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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

La hija del Nilo (6 page)

BOOK: La hija del Nilo
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Las personas que se apretujaban en la azotea del templo apagaron las velas y lamparillas, se acercaron por turnos al borde del terrado y empezaron a lanzar estatuillas más allá de la muralla para que cayeran al agua. La mayoría era de terracota o madera pintada, pero las había también de lapislázuli y otros materiales valiosos. Casi todas representaban a Hapi, personificación del Nilo. Hapi era un dios risueño, y con razón, ya que nunca le faltaba de comer, y sobre su prominente barriga le colgaban senos de mujer. Mientras arrojaban sus exvotos, los celebrantes cantaban su himno en tonos alegres:

¡Salve, Hapi!

Tú que surges de la tierra,

tú que vienes a traer vida a Kemet.

Iluminador que brotas de las tinieblas,

tu poder lo crea todo

y nadie puede vivir sin ti.

La gente se viste con el lino de tus campos.

¡Por ti cantamos con el arpa,

por ti cantamos con palmadas,

por ti niños y jóvenes gritan

y se congregan multitudes!

La luz de la mañana alumbraba ya todo el valle. El aire era tan diáfano que veinte kilómetros al noroeste se divisaban nítidamente recortados contra el cielo los tres triángulos blancos de las gigantescas pirámides de Giza.

En cualquier caso, las miradas de la multitud no estaban fijas en las obras de los hombres, sino en las de los dioses Hapi, Isis y Khnum. El agua subía por las orillas, corría por los canales y se derramaba por miles de caños para rellenar las grandes parcelas rectangulares dispuestas en escalones; cuando el río volviera a su cauce, esas parcelas recibirían el abono, el arado y la sementera.

Poco a poco, el valle de tierras oscuras se convirtió en un amplio mar que reflejaba la luz dorada del sol, la primera de la mañana y del nuevo año. Se había levantado una brisa todavía fresca y las banderas de colores clavadas sobre los diques que separaban las cuencas tremolaban alegres.

Horemhotep se acercó al pretil para arrojar su propio exvoto, un Hapi tallado en cornalina, para que todos vieran que el maestro de secretos del templo era generoso en sus ofrendas. Al hacerlo miró de reojo a su sobrino, irreconocible bajo la máscara azul y la larga perilla recta del dios Ptah. El sumo sacerdote se veía obligado a caminar con pasitos muy cortos, pues lo habían envuelto en el manto ritual, tan prieto como un sudario.

«Qué bien me vendría que alguien lo confundiera con una estatua y lo arrojara a él también al río», pensó Horemhotep, sonriéndose de su propia malicia. Entonces recordó que esa noche debía llevar a cabo sus planes, y la sonrisa lo abandonó y la espalda se le empapó de sudor frío.

Tras el canto del himno, los asistentes, hombres y mujeres ya mezclados en alegre algarabía, se felicitaron el nuevo año intercambiando besos y regalos. Había terminado la parte ritual y empezaba el festejo. Mientras más allá de la muralla el agua llevaba a cabo el trabajo de los campesinos, en el terrado corrían las bandejas de dulces y las jarras de cerveza y vino de palma y de uva. Todos se sentían muy contentos. La crecida, sin ser violenta, había sido lo bastante generosa para inundar parcelas que otros años había que irrigar usando cigoñales o tornillos de Arquímedes. Era el momento de disfrutar, puesto que el río estaba trabajando por ellos.

Tras felicitar el Año Nuevo a su madre y cumplimentar a otros clérigos y funcionarios, Horemhotep se acercó a un mirador que sobresalía del parapeto y se proyectaba sobre la parte superior de la muralla. Había allí un hombre al que no conocía y que había despertado a medias su curiosidad y a medias su recelo. Por un instante había pensado en mandar a los guardias del templo para que lo detuvieran, pero luego le dio la impresión de que era inofensivo.

—¿Estás espiando nuestras defensas para tomar la ciudad, amigo? —le dijo—. No te veo aspecto de soldado.

El desconocido, que tenía medio cuerpo asomado sobre el pretil en un equilibrio que se antojaba precario, se dio la vuelta con cierta parsimonia. Era un hombre de unos treinta años, delgado, de hombros estrechos y rasgos alargados que le hacían aparentar más estatura de la que tenía. A juzgar por la túnica y los cabellos, se trataba de un griego.

—Puedes hablarme en tu lengua, Horemhotep —respondió en egipcio—. La hablo aceptablemente. Al menos, espero que así te lo parezca.

—De modo que me conoces.

—¿Quién no va a conocer al gran escriba, maestro de secretos y profeta del libro de Ptah? ¿Me olvido algún título?

Horemhotep soltó una carcajada.

—Al menos diez, pero a mí mismo me suele pasar. ¿Me dirás tu nombre para que no permanezca en la desventaja de la ignorancia?

El desconocido hizo una reverencia.

—Soy Sosígenes, hijo de Arquipo.

—Por tu acento, de Alejandría.

—Lo soy, pero no vengo de allí. —El griego señaló hacia el sur, donde las orillas del Nilo se habían ensanchado tanto que parecía ya un pequeño mar sembrado de islas—. Llegué a Menfis ayer en un barco que venía de Elefantina.

—Un largo viaje.

—Pues vengo de mucho más lejos. He visitado el reino de Kush y la ciudad de Meroe, y he llegado hasta la sexta catarata.

—¿Huyendo de algo o buscándolo?

Sosígenes se encogió de hombros. El gesto le dio tiempo a encontrar una réplica.

—Huyendo de la ignorancia ajena y buscando el conocimiento propio.

—¿Puedes explicarte?

—La primera parte de mi respuesta no, puesto que tengo entendido que eres pariente de nuestra bienamada reina Berenice, y no querría que mis palabras se interpretaran como traición. En cuanto a lo segundo... —El griego se volvió de nuevo hacia el río—. Viajé al sur para averiguar la causa de este fenómeno.

—¿La inundación?

—Así es.

—Ya lo has podido ver. La estrella Sopdet ha vuelto a salir, y su llegada ha producido la crecida.

—Que dos hechos se manifiesten de forma consecutiva no significa que sean causa y efecto.

Horemhotep soltó una carcajada.

—Aunque no hubieses dicho nada más, me bastan esas palabras para que me venga a la nariz el olor a papiro, cera y polillas de la Biblioteca. ¿Eres un erudito?

—Prefiero considerarme un astrónomo y científico que estudia la naturaleza de las cosas.

—¿Crees conocer, pues, la verdadera causa de la inundación?

—En Meroe he oído relatos de mercaderes que viajan más al sur para cazar elefantes y traficar con marfil. Aunque aquí no llueva y esta inundación parezca obra de magia, esos hombres me informaron de que en las montañas de Etiopía caen aguaceros torrenciales en pleno verano que alimentan sus fuentes. Por eso vuestro río crece cuando los demás se secan.

Ahora fue Horemhotep quien se encogió de hombros.

—Lo que dices carece de importancia. Si en Etiopía llueve cuando en otros lugares no lo hace, es por voluntad de los dioses, para que el Nilo pueda regar nuestro país. Y eso ocurre cuando así lo señala Sopdet, la Esplendente.

Sosígenes meneó la cabeza.

—¿De veras crees que el río ha crecido más de quince codos porque vosotros habéis subido aquí a cantar y hacer ofrendas a los dioses?

—¿Y de veras tú no lo crees?

Horemhotep exageró tanto el tono escandalizado de su pregunta que lo convirtió en irónico. A decir verdad, ni él estaba muy convencido de sus propias palabras. A menudo, cuando presidía ritos o sacrificios, se descubría pensando en otra cosa mientras sus labios pronunciaban por sí solos los ensalmos, y se sentía culpable por no experimentar más entusiasmo religioso. Quizá la edad y las decepciones lo habían vuelto más cínico que escéptico.

—No, no lo creo —contestó Sosígenes—. Yo ya he visto cómo subían las aguas en Elefantina y he viajado hasta aquí en el mismo barco que traía la información del nilómetro, adelantándome a la crecida. ¿Qué crees que habría pasado si, por cualquier azar, los menfitas no hubieseis celebrado este festival?

—Lo hemos celebrado, así que no entiendo tu pregunta.

Sosígenes resopló impaciente. Horemhotep, que se estaba mostrando obtuso a propósito para fastidiar al griego, sonrió por dentro.

—Seguro que sabes en qué consiste una hipótesis —dijo Sosígenes, hablando cada vez más rápido. La paciencia no debía de ser una de sus virtudes—. Si mi hipótesis se hubiera cumplido, es decir, si no hubieseis realizado los ritos debidos, las aguas habrían llegado igual.

—¿Tan seguro estás?

—Lo estoy. El río actúa como actúa obligado por una fuerza inexorable de la naturaleza, y seguirá haciéndolo aunque no existan hombres para llevar a cabo rituales.

—¿Cómo pueden no existir hombres?

—Porque el mundo no necesita ni hombres ni dioses. Es una máquina perfecta por sí sola.

—¡Ya entiendo que hayas huido de Alejandría! Ni siquiera allí admiten ideas tan impías.

—¿Te escandalizo, maestro de secretos?

—A mis años, no tengo por costumbre escandalizarme de nada. Pero te recomiendo que te guardes esos discursos para ti. —Horemhotep hizo un gesto con la cabeza señalando a Pasheremptah, que se dirigía hacia la escalera con los pasitos minúsculos a los que le constreñía el manto—. Si mi sobrino te oye, hará que te arrojen por la muralla. Por cierto, ¿por qué la examinabas con tanto interés? ¿No eres un estudioso de la naturaleza? Como ya te he dicho, cualquiera podría creer que eres un espía.

El griego volvió a acercarse al parapeto y miró hacia abajo.

—En Alejandría presencié una representación teatral de un autor que murió hace tiempo. Se llamaba Terencio.

—Nunca había oído hablar de él. ¿Qué tiene que ver con la muralla? —Horemhotep había visitado Alejandría más de una vez, pero el teatro le parecía una excentricidad griega sin ningún interés.

—Un personaje suyo pronunció una frase que se me quedó grabada aquí —respondió Sosígenes, tocándose la frente.

—¿Y era...?

—«Hombre soy, y nada de lo humano me es ajeno». Me gusta como lema. Admiro las obras de los hombres..., sobre todo si tienen por objeto domar a la naturaleza.

Horemhotep se acercó al muro y se asomó también. El río había cubierto el terraplén al pie de los bastiones y ahora bañaba los sillares de caliza blanca. La muralla de Menfis era al mismo tiempo una enorme presa que rodeaba la ciudad. Para resistir el empuje del agua, era mucho más gruesa en la base que en el adarve, y en el centro tenía una pared vertical de arcilla impermeable que evitaba las filtraciones. Todos los años, cientos de obreros trabajaban en ella para reforzarla, pues en el momento en que cediera, el río anegaría y arrasaría la ciudad.

Por supuesto, Horemhotep habría podido decir que la muralla de Menfis resistía a la crecida merced a la suma del esfuerzo de los obreros y las súplicas y sacrificios a Ptah, dios de los ingenieros. La verdad era que, mientras la piedra aguantase, a él le resultaba indiferente la razón. «A los dioses rogando y los ladrillos colocando» era su lema.

Se apartó del parapeto, porque las alturas le producían cierto vértigo.

—¿Y has decidido volver ya a Alejandría, Sosígenes?

—En realidad, no. Por allí no corren buenos aires para los estudiosos. Nuestra bienamada soberana, tu pariente, no es precisamente una defensora de la ciencia y la cultura.

Sosígenes se puso el sombrero para que la ancha ala de papiro le proyectara su sombra sobre los ojos. Conforme subía el sol, sus pupilas habían encogido hasta convertirse en dos cabezas de alfiler, lo que hizo que sus iris adquirieran un color de jade muy pálido, casi amarillo. Combinados esos ojos gatunos con unos pómulos altos, una nariz fina y un mentón puntiagudo, el conjunto resultaba inquietantemente afilado.

—Deberías ponerte kohl en los ojos —dijo Horemhotep—. Así no te deslumbrarías.

—No me acabo de acostumbrar a vuestro hábito de maquillaros. Aunque no lo critico, por supuesto.

Al ver a un sirviente que llevaba una bandeja de plata con copas de electro, Horemhotep le hizo una señal para que se acercara. Después tomó una copa y le tendió la otra a Sosígenes.

—¡Hummm! —exclamó el griego tras probar el vino—. De Quíos, si no me equivoco.

—Imaginaba que preferirías vino de uva.

Sosígenes se encogió de hombros.

—No le hago ascos a la cerveza. Cualquier bebida que sirva para emborracharse de vez en cuando es buena.

«Sorprendente», pensó Horemhotep. De modo que el sabio de aspecto ascético poseía también su reverso dionisíaco.

Horemhotep se mojó los labios en su propia copa fingiendo beber. Teniendo en cuenta sus planes para la noche, no quería caer en la tentación de embriagarse. Después dijo:

—Perdona si mi pregunta te parece grosera, sabio Sosígenes, pero ¿a qué has venido a Menfis?

El griego levantó la cabeza y apuntó con la barbilla hacia el grupo donde se hallaban las princesas.

—¿Vienes buscando su favor?

—Más bien vengo a ofrecerles mi favor a ellas.

—¿Y qué puedes aportar tú a las hermanastras de la reina? Discúlpame, pero no me da la impresión de que seas un príncipe camuflado.

—Conocimientos. Y, sobre todo, método. En ciencia, el camino es tan importante como el fin.

—¿Pretendes prestarles tus servicios como tutor?

—Has deducido correctamente mis intenciones.

Horemhotep soltó una carcajada.

—¿Ves a esa sonriente belleza de ojos azules que habla con mi anciana madre?

—¿Quién podría no reparar en ella? Se merece el saludo de Odiseo a Nausícaa: «Ignoro si eres diosa o mortal criatura».

—De momento, Arsínoe es mortal, pero por sus venas corre la divina sangre de los Ptolomeos. Si logras interesarla más de medio minuto en algo que exija el mínimo esfuerzo mental, proclamaré ante todo el mundo que no sólo conoces las leyes de la naturaleza, sino que las dominas como un mago.

El griego entornó los párpados y fijó su mirada en Cleopatra.

—Para ser exactos, pensaba sobre todo en su hermana mayor —explicó—. Cuando las princesas vivían en Alejandría, a menudo veía a Cleopatra en la Biblioteca. Me sorprendió cómo una muchacha con edad de jugar con pelotas y muñecas era capaz de pasarse horas sentada estudiando un papiro como si el resto del mundo hubiese dejado de existir.

Horemhotep sonrió con una mezcla de orgullo por su sobrina y de pena por lo que la joven habría podido llegar a ser.

—Así es Cleopatra.

—Tengo entendido que sus intereses intelectuales son tan variados como los míos —dijo Sosígenes—. Así que por un precio moderado puede tener en mí diez maestros en una sola persona.

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