—Por lo que sé, son precisamente los que Pompeyo me lleva de ventaja. —César se volvió hacia Eufranor y le dijo—: Quiero naves de guerra mejor que transportes. ¿Las puedes conseguir?
Eufranor vaciló algunos segundos antes de contestar.
—Sí. Hablaré con los demás miembros del consejo.
—Tendrás que sacarlos de la cama. Los necesito ya.
León advirtió que César se había transformado de repente en otro hombre. El afable conversador con quien tan relajados se sentían hasta hacía un momento volvía a ser el general romano práctico y directo, a veces brutal en su franqueza.
—¿«Ya» significa esta misma noche? —preguntó Eufranor.
—Así es. Os dejo encargados de los preparativos. Sé que conocéis bien el puerto de Alejandría y sus alrededores, así que confío en que me acompañéis.
Padre e hijo se miraron un momento. Eufranor frunció el ceño y luego, de repente, soltó una gran carcajada.
—¡Por la verga de Poseidón, qué demonios! —exclamó—. Un viaje a Alejandría con el gran Julio César. No me lo perdería por nada del mundo. ¡Tendrás tus naves listas para zarpar antes del amanecer!
Antes de irse, César se despidió de Posidonio. El abuelo de León se empeñó en levantarse y estrechó las manos de su antiguo discípulo.
—Ya que vas a Alejandría, no dejes de visitar el Faro. La vista desde arriba es asombrosa. Y, por supuesto, no pases por alto la Biblioteca. Allí tengo muchos amigos a los que espero que transmitas saludos de mi parte.
León notó que el cónsul tenía mucha prisa por marcharse, pero no quería herir los sentimientos de Posidonio. Por suerte, el anciano era muy perceptivo.
—No te entretendré más, mi querido César. Pero, ya que me has mencionado que te preocupa el desfase de vuestro calendario, te recomiendo que aproveches también tu visita para conocer a un jovencísimo astrónomo que estudió conmigo hace unos años. Es muy brillante, aunque su carácter resulte insoportable a veces.
—¿Cómo se llama?
—Sosígenes.
—Lo tendré en cuenta. —César besó en ambas mejillas al anciano, le apretó los hombros y le dijo—: Larga vida, noble Posidonio.
El anciano sonrió con picardía.
—Me deseas lo que ya he tenido, noble César. ¡Deséame mejor una dulce muerte!
César salió por fin, seguido por sus germanos y tan acelerado como una tromba de verano. Eufranor volvió a mirar a León y ambos suspiraron a la vez. Sin saber cómo, el dios de la guerra acababa de absorberlos en su insaciable estela.
Pelusio, frontera este de Egipto
—General, ya tenemos Pelusio a la vista.
Al oír la voz del capitán Fígulo al otro lado de la puerta, Pompeyo abrió los ojos. Una luz tenue y gris como el acero se colaba por la claraboya. Sugería frío, aunque la atmósfera dentro del camarote era sofocante. Por experiencia, al general le bastaba con captar esa claridad al despertar para saber a qué hora del día se encontraba. El alba todavía no había quebrado, pero no tardaría en salir el sol.
Se incorporó en el lecho con un gruñido. Notaba la vista borrosa, la cabeza pesada, el estómago algo revuelto y la boca pastosa. Por enésima vez se dijo que a su edad debía comer y beber menos antes de acostarse. Uno de los refranes de su padre era: «De grandes cenas están las tumbas llenas». Bien era cierto que solía decirlo delante de sus amigos para justificar lo escaso de las viandas que servía cuando tenía invitados. Aunque Gneo Pompeyo Estrabón había sido el hombre más rico de la región del Piceno, su cicatería era proverbial.
Pompeyo miró de reojo a su esposa. Cornelia dormía con un gesto distendido que era casi una sonrisa, pese a que, por la forma en que los cabellos negros se le pegaban a la frente y el rostro, debía de estar empapada en sudor.
Pompeyo sacó los pies por el borde de la cama y luego se dejó caer hasta la alfombra; el lecho se hallaba en alto, montado sobre un gran arcón de madera, pues en los barcos, y más en los de guerra, se aprovechaba todo el espacio disponible.
Aquellos movimientos vinieron acompañados por una sarta de resoplidos y maldiciones a media voz. Otra de las máximas de su padre era: «Si a partir de los cuarenta un día te levantas de la cama y no te duele nada, es que estás muerto».
Pompeyo ya había dejado muy atrás los cuarenta, y para él incorporarse por las mañanas suponía una ardua empresa. Le tiraban las bridas de viejas cicatrices en la pierna izquierda y el brazo derecho, el hombro izquierdo se le quedaba casi paralizado tras dormir sobre él, y las rodillas se le encasquillaban y no era capaz de moverlas con un mínimo de soltura hasta que las sacudía unas cuantas veces y oía un sonoro chasquido en cada una.
«Mañana es mi cumpleaños», recordó. Iba a cumplir cincuenta y nueve, al borde de una nueva década.
Tras el ritual matutino, pasó al retrete contiguo, un lujo del que sólo disponía el capitán de la Seleucia, quien había tenido la deferencia de cederles su camarote a él y a Cornelia. Los demás tripulantes y soldados que viajaban en el quinquerreme evacuaban lo que tuvieran que evacuar en cubos o directamente al mar a través de los beques, unas tablas provistas de agujeros situadas a popa por la parte exterior de la borda.
Cuando salió de la letrina, Filipo ya estaba en la habitación, esperándolo mientras contenía un bostezo. Pompeyo se percató de que su criado echaba una mirada de reojo a la cama; Cornelia se había destapado un poco y se le veía el seno derecho. No le extrañó, ya que hacía mucho calor allí dentro. Se hallaban en pleno verano y en el extremo sur del Mediterráneo; la mica de la claraboya estaba entreabierta y apenas dejaba que se colara algo de aire fresco.
Filipo le ayudó a ponerse una túnica limpia, aunque ya descolorida. Pompeyo estaba reservando las mejores ropas para cuando encontrase de una vez a aquel rey niño y se reuniese con él.
—¿Qué hora es?
Al oír la voz de Cornelia, se volvió hacia el lecho. Su esposa había abierto los ojos y se había tapado los senos con la sábana de lino.
—Puedes salir, Filipo —dijo Pompeyo.
Cuando el criado cerró la puerta, Pompeyo se acercó a la cama y contempló a Cornelia. Una ventaja de sus veinticinco años era que al despertarse no tenía que pasar por el penoso proceso de dolores y crujidos matinales, y tampoco se le marcaban bajo los ojos esas pesadas bolsas en las que él podría haber guardado veinte sestercios.
—Es pronto, mi amor —dijo Pompeyo, colocando el flequillo de su esposa con la palma de la mano—. Duerme un poco más mientras yo me entero de lo que pasa.
Tal vez la mimaba demasiado. El fiero Pompeyo, conquistador de reinos y domador de piratas, siempre había tratado a sus mujeres con mano suave. Mejor que sus soldados, acostumbrados a sus sonoras voces de mando, no oyeran el tono acaramelado con que se dirigía a Cornelia cuando se encontraban a solas, ni los epítetos que ambos usaban como «papaíto», «pastel de miel» o «dulce de membrillo».
Pero estaba en su naturaleza. A Pompeyo le gustaban las mujeres, se moría por ellas, por impresionarlas, por verlas sonreír. Gracias a las mujeres había suavizado su carácter con el tiempo y no se había convertido en una bestia sanguinaria como su padre. No ignoraba que en sus primeras campañas le habían motejado como «el joven carnicero», pero al madurar había dejado atrás esa crueldad congénita en su linaje.
Cornelia cerró los ojos para dormirse de nuevo. En ese momento hizo un mohín fugaz con la boca que le recordó a Julia.
«Ya tuve que pensar en ella», se dijo Pompeyo, y notó una punzada que se le clavaba en el estómago. Era una mezcla de dolor por su cuarta esposa, a la que había visto agonizar mientras le sujetaba la mano, pero también de irritación porque ella le traía a la memoria el rostro de César.
«Cuando muera César, no habrá ningún hijo ni nieto que le rinda culto ni que lleve su mascarilla en la procesión funeraria». Aquel pensamiento le satisfizo un poco.
Mas solo un poco. Cuando salió del camarote, la imagen del maldito César se había grabado en su mente, desplazando todas las demás.
«Si piensa que me ha derrotado, se equivoca», pensó. ¿No se había levantado la República después de los reveses contra Aníbal, un personaje de la misma calaña que César y con tan pocos principios como él? Aníbal había sometido a Roma no a una derrota, sino a cuatro, y aun así Escipión lo había aplastado definitivamente en Zama.
Al igual que la de Escipión, la victoria de la verdadera República, la que él defendía, tendría lugar en tierras de África. Durante aquellos días de fuga, Pompeyo había pensado mil veces en sus errores. El peor había sido tener demasiado en cuenta las opiniones ajenas.
Eso no volvería a ocurrir. Ya había comprobado que César no era buen organizador y que tendía a confiarse demasiado. ¡Ah, cómo se le había escapado vivo de Dirraquio! Pero no volvería a pasar. Estaba pensando ya la trampa que le tendería en las arenas del desierto, precisamente cerca de Cartago, en Útica, donde su hijo Gneo estaba reorganizando fuerzas para él.
Necesitaba más fondos y provisiones para esas fuerzas. Por eso había acudido a Egipto a cobrarse una vieja deuda de amistad y dinero.
Fuera se notaba algo de fresco en comparación con el camarote, que cerrado y con el calor de dos personas se había convertido durante la noche en un auténtico tepidarium. Sin embargo, la brisa venía tan saturada de humedad que la túnica de Pompeyo no tardó en empaparse de sudor.
Los soldados que atestaban la cubierta se estaban desperezando ya. En realidad, «soldados» era mucho decir. Un buen número de ellos habían sido esclavos hasta tan sólo unos días antes, cuando Pompeyo los reclutó a toda prisa entre los criados de los publicanos que cobraban impuestos en las costas del Egeo.
—Buenos días, noble Pompeyo.
El general, que se había acercado a la borda para contemplar la costa, se volvió al oír el saludo. Era Fígulo, el capitán de la Seleucia. Pompeyo había decidido viajar en su nave, aunque la Hircania, que también formaba parte de su reducida flota, era un quinquerreme más nuevo. Pero Fígulo conocía bien la costa del Delta y, sobre todo, el puerto de Alejandría, cuyo acceso estaba rodeado de peligrosos escollos.
Alejandría, y no Pelusio, había sido el destino original del viaje. Pero la visita se había convertido en una pesadilla burocrática, que Pompeyo atribuyó al hecho de que el rey no se hallaba en la ciudad. De otro modo, no se explicaba que lo hubieran tratado así a él, al conquistador de Oriente.
Primero los habían tenido medio día anclados entre el Faro y las rocas que marcaban el paso del Toro, uno de los tres accesos al llamado Puerto Grande. Cuando las autoridades se dignaron a concederles un atracadero, no se lo dieron en el muelle privado del palacio de Loquias, donde había amarrado Pompeyo en otras visitas a la ciudad, ni tampoco en la zona militar del Arsenal, sino en el Emporio, como si fuese un vulgar mercader.
Después de eso, habían aguardado dos días enteros mientras la petición de audiencia de Pompeyo pasaba por las manos de veinte niveles de burócratas. Todos, por supuesto, habían recibido sus dádivas correspondientes; de lo contrario los dos días se habrían convertido en un mes.
Y tanta espera para que al final se presentaran ante él dos pomposos funcionarios, vestidos con ropas tan tiesas que crujían como ramas secas, maquillados y tocados con gruesas pelucas. Hablando casi al unísono, le informaron:
—Ni su alteza ni la corte real se encuentran en Alejandría. Partieron hace unos días para detener y aplastar a un ejército invasor.
—¿Invasor? ¿Quién pretende invadir Egipto?
Los dos funcionarios, que parecían gemelos, se miraron entre sí antes de responder.
—La usurpadora Cleopatra, hija bastarda del anterior rey.
Pompeyo no tenía noticia ninguna de que Cleopatra fuese bastarda, pero aquello debía de formar parte de la propaganda de su hermano. Tras maldecir a la cara a aquellos dos personajes por haberle hecho perder tanto tiempo, ordenó a su flota que zarpara inmediatamente, sin aguardar autorización ninguna.
Para su desgracia, el sistema de comunicación de tubas y trompetas del puerto era muy eficaz. Cuando la Seleucia quiso salir, esta vez por Estégano, el canal situado más al este, se encontró con que lo habían cerrado con una cadena de eslabones más gruesos que el muslo de un hombre. Los operarios del puerto abrieron la cadena tras cobrarles una multa de cien dracmas por cada una de las naves.
A decir verdad, aquellos dos funcionarios habían sugerido a Pompeyo que se alojara en un ala del palacio y aguardara el regreso del rey. Pero esperar a que se decidiera una guerra sin intervenir en ella no era propio de un romano, y menos si ese romano era Pompeyo el Grande. De modo que él y los suyos se habían dirigido hacia el este, pasando una tras otra por las siete bocas que formaban el Delta del Nilo. La Canópica, a apenas unas millas de Alejandría. Después la Bolbitina, la Sebenítica y la Fatnítica. La Mendésica, llamada así por Mendes, donde se fabricaban los perfumes más famosos y caros de Egipto. Y por último la Tanítica y la Pelúsica. Desde la borda de la Seleucia, a Pompeyo toda la costa le parecía igual: lisa como una tabla y de un color entre pardo y negro, pues el Delta estaba formado por los sedimentos que depositaba el Nilo desde hacía miles de años.
Ahora, no obstante, el panorama había cambiado, aunque sólo de color: la monótona línea oscura se había convertido en otra línea ocre no menos aburrida. Sobre ella, a cierta distancia, se recortaba una ciudad también ocre, como si las murallas, los torreones circulares y las casas fuesen una excrecencia salida de la tierra. Extramuros se notaba algo más de color, aportado por las tiendas y banderas de un campamento militar.
—¿Eso es Pelusio? —preguntó Pompeyo.
—Sí —contestó Fígulo.
—Entonces, éste es un buen lugar para quedarnos de momento mientras comprobamos la situación.
El capitán dio órdenes para anclar y su primer oficial las transmitió por bocina al resto de la flota. Aunque se encontraban a casi dos kilómetros de la costa, el fondo era tan somero que la arena y las piedras se distinguían nítidamente bajo las aguas entre verdes y amarillas.
—Mi vista ya no es lo que era —reconoció Pompeyo—. Dime, amigo Fígulo, eso que se ve en los muelles son barcos de guerra, ¿verdad?
—En efecto, noble Pompeyo.
El general asintió. Sí, era mejor esperar allí de momento, a una distancia prudencial que les daría tiempo para levar anclas y alejarse si observaban alguna maniobra hostil.