el aire. Después oyó un gruñido y un áspero gorgoteo.
El tiempo se había convertido en espesa miel.
¿Era así como sonaba su voz al morir? ¿Acaso su ka ya había abandonado el cuerpo, huyendo aterrorizado de la carnicería?
Los ruidos eran confusos. Cleopatra abrió los ojos y reculó hasta toparse con el borde de la cama de Arsínoe.
Quien yacía en el suelo no era ella, evidentemente, sino el escultural Anemhor. Tenía ambas manos en la garganta tratando en vano de tapar una hemorragia y soltaba patadas convulsivas con la pierna derecha como si quisiera apartar de él una amenaza invisible, tal vez la sombra alada de la muerte. Incluso en un momento como aquél, al ver cómo la sangre manaba en pulsos inconstantes, Cleopatra recordó el tratado de Erasístrato sobre la circulación y pensó que aquel fluido carmesí provenía de una arteria.
El otro sicario, que había desenvainado su propio puñal, le tiró una cuchillada a Apolodoro. Éste la detuvo agarrando el filo de acero con la mano y, casi en el mismo movimiento, le lanzó un golpe al cuello con la zurda, su mano natural. Kames emitió un gruñido similar al de su compañero mientras un chorro de sangre saltaba bajo su mandíbula.
Incluso herido de muerte, Kames siguió braceando para liberar la mano que empuñaba la daga. Apolodoro aguantó, pese a que el filo se le debía de estar clavando hasta el hueso, barrió los pies de su adversario con la pierna izquierda y lo derribó. Con todo, no lo soltó, y agachado sobre él siguió aferrándole el cuchillo mientras removía el suyo dentro de la herida del cuello.
Cuando Apolodoro se levantó, ninguno de los sicarios se movía ya. El siciliano había rasgado un trozo de lino del faldellín de Kames y se estaba vendando con él la mano derecha, donde le había herido el cuchillo de su contrincante.
—¿Qué ordenas ahora, señora? —preguntó, con el mismo tono de todos los días.
Cleopatra miró a Horemhotep, que había contemplado el combate en silencio, y Horemhotep la miró a ella.
Cuando Cleopatra se agachó sobre el lecho de su hermano Maidíon, vio una mancha negra en su barbilla.
«Demasiado tarde. Lo han asesinado». Fue un pensamiento rápido, que hizo que le diera un vuelco el corazón. ¿Era posible que un crío de cuatro años rebosante de vida se convirtiera de repente en un cadáver tan inmóvil como el de su abuela?
Y como el de su tío...
—Después de tus actos no puedes seguir viviendo. Pero, por todo lo que has hecho por mí y me has enseñado, no quiero que sufras. Bébete el vino de Arsínoe.
La firmeza de la voz de Cleopatra sorprendió a Horemhotep, y también la sorprendió a ella. El maestro de secretos tomó la copa y miró en su interior, como si en la superficie ambarina del Falerno pudiera escrutar su breve futuro. De pronto, sus rasgos se habían suavizado y volvía a parecer el Horemhotep de siempre, el tío en quien Cleopatra había confiado hasta esa noche.