Una profecía que los mismos optimates habían hecho que se cumpliera. A fuerza de empeñarse en arrinconar a César y en negarle hasta el pan y la sal, lo habían obligado a convertirse en un proscrito y habían desatado sobre ellos mismos las furias de la guerra.
—¿No disfrutas de banquete con amigos, César?
César se volvió. Había oído el crujido de unas pesadas botas antes de oír las palabras de Saxnot. El gigante germano traía un muslo de ganso en cada mano y sus largos bigotes chorreaban grasa.
—Sabes que soy de poco comer. —César puso la mano en el hombro del germano, que era duro y compacto como granito, y añadió—: Amigo mío, voy a seguir requiriendo tus servicios.
—Son tuyos. Mis hombres también. César ya sabe.
—Quiero que preparéis los caballos. Todos los que estén en condiciones para cabalgar. Antes de amanecer partiremos.
—Sí, César. ¿Dónde nos llevarás ahora?
—Vamos de cacería, buen amigo. Y cuando nos cobremos nuestra presa, quién sabe.
Los rosados dedos de la Aurora empezaban a rozar el cielo del este cuando César salió del campamento con ochocientos jinetes, la mayoría de ellos germanos. Antes de partir, ordenó a Claudio Nerón que se dirigiera a Larisa a marchas forzadas con la VI legión. Ésta se había distinguido más que ninguna otra unidad en Dirraquio, y en Farsalia el valor y la fuerza de su primera cohorte fueron la clave para detener el ímpetu de la caballería. Además, su primipilo Esceva había derribado del caballo al mismísimo Labieno, lo que le valió un juego de tres phalerae de oro como condecoración para sumar a las que ya tenía. Por suerte para él, su pecho era amplio como la llanura de Tesalia y aún le cabían todos aquellos discos.
Los hombres de la VI se hallaban en su plenitud, entre los veinticuatro y los treinta años; no eran tan veteranos como los de la X, que merecía y necesitaba un descanso, ni tan bisoños como los de la XIII o la XIV. Por eso resultaban los más adecuados para moverse a la velocidad a la que pretendía viajar César. El número en esta ocasión no parecía tan importante: según los informes de los prisioneros, el séquito de Pompeyo era muy reducido.
—La VI ha sufrido muchas bajas y hay bastantes heridos, César —le explicó Claudio Nerón después de consultar estadillos y partes con el primipilo Esceva y los demás centuriones—. Si quieres hombres que aguanten una media de más de cincuenta kilómetros al día, como mucho podemos llevar mil.
—Pues que sean mil —contestó César, ya subido a su caballo—. Nos vemos en Larisa.
César se presentó en la capital de Tesalia antes de mediodía. Allí le dijeron que Pompeyo, tras detenerse apenas unas horas en la ciudad, había proseguido viaje hasta el mar. Esperó a la VI, que recorrió los cincuenta kilómetros en diez horas y llegó antes del anochecer. A la mañana siguiente reemprendieron la persecución, siempre de la misma forma: la caballería se adelantaba y los mil hombres de la VI los alcanzaban al final del día.
De ese modo llegaron a Anfípolis, en la costa del Egeo, tras recorrer más de trescientos kilómetros en seis jornadas. Aunque César avanzaba a tal velocidad que se adelantaba a cualquier mensajero que pudiera alertar de su llegada, descubrió que la presa había vuelto a volar. ¡Por tan sólo un día!
—Pompeyo zarpó ayer mismo en un barco, un mercante con pabellón romano —le explicó muy solícito el capitán del puerto.
—¿Adónde se dirigía?
—Él no me lo quiso revelar. Pero unos estibadores oyeron decir al contramaestre que iban a Mitilene para recoger a la esposa y al hijo de Pompeyo.
En Anfípolis no había barcos suficientes más que para la mitad de sus hombres. En cualquier caso, las flotas pompeyanas seguían dominando los mares, de modo que César no quiso arriesgarse. Tras un día de descanso para no reventar a las monturas, partieron de nuevo. Ocho jornadas y cuatrocientos kilómetros después llegaron al extremo de Europa, ante el estrecho de los Dardanelos. Aunque pareciese increíble, ni uno solo de los hombres de la VI se había quedado en el camino.
Una vez allí, no les quedaba más remedio que aventurarse a atravesar los tres kilómetros de mar que separaban Sesto de Abidos. ¿Qué podía pasar? La distancia era tan corta que, según la leyenda, el joven Leandro cruzaba todas las noches a nado desde el lado asiático para acostarse con su amada Hero.
Tratando de no pensar en el final de la historia, que no era precisamente feliz, César confiscó decenas de barcas de pesca y pequeños cargueros, las únicas naves disponibles en Sesto, y apiñó como pudo a hombres y caballos.
Mientras veía acercarse la costa pensó que era la primera vez que pisaría el suelo de Asia como general. Un nuevo Alejandro, aunque con un ejército mucho más reducido que el de su modelo macedonio.
—Creo que vamos a tener problemas —le avisó Claudio Nerón.
En aquel punto, el estrecho formaba un ángulo casi recto que impedía ver lo que se extendía más al oeste. Doblando aquel recodo y casi encima de ellos se acercaba a gran velocidad una flota de guerra, diez o doce trirremes que venían en perpendicular a ellos. Los ojos de César bailaron entre la orilla asiática y la europea. Se encontraban justo en medio del estrecho.
—No vamos a llegar a tiempo —dijo Claudio Nerón, calculando lo mismo que él.
«Ahora sí que se acabó», pensó César. Tenía mil ochocientos hombres consigo, guerreros de élite que de nada le iban a servir contra los espolones y las catapultas de los trirremes enemigos.
—Menéstor, trae mi manto —ordenó. También le pidió al capitán del carguero la bocina de cobre que usaba para amplificar su voz.
—¿Qué vas a hacer, César? —preguntó Claudio Nerón.
Los germanos de su guardia embrazaron los escudos y empuñaron las lanzas, dispuestos a combatir si les dejaban ocasión. César se abrió paso entre ellos y se acercó a la regala de estribor. La nave capitana de la flota se había adelantado a las demás; en lugar de embestir al carguero había virado ligeramente, clavando los remos en el agua para refrenar su marcha.
Por la borda se asomó un hombre de unos cuarenta años con armadura de cuero repujado y una capa púrpura. Empuñaba su propia bocina, pero antes de que tuviera ocasión de decir nada, César se le adelantó.
—¡Ah de la nave! ¿Quiénes sois y qué asunto os trae por estas aguas?
—¡Esa pregunta debes contestarla tú! ¡Yo soy Lucio Casio, almirante de la séptima flota de la República! ¡Preparaos para ser abordados!
César recordó que Lucio Casio era uno de los oficiales de Pompeyo. ¿Le habrían llegado ya noticias de que su jefe había sido aplastado en Farsalia?
«Habrá que apostar a que sí», pensó, y exclamó a través de la bocina:
—¡No, Casio! ¡Prepárate para ser abordado tú! ¡O mejor, lleva esos barcos hasta Abidos! ¡A partir de ahora quedan confiscados bajo mi autoridad!
«Tiene más testículos que el burro de Cincinato», oyó decir a su espalda al asistente de Claudio Nerón.
—¿Y cuál es esa autoridad, si puede saberse?
—¡La mía! ¡La de Gayo Julio César, cónsul de Roma y vencedor de Farsalia! ¡Ríndete como han hecho los demás y obtendrás el perdón del cónsul y la amistad de César!
En vez de contestar, Casio se apartó de la borda y conferenció durante unos minutos con otros oficiales. Pasado ese rato, para sorpresa de los soldados de César y de este mismo, volvió a empuñar la bocina y anunció:
—¡Está bien! ¡Te entregaré los barcos con la condición de que dejes a todos mis hombres en libertad y pongas por escrito que no tomarás represalias contra mí ni contra ninguno de los míos!
César fingió pensar que consideraba la propuesta de Casio. Después de unos segundos aceptó con gesto solemne. Se estaba conteniendo para no dar brincos de alegría sobre la cubierta.
Lo que durante unos minutos angustiosos había creído una jugarreta del destino resultó una bendición. Gracias a aquel encuentro fortuito, César consiguió doce trirremes con los que pudo transportar a sus soldados hasta la isla de Lesbos, no sin antes hacer un alto en la costa de Asia para visitar las ruinas de Troya y ofrecer un sacrificio en honor de los héroes que habían combatido allí once siglos atrás.
Cuando llegaron a Mitilene, César descubrió que, como ya barruntaba, Pompeyo se había detenido el tiempo justo para recoger a su familia antes de continuar su viaje.
Empezaba a sentirse como el Aquiles de la célebre aporía de Zenón en que el guerrero mirmidón corría para alcanzar a una tortuga: por más veloz que viajara, cuando César llegaba a la siguiente meta, Pompeyo, igual que la tortuga, ya había escapado.
Al saber que su rival había ido al sur, César bajó con su pequeña flota por el litoral de Asia Menor. Por el camino, las ciudades eolias y jonias le enviaron embajadores para pedirle perdón por haber luchado en el bando de su enemigo. César se lo concedió.
A finales de septiembre llegó a Rodas. La cadena que cerraba el puerto estaba abierta y las tubas de bronce saludaron a César como amigo y aliado, pues los rumores de su llegada lo habían precedido. Acodado en la regala, observó con satisfacción que en el puerto había varias naves de transporte en cuyos gallardetes se leía en letras doradas el número XXVII, que correspondía a una de sus legiones.
César había enviado mensajeros a Grecia para ordenar que las tropas a las que no había enviado a Italia con Marco Antonio se presentasen en Rodas. Por lo que veía, de momento la única que había comparecido era la XXVII, formada por dos mil doscientos hombres. A algunos de ellos los había trasladado de unidades más veteranas, eligiendo siempre a los hombres más jóvenes y que llevaban menos años de servicio; la mayoría, sin embargo, eran antiguos pompeyanos. El celo que habían puesto en llegar allí con su legado Fufio Caleno le demostró que podía confiar en ellos.
—Una hermosa ciudad —comentó Claudio Nerón a su lado.
—Lo es, en verdad —asintió César.
El doble puerto estaba construido sobre dos bahías naturales en forma de U, cada una de las cuales medía unos trescientos metros de lado a lado. Desde la ensenada occidental el terreno ascendía hasta la acrópolis, situada en el oeste. Los rodios habían construido allí hilera tras hilera de casas de paredes encaladas y tejados rojos; vistas de lejos semejaban las filas de asientos de un vasto teatro.
Durante siglos, Rodas había sido la mayor potencia marítima de la zona, una república de príncipes mercaderes que había resistido incluso el prolongado asedio de Demetrio Poliorcetes. Dispuesto a expugnar las murallas de los rodios, el poderoso rey macedonio había levantado la Helépolis, la mayor torre de asedio de la historia. Cuando renunció por fin a tomar la ciudad y regresó a Macedonia, los rodios aprovecharon las piezas metálicas de las máquinas de guerra abandonadas para construir una estatua de más de veinte metros de altura en honor de su patrón Helios, el Sol.
Aquella estatua, el Coloso, no había durado demasiado tiempo en pie. Aún no habían pasado setenta años de su construcción cuando un terremoto la derribó. El rey de Egipto, el tercer Ptolomeo, se ofreció a sufragar su reparación. Pero los rodios consultaron al oráculo de Delfos y decidieron que levantar de nuevo una estatua tan grande podía interpretarse como un pecado de hybris, la soberbia de desafiar a los dioses.
Los rodios solían evocar los buenos tiempos, cuando el Coloso se alzaba sobre la ciudad y casi todas las mercancías del Mediterráneo oriental pasaban por su puerto. Ahora, según aseguraban, perdían mucho dinero por culpa de la competencia de Delos, una pequeña isla en el centro de las Cícladas que los romanos habían convertido en puerto franco. Lo cierto era que desde aquello las flotas rodias habían perdido parte de su poder. Como hasta entonces ejercían de policías de los mares, el declive de Rodas había coincidido con el auge de la piratería que César había sufrido en sus propias carnes. Piratería con la que acabó en una fulgurante campaña Pompeyo, tal vez su mayor servicio a la República. Eso, al menos, había que reconocérselo.
Apenas había bajado César por la pasarela cuando una comitiva de autoridades y dignatarios se presentó ante él. Entre ellos se encontraba León, el joven capitán que había intentado llevarlo en su liburnia al otro lado del Adriático, acompañado de su padre, Eufranor. Éste, que no se parecía en nada a su apuesto hijo, era un hombre de corpachón desproporcionado para sus piernas cortas y flacas, barba espesa y plagada de canas, ojos muy vivos y una boca enorme que sonreía con facilidad. Con aquella caja torácica y aquella boca, no era extraño que su vozarrón sonara como si estuviera hablando a través de una bocina de capitán.
—¡Es un honor tenerte en Rodas, noble César! ¡Mi hijo me ha hablado maravillas de ti!
Considerando que Eufranor había perdido varios barcos por culpa indirecta de César, a éste le sorprendió su afabilidad. Que acudieran a saludarlo no era tan extraño: mientras rodeaba la costa del Egeo, primero a pie y luego en la flota de Casio, César no había dejado de recibir homenajes de magistrados y publicanos romanos, y también de nobles locales que acudían en auxilio del vencedor. Pero lo que le agradó en el caso de León y de su padre fue comprobar que cuando lo felicitaron por su victoria de Farsalia lo hicieron con alegría sincera. Sin duda había influido en ello que León había cobrado sin ningún problema el dinero prometido por César tras la travesía frustrada del Adriático.
El jefe de los prítanos, magistrados electos de la ciudad, informó a César de que Pompeyo no había llegado a pasar por la isla. Mientras intentaba obtener pistas sobre el paradero de su rival, César decidió conceder unos días de permiso a sus hombres.
Para él mismo resultaba agradable regresar a aquella hermosa isla donde había pasado unos meses estudiando cuando era una vida entera más joven. Paseando por el puerto y contemplando los restos broncíneos del gran Coloso, que incluso tumbado y roto en el suelo junto a la bocana seguía ofreciendo una visión impresionante, no pudo evitar acordarse de Pompeyo, otro gigante caído.
«¿Llegará algún día alguien más joven que me derribe a mí como he hecho yo con Pompeyo?», se preguntó. La verdad era que no se le ocurría ningún rival de su altura entre los romanos de las generaciones siguientes a la suya. ¿Marco Antonio? Un gran guerrero, capaz de inspirar lealtad y valor a sus hombres, pero demasiado entregado a sus vicios y placeres como para pensar en el futuro. Era un táctico como mucho, no un estratega. Los tácticos vencen batallas, los estrategas ganan guerras.