La hija del Nilo (40 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

BOOK: La hija del Nilo
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—Ahora sería capaz de comerme crudo a Labieno aunque estuviera cagando —dijo Rufino.

—¿Tenías que añadir eso último? —preguntó Pulquerio.

Lo malo, pensó Furio, era aguardar ahí agazapados. Tras oír la arenga de César odiaba al enemigo más que nunca y se sentía capaz de ganar la guerra él solo. Pero ¿cuánto duraría la espera?

47

César volvió por fin a su puesto de mando, junto a la primera cohorte de la X. En batallas como la del río Sabis había dejado el caballo para luchar a pie con sus hombres, pues lo más perentorio entonces era inspirarlos. Hoy necesitaba enterarse de todo lo que pasara en la medida en que lo permitiese el caos de la batalla, y también le hacía falta libertad de movimientos para acudir de un lado a otro.

Miró a ambos lados. A su izquierda, tres kilómetros de legionarios formaban una fila perfecta de escudos y jabalinas que no tardaría en romperse. A su derecha, mil jinetes se repartían en veinticinco escuadrones.

Después volvió la vista al frente. El sol de la mañana se reflejaba en las armas de sus adversarios, que se habían desplegado mirando al sureste. Si a alguien iba a deslumbrar la luz, sería a ellos.

César extendió la mano derecha. Replicando su señal, su portaestandarte abatió el vexillum. Las trompetas tocaron la orden de avanzar y el ejército entero se puso en marcha. Toda la infantería marcaba el paso al ritmo de los tambores. Antes de la carga definitiva era una buena forma de mantener el orden. Además, oír cómo la llanura retemblaba bajo sus pies infundía más seguridad a los hombres.

Por el momento, las tropas de Pompeyo no se habían movido del sitio. El ejército de César avanzó hasta situarse a unos cuatrocientos metros. Una vez allí, el general dio la orden de detenerse de nuevo.

Durante un largo rato los dos ejércitos se limitaron a contemplarse. Se hallaban lo bastante cerca para distinguir los uniformes y los estandartes, aunque no los rostros. Sin embargo, César estaba seguro de que el hombre situado justo frente a él sobre un caballo negro era Pompeyo. A unos cincuenta metros a su derecha, en las filas de la caballería, el estandarte amarillo que ondeaba más alto marcaba la posición de Labieno, a lomos de un corcel tan oscuro como el de su general.

César se volvió a la derecha para echar otro vistazo a su propia caballería. A unos treinta metros de él, un rostro pintado de ocre y blanco le sonrió feroz desde debajo de un yelmo forrado de piel de jabalí. Era Saxnot, cuyas larguísimas piernas colgaban bajo los ijares de su caballo.

«Ánimo, amigo —pensó César—. Te van a caer encima los cielos y la tierra».

Tenían que actuar ya, antes de que Labieno se decidiera a atacar. La coordinación era fundamental. César taloneó a Ascanio en un flanco y el caballo se movió hacia su izquierda, donde se encontraba el último extremo de la formación de infantería.

Allí, en el lugar de honor, estaba Crastino con sus ciento veinte voluntarios. El centurión llevaba puesto el capote encima de la armadura, algo desusado en combate. Solamente César conocía la razón.

Bajó del caballo, abrazó a Crastino, lo besó en ambas mejillas y le dijo:

—Ha llegado el momento, mi buen amigo.

—César, te prometo que hoy voy a comportarme de tal manera que estarás orgulloso de mí, vivo o muerto. —Después se acercó más a él y le susurró al oído—: Pero será más bien muerto. Tú sabes igual que yo que los dioses infernales siempre se cobran sus ofrendas.

César asintió y se apartó. Ayudado por un soldado que juntó las manos a modo de estribo, volvió a encaramarse a lomos de Ascanio. Mientras tanto, Crastino se dirigió a los hombres de su centuria y les dijo:

—¡Seguidme, vosotros que servisteis bajo mis órdenes! ¡Luchad por el general al que jurasteis lealtad! Sólo nos queda un último combate. ¡Cuando termine, César recuperará su dignidad y nosotros nuestra libertad!

El caballo de César piafó nervioso, esta vez sin que él lo incitara a hacerlo, como si percibiera la cercanía de presencias poderosas y oscuras que se agitaban bajo la tierra. Crastino levantó las manos al cielo y con voz potente recitó:

—¡Jano, Júpiter, Marte, Quirino y Belona, yo os invoco! ¡Y a vosotros, dioses lares e indigetes que tenéis poder sobre nosotros y nuestros enemigos! —Después se cubrió la cabeza con el capote, bajó las palmas de las manos hacia el suelo y prosiguió—: ¡A vosotros os invoco también, divinos manes y subterráneos novensiles! ¡Y por último a vosotros, Plutón, Proserpina y Hécate, dioses de los infiernos y los muertos! ¡Os rezo, os reverencio y os ruego que bendigáis al ejército de César con poder y con victoria, y que lancéis sobre sus enemigos miedo, terror y muerte! ¡Ahora, por el bien de Roma, de su cónsul César, de sus legiones y de sus aliados, ofrezco en sacrificio a los dioses infernales y a la madre Tierra las legiones del enemigo Pompeyo!

Crastino hizo una pausa y, tal como mandaba la fórmula, se recogió el capote y se lo ató a la cintura a la manera gabinia. Después desenvainó su espada, se volvió hacia los enemigos y pronunció las últimas frases de aquella terrible fórmula.

—¡Y del mismo modo, dioses celestes e infernales, me ofrendo a mí mismo como víctima de sangre y fuego! ¡Aceptad el sacrificio que os ofrece Gayo Crastino, centurión de César!

Dejando caer el escudo, Crastino emprendió la carrera contra las filas enemigas. Sus voluntarios se miraron entre ellos y murmuraron:

—Ha pronunciado la devotio...

«¡La devotio, la devotio!», corrió por la primera fila hacia la izquierda. «¡La devotio!», se propagó a las cohortes que formaban detrás.

Crastino seguía corriendo solo hacia el ejército de Pompeyo, con la espada en alto, a un ritmo suave para no cansarse antes de tiempo. Hrodulf, al lado de César, preguntó:

—¿Qué es la devotio?

—Crastino acaba de ofrecer a todo el ejército enemigo como víctima para los dioses. Al entregar su propia vida en sacrificio, está obligando a los espíritus infernales a aceptar su ofrenda. Más que un trato, es casi un chantaje.

Era un ritual antiquísimo. En el pasado, dos cónsules que eran padre e hijo y llevaban el mismo nombre, Decio Mus, se habían ofrecido en devotio para salvar al ejército romano en trances muy apurados, la batalla del Vesubio contra los latinos y la de Sentino contra los samnitas y los galos.

César ignoraba si los dioses aceptarían el sacrificio de Crastino. En otro momento habría dicho que no; ahora, con el vello de la nuca erizado por un escalofrío, ya no estaba tan seguro. De lo que no dudaba era de que la acción del primipilo había conseguido acicatear a los veintidós mil legionarios como una espuela de acero hincada en las ingles. En ese momento estaban convencidos de que todas las fuerzas del cielo y del Averno luchaban a su lado.

Sin esperar a su orden, los ciento veinte hombres de Crastino, aquellos que habían soltado el arado y abandonado a sus familias para tomar de nuevo las armas, corrieron tras su centurión en un silencio roto únicamente por el tintineo de sus cotas de malla y el crujido de sus botas sobre la tierra seca.

César, que percibía la tensión de sus hombres como una vibración que agitaba el aire, aguantó unos segundos más a modo de auriga que tira de las riendas para contener la impaciencia de sus corceles. Después levantó la mano derecha y, con la palma abierta, señaló al enemigo.

—¡¡CARGAAAAAD!!

48

Frente a ellos, Pompeyo contemplaba incrédulo cómo un hombre solo, un centurión a juzgar por el uniforme, se adelantaba de las filas de César y venía hacia ellos en una carrera suicida. A su lado, Ahenobarbo comentó:

—Algunos esperan para desertar hasta el último momento.

Nadie le rió la gracia. Había demasiada tensión en el aire, como en esos días de calima en que de pronto estalla un relámpago sin que se adviertan nubes en el cielo.

Pompeyo miró a su derecha. Las filas se veían perfectamente rectas y ordenadas, y así seguirían. Cayo Triario, uno de sus legados, le había recomendado:

—Es mejor que esperemos al ataque de César sin movernos. Lo normal es que los dos ejércitos corran al encuentro y lleguen desordenados al choque. Así sólo se desorganizarán los de César. Además, si nuestros soldados se quedan quietos, las jabalinas del enemigo les alcanzarán con menos velocidad que si corren hacia ellas.

El argumento había convencido a Pompeyo, por lo que dio la orden explícita y rotunda a sus hombres de no adelantarse ni un metro de la fila so pena de muerte. Tenía soldados de sobra, el doble que César, de modo que aunque la primera línea sufriese por el impacto de la carga, las que estaban detrás amortiguarían y frenarían por completo ese impulso.

Se volvió hacia su izquierda. Allí se extendía una larga fila de caballería, y detrás aguardaban muchas más, pues siete mil jinetes ocupaban muchísimo espacio y no era fácil disponerlos en el campo de batalla. Labieno había situado delante a los escuadrones más fieros, los galos que él mismo había traído y que serían los encargados de desbaratar a la caballería de César y luego variar hacia su derecha para lanzarse sobre la retaguardia de su infantería. Detrás formaban un contingente de tracios, macedonios y sirios, seguidos por millares de jinetes de otros pueblos. Algunos de ellos tenían la misión de perseguir a la caballería enemiga, pero la mayoría se concentrarían en exterminar a los legionarios de a pie.

—Cornicen —dijo Pompeyo—, da la orden de carga de caballería.

El trompeta obedeció. Al momento, decenas de cuernos respondieron a su llamado. El portaestandarte que cabalgaba al lado de Labieno abatió el pendón. Las primeras filas de la caballería se pusieron en movimiento, primero con un trote pausado para no perder la formación, pero ganando impulso conforme avanzaban.

Aunque el estrépito de miles de cascos golpeando la llanura resultaba ensordecedor, Pompeyo pudo oír el penetrante clangor de las trompetas que venían del ejército enemigo. Aquel centurión suicida se hallaba ya en el centro de la tierra de nadie cuando las cohortes de la primera línea de César se lanzaron a la carga.

—Como cuentan que dijiste, amigo César —murmuró Pompeyo—, los dados ya están echados.

César y su escolta se quedaron en el pasillo que separaba la tercera línea de cohortes de la X de su caballería, pues sabía que en esa zona se encontraba el fulcro que decidiría la batalla para bien o para mal.

A partir de ese momento todo se desarrolló con más rapidez que en ninguna otra lid que hubiera librado César, que se veía obligado a dividir su atención entre lo que ocurría a su izquierda en la batalla de infantería y a su derecha con la caballería.

Por la izquierda, los ciento veinte evocati de Crastino casi habían alcanzado a su centurión y se encontraban a unos cien metros de la línea enemiga. Un poco más atrás, las dos primeras líneas de César, cincuenta y seis cohortes, cargaban ya a la carrera. Para su sorpresa, los hombres de Pompeyo, en lugar de replicar embistiendo a su vez como era habitual, se quedaron clavados en el sitio como estatuas.

César pensó que su rival estaba cometiendo un grave error. En cuatro quintas partes, el éxito de una batalla se basaba en la moral de las tropas. La finalidad de las arengas, los cánticos, el son de las trompetas y el redoble de los tambores era enardecer a los soldados para vencer la resistencia natural que muchos hombres tienen a matar a sus semejantes y prácticamente todos a arriesgarse a que los maten. Llegado el momento, el general debía desatar esos instintos inflamados, no reprimirlos.

«En la guerra hay que moverse» era otra de las máximas de Mario. «Mientras los soldados corren hacia el enemigo, se sienten cazadores. Si se quedan quietos, se convierten en presas, como patos esperando a que les disparen».

El problema era que, como no había previsto que los pompeyanos no se moverían de su sitio, César había ordenado atacar desde muy lejos. Eso significaba que sus hombres iban a llegar jadeando y más desorganizados de lo que esperaba.

Mientras pensaba en eso, la batalla ecuestre de su derecha reclamaba ya su atención. Siguiendo sus instrucciones, los jinetes de Saxnot esperaron casi hasta el último momento para lanzarse contra los de Labieno. Los acompañaban los antesignani, los infantes a los que César había mezclado en su unidad, que corrían agarrados a las crines de los caballos.

En cuestión de segundos, las vanguardias de ambas tropas chocaron como las olas del mar contra las aguas de la desembocadura de un río.

Por muy rápidos que cabalgasen los jinetes a la carga, en el último momento los caballos siempre se refrenaban un poco antes del choque, porque el instinto de los animales les decía que un impacto frontal contra congéneres de su misma masa podía romper todos sus huesos. Así ocurrió ahora, y las dos líneas se mezclaron en medio de una espesa polvareda. A través de ella, César entrevió cómo los antesignani se colaban entre los huecos y usaban sus espadas para desjarretar a los caballos de los enemigos, mientras que éstos a su vez los golpeaban desde arriba alanceando y tajando con sus largas hojas celtas.

—¡Se han parado solos! —dijo Hrodulf.

«¿A qué se refiere? Aquí no se ha parado nadie», pensó César. Pero cuando el joven germano le tironeó de la capa para que devolviera de nuevo su atención al otro lado del campo, lo comprendió. Por propia iniciativa o por orden de los centuriones, la primera fila de infantería se había detenido a unos cincuenta o sesenta metros de los pompeyanos, más allá del alcance efectivo de las jabalinas, y estaba enderezando sus líneas. La única unidad que seguía con su carga era la de los evocati de Crastino, que ya se había fundido en combate con los enemigos situados frente a ellos.

—Buenos muchachos —dijo César—. Siempre he dicho que el entrenamiento lo es todo.

La pausa no duró demasiado. Recuperado el aliento, la primera línea volvió a ponerse en movimiento con un nuevo grito de batalla, seguida por la segunda, y los que estaban más adelantados dispararon sus pila sobre el enemigo al mismo tiempo que éste lanzaba su propia descarga. Aunque se hallaba a cierta distancia, César vio cómo caían los primeros heridos y muertos por ambos bandos, y muchos otros hombres soltaban los escudos.

El pilum, la jabalina que los romanos consideraban un rasgo casi tan distintivo de su patria como la loba capitolina, estaba diseñado para poseer más poder de perforación que alcance. En lugar de la típica punta de las lanzas griegas, el pilum constaba de un asta relativamente corta y una vara de hierro de más de medio metro rematada por una punta piramidal. Su gran capacidad de penetración se debía a que el peso se concentraba en la parte delantera del arma. Si impactaba en un cuerpo desprotegido, el pilum lo atravesaba de parte a parte. Incluso contra una loriga, la aguzada punta podía abrirse paso entre los anillos de hierro y causar heridas graves.

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