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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

La hija del Nilo (5 page)

BOOK: La hija del Nilo
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—Es polvo de alabastro —explicó Carmión, siempre didáctica en asuntos de cosmética—. Sirve para reafirmar las carnes y evitar que se os descuelguen los senos y las nalgas.

—¿Descolgarse a mi edad?

—Nunca es pronto para empezar a cuidarse, señora.

Por fin, las vistieron con sendas túnicas teñidas de un suave tono azul, y encima de éstas les pusieron otras de sutilísimo lino blanco, planchadas en tablas provistas de largas acanaladuras con las que se conseguía un fino plisado. La combinación de pliegues y ondulaciones hacía que la prenda de abajo se transparentara más en unas zonas y menos en otras, creando atractivos juegos de colores y matices.

Ya vestidas, las maquillaron usando polvo de malaquita para pintar de verde los párpados y kohl negro para delinear los ojos, alargarlos en las comisuras y de paso protegerlos de las reverberaciones del sol. Por último, las engalanaron con pendientes, collares y ajorcas de oro y electro engastados con turquesas, jaspes y cornalinas, y las perfumaron con una fragancia de Mendes que desprendía un suave toque de canela.

—¡Listas! —dijo Carmión, y le acercó a Cleopatra un espejo de cobre bruñido para que comprobara por sí misma el resultado de la larga sesión de belleza. La joven se miró apenas un segundo, pero Arsínoe se quedó un buen rato fascinada con su propia imagen.

—Te vas a quedar hechizada como Narciso —se burló Cleopatra.

—¿Como quién?

—Qué ignorante eres a veces, hermana.

Para entonces los cantos habían subido de tono, y el tañido metálico de un batintín avisó de que entraban en la última hora de la noche.

—Justo a tiempo, señoras —dijo Carmión—. Es hora de rezarle a Sopdet para que regrese al firmamento.

5

Terminado su propio baño, Neferptah aguardaba en el jardín de la Luz de Oriente a que aparecieran sus nietas, ya que era su deseo subir de su brazo a la azotea para recibir a Sopdet.

Dentro del recinto del templo había más de diez jardines, pero aquél era el favorito de la anciana. Los egipcios amaban la tierra, el orden y la geometría. De la unión de esos tres amores habían nacido los jardines, rincones de naturaleza ideal destinados a alcanzar el solaz del cuerpo y la paz del espíritu. Cada uno de aquellos vergeles constituía un oasis de orden y belleza dentro del caos, del mismo modo que Egipto era una isla de luz y civilización en medio del desorden y las tinieblas del mundo.

En el jardín de la Luz de Oriente crecían árboles de todo el valle del Nilo, podados y recortados con esmero, y plantados en hileras que dibujaban armoniosos diseños. Podían encontrarse allí acacias y sauces, tamariscos, higueras y granados, tamarindos de pulposos frutos, sicómoros de amplias copas y, por supuesto, palmeras de todas las variedades.

Cerca de cada una de las cuatro esquinas del gran patio había un estanque. En tres de ellos nadaban patos y flotaban lotos y nenúfares, rodeados por plantas de papiro a las que los jardineros nunca dejaban crecer en exceso. En el cuarto estanque, de aguas tan transparentes que se apreciaban perfectamente los mosaicos del fondo, se bañaba Neferptah al amanecer desde hacía décadas.

¿Cuántas? Tantas que apenas podía recordarlo. O más bien no quería. A sus ochenta y dos años, Neferptah había perdido algo de oído y bastante de vista, pero su cabeza seguía funcionando con toda lucidez.

Y ahora no dejaba de dar vueltas a las amenazas de Teócrito, el sicario de la usurpadora.

«¿Cómo voy a dejar que esa arpía las asesine?», pensó Neferptah al ver aparecer en el jardín a las dos princesas. Quería a todos sus nietos, al vehemente Pasheremptah, a la prudente Taneferher y al soñador Pedubastes, y hacía plegarias y sacrificios por los ka de los otros tres que habían muerto en su niñez. Pero no podía evitar que sus predilectos fuesen los hijos de Sepuntepet, pues ella había sido la luz de sus ojos y la risa de sus labios hasta que se la llevaron a Alejandría.

A decir verdad, no todos ellos eran favoritos por igual. Por el otro extremo del jardín venían ya los dos Ptolomeos, desfilando con gesto serio en la larga procesión de los dioses masculinos. Aunque eran sólo unos críos, al pertenecer a la familia real debían participar en el ritual.

El pequeño era muy gracioso, todavía regordete como un bebé y con una media lengua y unas ocurrencias que a menudo despertaban las carcajadas de su abuela. En cuanto al mayor, Neferptah no conseguía encontrar en su alma suficiente amor por él, lo que hacía que se sintiera culpable a veces.

Sólo a veces. Había visto nacer y madurar a suficientes hombres para saber que el carácter de su nieto Ptolomeo no presagiaba nada bueno. Si bien de momento el niño estaba delgado, cuando lo observaba fruncir los labios y entrecerrar los ojos, Neferptah veía en su rostro el vivo gesto de su obeso bisabuelo Fiscón, y le bastaba eso para sentir escalofríos.

Se volvió de nuevo hacia sus nietas, que vestidas de blanco y azul y rodeadas de lámparas y antorchas resplandecían como dos luminarias entre las demás mujeres. ¡Qué guapas eran!

Sobre todo Arsínoe. Siempre había sido una niña muy bonita, con aquellos ojazos celestes tan raros en la familia, pero estaba floreciendo con una belleza que casi cortaba el aliento. Ahora mismo, en las miradas a su paso se mezclaba la admiración con el anhelo teñido de tristeza que despiertan las cosas inalcanzables. Pues Arsínoe era tan hermosa que habría parecido inaccesible aunque fuese una campesina egipcia y no una princesa de la familia que reinaba en el país desde hacía siglos.

En verdad, a su abuela le preocupaba que esa belleza en auge elevara demasiado el concepto que la joven tenía de sí misma. Abonar con halagos la altivez innata de los Ptolomeos era como alimentar una hoguera con aceite de piedra.

Su mirada se cruzó con la de Cleopatra, y no pudo evitar que se le escapara una sonrisa. Ella era su favorita, la hija de su corazón, tal vez incluso más que Sepuntepet, a la que había parido. Desde niña, no hacía falta explicarle las cosas más que una vez para que las asimilara. Cuando desobedecía, nunca alegaba ignorancia como suelen hacer los críos, sino que explicaba razonadamente por qué consideraba que su conducta —saltarse la siesta para nadar, escaparse al terrado de noche para ver las estrellas, cortarse ella misma el pelo a los cinco años como si fuera un chico— era más adecuada para ella que las órdenes recibidas. Y sus argumentos sonaban tan verosímiles que a menudo conseguía librarse del castigo merecido.

De todas formas, sus trastadas podían contarse con los dedos de las manos. Cleopatra era muy responsable. Había empezado a serlo desde muy pronto. Cuando terminaba de jugar con sus muñecas, las guardaba una por una en un gran arcón amarillo que les servía de casa y que mantenía perfectamente ordenado y limpio, igual que el resto de sus cosas, ya que era muy pulcra y organizada. Ahora que tenía quince años, aquellas muñecas seguían intactas y con los colores tan vivos como cuando se las habían regalado.

También asomaba en ella una vena protectora harto infrecuente en aquella estirpe sembrada de parricidas. Lo había demostrado cuando tenía doce años y un escorpión picó a su gato, Rom. Como era preceptivo, Cleopatra recitó el ensalmo tradicional para curar a su mascota: «¡Oh, gato, tu cabeza es la cabeza de Ra! ¡Oh, gato, tu nariz es la nariz de Tot! ¡Ra, socorre a tu hijo, cuyos lamentos suben hasta el cielo!». Pero llegó mucho más lejos, chupando la sangre de su pata herida para escupir el veneno. Aunque aquella temeridad le valió una reprimenda de Neferptah, ésta se sintió en el fondo orgullosa de su nieta. Pocos Lágidas habrían hecho algo así, ni siquiera por sus propios hijos.

La adolescencia estaba cambiando un poco a Cleopatra. Neferptah lo entendía. Había contemplado el florecer de muchas jóvenes, y, si rebuscaba en su propia memoria, todavía podía recordar cuando a ella le brotaron las primeras curvas —que ahora se habían convertido en pliegues— y la sangre se le empezó a enardecer. Lo notaba en los gestos de Cleopatra, en la forma casi involuntaria de rozar su propio cuerpo como si quisiera comprobar que los pechos que le habían germinado como capullos seguían allí, en cómo lanzaba miradas fugaces a los torsos depilados y ungidos en aceite de los sirvientes más jóvenes y musculosos del templo.

Al menos, los cambios físicos eran para bien. Cleopatra no había sido una niña fea, porque era imposible serlo con aquellos ojos. Los tenía muy grandes y almendrados, con unas pestañas largas y rizadas, y cuando miraban parecía que lo absorbían todo. Sus iris eran círculos de ámbar, con unos reflejos rojizos en el centro que a la luz del sol despedían destellos de cobre.

Por lo demás, había sido siempre flacucha y se movía con desgarbo. Aparte de los ojos, el rasgo que más destacaba en su rostro era una nariz con caballete que prometía crecer hasta convertirse en un pico de cuervo como el de tantos de sus antepasados.

Sin embargo, contra todo pronóstico, el apéndice nasal había mantenido su tamaño y eran las demás facciones las que habían crecido y se habían redondeado. Ahora que armonizaba con el resto de sus rasgos, la nariz de Cleopatra pasaba de defecto a virtud, ya que su ligero caballete le confería personalidad a su rostro, e incluso cierto tono regio. Y la dureza de su perfil se compensaba con la curva carnosa del labio superior, donde se marcaba el sensual arco de Eros.

—¡Qué guapa estás, abuela! —dijo Arsínoe cuando se acercó, besándola en ambas mejillas.

—¡Y tú qué zalamera eres! —respondió Neferptah—. ¿Cómo voy a estar guapa si tengo la cara más arrugada que el pellejo de un rinoceronte y mis ojos han perdido todo su brillo?

—Tus arrugas son de sabiduría —dijo Cleopatra, que también la besó—. Y tu mirada sigue siendo limpia y clara como un manantial.

—¡Ja! ¡Como un manantial de legañas! —contestó la anciana, de buen humor. Ahuecó los codos para que sus nietas la agarraran de los brazos y añadió—: Subamos. No debemos hacer esperar a la Esplendente.

Como todos los años, Neferptah rezó mentalmente: «Os doy las gracias, Isis y Osiris, Ra y Ptah, Khnum, Horus, Bastet y todos los demás bienaventurados dioses, por permitirme contemplar otro Año Nuevo». Y, como hacía desde que cumplió los setenta años, añadió una coda: «Que seguramente será el último, mas aun así os doy las gracias».

Tarde o temprano, tenía que acertar. Lo que no podía imaginar era que la muerte de una octogenaria como ella se debería a una conjura dinástica.

6

Dos anchas escaleras subían desde el jardín de la Luz de Oriente a la azotea. Por ellas desfilaron sendas procesiones, una masculina y otra femenina, para converger en un extenso terrado que se asomaba al este. Aquél era el punto más elevado de Menfis; el gran templo se erigía sobre una gruesa capa de suelo artificial que lo alejaba de la capa freática y evitaba que el agua socavara sus cimientos.

Al llegar arriba, el maestro de secretos Horemhotep giró sobre sus talones para contemplar el panorama. Al oeste, la luna se acercaba al horizonte, bañando de plata la pirámide escalonada de Zoser. Al sur y al norte, aldeas y ciudades brillaban como enjambres de luciérnagas, alumbrados por cientos de miles de lámparas y velas. En todos los templos del país, sirvientes y sacerdotes estaban abriendo las puertas y ventanas orientadas al este para que las estatuas de los dioses se bañaran en la primera luz de Sopdet.

Horemhotep volvió la mirada hacia el río. Más allá de su orilla oriental, sobre el perfil recortado de las canteras de Tura y las ajadas colinas del desierto, el cielo empezaba a palidecer. Como todos los días, el gran Ra estaba a punto de abandonar el inframundo navegando en su barca diurna Mandiet. Debía hacerlo en el momento preciso: si asomaba demasiado pronto, su intenso fulgor devoraría a Sopdet y la borraría del cielo.

«Y el orden de las cosas se trastocaría», completó mentalmente Horemhotep.

Según las teorías de los astrónomos de Alejandría, eso no podía ocurrir. Afirmaban que Sopdet, a la que los griegos llamaban Sotis, no tenía más remedio que aparecer en la fecha señalada, pues así era como funcionaba el cosmos, repitiendo sus ciclos con la regularidad de un reloj perfecto.

Horemhotep no estaba tan seguro de ello. En su opinión, cualquier cosa podía suceder o dejar de suceder. No existía nada imposible ni inevitable. ¿Quiénes eran los mortales para jactarse de conocer las leyes que rigen la naturaleza? La experiencia de Horemhotep le decía que los soberanos quebrantaban a menudo las leyes que ellos mismos promulgaban. ¿Acaso no iban a poder hacer lo mismo los dioses? Un mito contaba que Zeus, el Amón de los griegos, había ordenado al Sol que permaneciera bajo tierra durante tres días sólo por darse el capricho de yacer con una hembra hermosa.

Nunca en su vida había presenciado Horemhotep un prodigio semejante. Pero ¿y si esta vez...?

Pensando en ello, el maestro de secretos del templo contuvo el aliento con los demás mientras aguardaba la inminente salida de la estrella.

—¡Ahí está! —exclamó una niña. Se había encaramado al borde de la azotea y señalaba hacia el este con tanto entusiasmo que su madre tuvo que agarrarla de la túnica y tirar de ella para que no cayera al foso que separaba la pared del templo de la muralla.

En efecto, un punto brillante se había materializado sobre el borde del horizonte oriental. Gritos de júbilo saludaron el renacimiento del astro, y por toda la ciudad y el valle sonaron flautas, crótalos y timbales.

La nueva vida de Sopdet fue muy breve. Apenas se había alzado cuando la claridad creciente del día la difuminó y la absorbió. Instantes después, el disco amarillo de Ra empezó a asomar sobre la línea cárdena del desierto.

Y todo siguió ocurriendo como debía ocurrir. Incluso con una asombrosa precisión: desde el más remoto pasado, la reaparición anual de Sopdet como heraldo de Ra se había aproximado en el tiempo a la llegada de la inundación; pero a veces el Nilo se adelantaba unos días y a veces se demoraba.

Sin embargo, en aquel año, tercero del reinado de Berenice Epifania, la coincidencia fue perfecta, tan perfecta como jamás la había visto Horemhotep. Al mismo tiempo que el sol se despegaba del horizonte, el agua empezó a subir.

Aunque el escriba y sacerdote sabía que la crecida provenía del sur, sufrió la misma ilusión que los demás, pues daba la impresión de que todo el río se hinchaba desde el fondo de su cauce. Con aquella manera tan egipcia de armonizar lo contradictorio, la mayoría de la gente no encontraba paradoja alguna en aceptar que la inundación se originaba en el sur y llegaba primero a la isla Elefantina y que al mismo tiempo procedía de unas enormes cavernas subterráneas situadas bajo sus pies, el dominio del dios Khnum.

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