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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

La hija del Nilo (7 page)

BOOK: La hija del Nilo
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—No eres hombre modesto precisamente.

—Nunca he comprendido que se considere la modestia una virtud. ¿Por qué habría de ser virtuoso disimular la verdad sobre uno mismo?

—Por eso mismo, por... modestia.

«O por ocultar el verdadero poder que uno posee», añadió para sí Horemhotep. Saltaba a la vista que a Sosígenes le encantaba alardear. Un defecto propio de personas imprudentes.

Horemhotep nunca había sido imprudente. En él, el título de «maestro de secretos» era algo más que ceremonial.

—Veo que la princesa Cleopatra ha aprendido incluso la lengua del país —comentó Sosígenes—. Muy raro en su familia.

Horemhotep se volvió de nuevo hacia su sobrina. En ese momento conversaba con Neferptah, pero distaba unos diez pasos de ellos y había otras personas parloteando en medio.

—¿Escuchas desde aquí lo que dice?

—No. Pero los movimientos de sus labios no se corresponden con la lengua griega.

—Eres muy observador.

—Lo soy.

«Y un poco estomagante, aunque divertido», añadió para sí Horemhotep.

—Además de hablar el egipcio, mi sobrina está aprendiendo a escribirlo. Y no únicamente el demótico, sino también el jeroglífico.

—Por tu sonrisa, deduzco que eres su orgulloso profesor.

—Así es. Como maestro de escribas, no he tenido ningún alumno con tanto talento como ella. Ya domina casi un millar de signos. ¿Nuestra escritura sagrada se encuentra también entre tus variados intereses?

Sosígenes soltó una carcajada.

—¿Bromeas? ¿Para qué perdería el tiempo con un sistema tan engorroso? Dime, ¿es verdad que poseéis veinticuatro signos que sirven para representar sonidos individuales?

—Así es. Los usamos a veces para ayudar a la lectura.

—Entonces, ¿por qué no os olvidáis de todos los demás signos y utilizáis tan sólo esos veinticuatro, como se hace en griego o en fenicio? Vuestros niños podrían aprender a leer y escribir en pocas semanas.

Horemhotep cruzó los brazos sobre el abdomen y compuso una sonrisa beatífica. Por supuesto, no albergaba el menor deseo de que cualquier destripaterrones pudiera leer los textos sagrados. Desde tiempos ancestrales, el poder y el prestigio de los escribas se basaban en que el arte de la escritura jeroglífica siguiera siendo una disciplina extremadamente ardua cuyo estudio se podían permitir nada más que algunos elegidos.

—¿Quién ha dicho que queramos que nuestros niños aprendan a leer y escribir en pocas semanas? Lo que con poco esfuerzo se obtiene poco se valora.

—La escritura no es la sabiduría en sí misma, mi admirado Horemhotep, únicamente una herramienta para plasmarla.

—Nosotros lo vemos de otra manera, mi querido Sosígenes.

—Eso es obvio.

—Hemos obrado así desde el principio de los tiempos, y seguiremos haciéndolo. Recuerda lo que dijo uno de vuestros sabios: los griegos sois niños comparados con nosotros.

—Sí. Pero esos niños gobiernan ahora a los ancianos.

El comentario escoció a Horemhotep, que por un momento perdió su sonrisa.

—A los griegos os gobiernan ahora otros que son incluso más jóvenes y bárbaros que vosotros.

—¿Te refieres a los romanos?

—Así es.

Sosígenes se encogió de hombros.

—Soy griego de Alejandría, amigo mío, no de Grecia. Y en Alejandría, por el momento, aún gobiernan soberanos de nombre griego. Ahora, si me permites, voy a presentarle mis respetos y mis servicios a Cleopatra. Aprecio en ella hechuras de futura reina. Por cierto, su nombre también es griego. «La de ilustre padre».

Con una leve reverencia, Sosígenes se apartó del parapeto y se encaminó hacia la joven princesa, que se había separado de su abuela para conversar con una criada.

«Hechuras de futura reina», se repitió Horemhotep con dolor.

Él también lo había pensado a menudo. Por desgracia, ya no podría ser. Y, si Cleopatra no iba a ser reina, sólo le quedaba morir. En el cruel juego de los tronos, no cabía otra opción.

7

Aunque ya había oscurecido, por toda la ciudad se celebraban fiestas y se oía música y jolgorio. Sin embargo, en el sector oriental del templo, donde tenía sus dependencias la familia de Cleopatra, reinaba un relativo silencio. Después de tantos días de preparativos y vigilias para asegurarse de que los rituales se llevaban a cabo sin un solo error —de ello dependía la crecida y, por ende, las vidas de todos—, clérigos y sirvientes, sacerdotisas, escribas y criadas se habían relajado.

Ahora, empapados de cerveza y vino de palma y ahítos de carne y pescado a la parrilla, de tortas de garbanzo y de pasteles y dulces de todo tipo, muchos de ellos se habían retirado a dormir a sus aposentos, mientras que otros roncaban tendidos en patios, pórticos, terrazas y jardines. Mezclados con el aroma de las flores y de los pebeteros que quemaban hierbas aromáticas por doquier, flotaban otros olores menos agradables: sudor, vómitos, orines, vino derramado o regurgitado. El final de la fiesta exhibía tanta fealdad como belleza había mostrado su principio.

Era el momento que aguardaba Cleopatra: la hora del Sabio Protector de su Señor, cuando la barca nocturna de Ra atravesaba las aguas subterráneas de Wernes. El disco redondo de la luna trepaba por el cielo. Acompañada por su hermana y por las doncellas de ambas y protegida por la imponente presencia de su eunuco Apolodoro, la princesa salió del templo y se dirigió hacia la puerta norte de la ciudad, la que llamaban del Delta.

Téano, que solía plegarse a los caprichos de su ama Arsínoe, no había objetado nada a aquella excursión clandestina. Pero Carmión no dejaba de murmurar, insistiendo en los peligros que acechaban bajo la superficie del río.

Cleopatra comprendía sus razones. Su criada, hija mestiza de un militar griego y una egipcia, sentía por el Nilo más miedo que reverencia. Cuando era niña vivía en un kleros, un lote de tierra que el rey le había concedido a su padre, tal como se hacía desde tiempos de los primeros Ptolomeos para pagar a los soldados. Pero una inundación que se salió de madre arrambló su aldea y se llevó por delante su frágil casa de adobe. De toda la familia, ella fue la única que sobrevivió, aferrándose a una puerta que le sirvió a modo de balsa. Cuando la rescataron en la boca Canópica del Delta, llevaba toda la noche flotando a la deriva y apenas respiraba.

—No sabéis cuánto cuidado hay que tener al bañarse en el río —porfiaba mientras recorrían la calle del Delta—. Por tranquila que se vea el agua, en cualquier momento puede aparecer un remolino.

—Nos daremos cuenta a tiempo, Carmión —contestó Cleopatra con tono aburrido.

—Pero hay otros peligros que no se ven. ¡Ninfas perversas cuyos dedos se convierten en marañas de juncos sumergidos que enredan las piernas y tiran de ti hacia abajo! ¡Demonios fluviales que excavan hoyas en el suelo en las que puedes perder pie y hundirte aunque te encuentres al lado de la orilla!

Pese a que Cleopatra apretó el paso para rezagar a su esclava y dejar de oírla, Carmión no cejó en su siniestra enumeración. En ella, no olvidó a los animales salvajes que habitaban el Nilo. Los de aspecto más siniestro eran los escamosos cocodrilos, que un instante parecían dormitar inertes como troncos y al momento siguiente se lanzaban al agua veloces como barcos de guerra. Bien lo sabían los empleados de las lavanderías oficiales que hacían la colada en el río para funcionarios, sacerdotes y potentados, ya que eran sus víctimas favoritas.

—Y los hipopótamos son todavía peores —añadió Carmión en tono truculento.

—¡Si sólo comen hierba! —dijo Arsínoe.

—Pero tienen un temperamento más violento que los leones. Sobre todo son peligrosos ahora, de noche, cuando salen del agua para pastar. Con esas mandíbulas y esos colmillos pueden partir a un hombre en dos.

Según Carmión, todo el mundo sabía que cada año morían en Egipto más campesinos y pescadores atacados por hipopótamos que por cocodrilos. La idea de encontrarse con uno de aquellos obesos caballos de río en la oscuridad empezaba a inquietar a Cleopatra.

«No, ahora no me voy a arredrar», pensó.

Ya habían llegado a la muralla. Puesto que el reino se hallaba en paz, al menos por el momento, y se celebraban festejos por doquier, las puertas seguían abiertas incluso de noche, custodiadas por un pelotón de soldados equipados con armamento griego. Las princesas, que vestían ropas corrientes, se cubrieron el rostro con los mantos, agacharon la cabeza y pasaron ante los guardias de incógnito.

Al verse rodeada de gente que entraba y salía de la ciudad a la luz de teas y hachones, Arsínoe se estremeció. Estaba menos acostumbrada que su hermana a mezclarse con el vulgo. Cuando vivían en Alejandría, Cleopatra tenía costumbre de pasear por las calles para visitar la Biblioteca, la tumba de Alejandro e incluso el Faro; en cambio, Arsínoe no abandonaba el recinto de palacio como no fuese con motivo de alguna procesión.

—¡Esto es muy peligroso! —susurró la joven, acercándose a Cleopatra—. ¡Cualquiera podría robarnos, o matarnos, o violarnos!

—Es demasiado tarde para arrepentirse.

—¡Pero si no me arrepiento! —respondió Arsínoe con los ojos encendidos—. ¡Es muy emocionante!

Cleopatra tenía que reconocer que su hermana llevaba razón. No era tan estúpida como para envidiar la dura existencia de las campesinas egipcias o la anodina vida de las tejedoras del templo; sin embargo, resultaba estimulante disfrutar por unas horas de la misma libertad y anonimato que ellas.

En cualquier caso, no creía que fuesen a correr peligro. Delante de ellas caminaba Apolodoro, alumbrándoles el sendero con una antorcha. El siciliano era un eunuco asignado al servicio de Cleopatra, del mismo modo que Ganímedes lo estaba al de Arsínoe. Pero Ganímedes seguía durmiendo la descomunal borrachera que había agarrado a fuerza de mezclar sin prejuicios cerveza, vino de palma y licor de granada.

Aunque Apolodoro sobrepasaba el uno ochenta, parecía más bajo por sus piernas cortas y sus hombros de estibador, y también porque carecía prácticamente de cuello. Una cicatriz que corría de la oreja izquierda a la comisura de la boca afeaba su rostro, de por sí no muy agraciado. En conjunto, su aspecto resultaba patibulario, en contraste con el del agraciado y atlético Ganímedes. A Cleopatra jamás se le habría ocurrido tomarlo a su servicio, pero el siciliano había aparecido un par de meses antes en Menfis con una carta escrita y sellada por Ptolomeo Auletes. Cleopatra, que conocía bien la caligrafía de su padre, sabía que la misiva era auténtica.

Querida hija:

Espero que goces de salud. Si quieres conservarla el mayor tiempo posible, hazme caso y toma a tu servicio al portador de esta carta. Aunque no lo parezca, Apolodoro es hombre de fiar. Si te inspiran temor su porte y su semblante, piensa que también asustará a quien pretenda hacerte daño.

Por supuesto, es un eunuco. [En ese «por supuesto» Cleopatra había leído entre líneas la frase de su padre: «Tu sexo no te pertenece, hija: es cuestión de estado»]. No lo castraron a propósito para convertirlo en eunuco: su emasculación se debe a una herida de combate. Pero el resultado es el mismo.

Apolodoro era hombre de conversación sucinta y, aparentemente, escasas luces. Después de dos meses, a Cleopatra seguía despertándole un poco de miedo. ¿Debía fiarse de la recomendación de Auletes?

La joven estaba convencida de que su padre la quería, y de que ella y la zalamera Arsínoe eran las favoritas de entre sus vástagos: ni el talante altivo de Ptolomeo ni el temperamento colérico de Berenice los convertían en personas agradables. En cuanto a Maidíon, cuando Auletes abandonó Alejandría no era más que un bebé con rollitos de manteca en los brazos que hacía mucha gracia a las mujeres de la familia, pero no tanta a su padre.

En cualquier caso, que Auletes sintiera amor por Cleopatra no constituía ninguna garantía. No dejaba de ser un Ptolomeo. Si en algún momento llegara a sospechar que su hija podía suponer una amenaza para él, no dudaría en eliminarla.

—... y si se entera, nos mata —seguía parloteando Arsínoe con voz excitada.

—Perdona, ¿de quién hablabas? —preguntó Cleopatra, sobresaltada. ¿Le había leído la mente?

—Nunca me haces caso —se quejó Arsínoe, pellizcando a su hermana en el brazo—. ¡La abuela, quién iba a ser!

—Pues entonces, procuremos que no se entere. Así que no se lo comentes a nadie, que te conozco.

—¡Ja! Tú crees que me conoces, pero yo te conozco a ti mucho mejor que tú a mí. Sé guardarme las cosas.

Cleopatra se preguntó qué pasaría si su abuela las pillaba. De una regañina y un castigo no se librarían. Pero algo le hacía sospechar que, en privado, la anciana se reiría de su aventura. «Seguro que ella hacía lo mismo de joven», pensó. Desde muy niña se había dado cuenta de que a Neferptah le gustaba imponer normas, pero no ceñirse a las de las demás.

Sonrió. «He salido a ella». Prefería parecerse a su abuela que a cualquier otro miembro de su familia. Excepto, tal vez, al sensato y afable tío Horemhotep, su maestro de jeroglíficos.

Pasada la puerta del Delta, el camino se había convertido en un puente rodeado a ambos lados de taludes y agua. Los visitantes que llegaban a Menfis durante las estaciones de Peret y Shemu se sorprendían al descubrir que las puertas de la ciudad se encontraban a más de diez metros de altura por encima de la base de la muralla. Sólo cuando las aguas subían en los meses de Akhet comprendían la razón de aquella extraña arquitectura.

Dos caminos que partían de allí descendían directamente a campos recién convertidos en lagos y desaparecían bajo las aguas. El tercero seguía recto y conducía a Tiebu, a unos dos kilómetros de la ciudad. La aldea se levantaba sobre una suave colina que ahora se había convertido en una isla, como tantas otras: los mercaderes griegos que llegaban hasta Perunefer, el puerto de Menfis, aseguraban que el Nilo en época de inundación parecía un modelo a escala del mar Egeo y las Cícladas que lo salpicaban.

—Cuidado con dónde pisas, señora —la advirtió Apolodoro, que llevaba una antorcha para alumbrarlos a todos.

Cleopatra apartó el pie justo a tiempo para no aplastar unos excrementos. Eran humanos, lo que le recordó que los baños y las letrinas eran un lujo que el pueblo llano de Egipto no conocía. Por encima del olor a cieno y vegetación fermentada que lo inundaba todo, su fino olfato le revelaba cuáles eran los lugares donde los paisanos aliviaban sus vientres.

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