—¡Sííí! ¡Somos soldados de César!
—¡No os culpéis de lo que ha sucedido, pues no ha sido vuestra la culpa! ¡Tened en cuenta más bien el enorme número de éxitos que hemos vivido juntos, vosotros y yo, y ponedlos en la balanza para compararlos con el contratiempo que sufrimos anteanoche! Porque eso ha sido nada más. ¡Un contratiempo!
Dejó que lo aclamaran unos segundos y volvió a levantar la mano para acallarlos. Como a veces le ocurría en la batalla, había alcanzado ese punto de comunión perfecta en que sabía que podía llevar a sus hombres por donde quisiera. Se sentía flotar sobre el campamento.
Pero no debía dejarse arrastrar por el entusiasmo. Había muchos heridos. Incluso los sanos se encontraban agotados. Aunque ahora los soldados pareciesen eufóricos, César sabía que la moral de unos hombres derrotados necesitaba días para recuperarse.
—Es cierto que la operación no tenía por qué haber salido mal —prosiguió.
Bajó la voz un poco por refrenar esa euforia y dejó una pausa detrás de cada frase para que los que se encontraban más cerca transmitieran sus palabras hacia las últimas filas.
—Elegí un terreno seguro para el enfrentamiento. Tal como había previsto, logramos tomar rápidamente el campamento enemigo. Pero Fortuna jugó contra nosotros, y ya sabéis lo que ocurrió después.
César podría haber reconocido sus errores, decirles que la culpa no era de ellos sino de él, pero ¿de qué habría servido? Los soldados quieren saber que su general es infalible. Necesitan saberlo.
—Sin embargo —prosiguió—, no maldigáis a Fortuna, que tantas veces nos ha favorecido. Recordad cómo tomamos Italia sin derramar apenas una gota de sangre, ni ajena ni mucho menos propia. Pensad también en la facilidad con que sometimos las dos Hispanias. Y no olvidéis cómo, con pocas naves y con mal tiempo, logramos cruzar el Adriático y burlar las flotas del enemigo.
Llegado este instante, levantó el puño y volvió a alzar la voz con todas sus fuerzas.
—Por eso, no dudéis ni un instante de que Fortuna volverá a sonreírnos. ¡La Fortuna de César!
—¡La Fortuna de César! —gritaron ellos.
De esta manera, en la que creía su hora más baja, César logró manipular a sus hombres y enardecer y serenar sus ánimos alternativamente para conseguir lo que necesitaban incluso más que él: recuperar la moral perdida. Les pidió que hicieran el máximo esfuerzo para compensar con su valentía aquel revés y les recordó cómo habían sufrido una derrota similar en Gergovia para después conseguir en Alesia la más espléndida de las victorias.
En ese momento los legionarios se sentían dispuestos a saltar la empalizada, atacar el campamento de Pompeyo y comerse vivos a sus hombres. Pero César bajó de nuevo la voz para atemperarlos y les recordó que sufrían problemas de víveres. Ya no tenía sentido mantener el asedio sobre el enemigo, puesto que gran parte de sus tropas estaban acuarteladas fuera del cerco.
—Descansad ahora y recuperaos de vuestras heridas. Guardad vuestras fuerzas para la próxima batalla, y dejad que vuestro general piense por vosotros. Porque habéis de saber una cosa.
César hizo una pausa, tomó aire y elevó su voz al máximo.
—¡¡César tiene un plan!!
Tras un segundo de silencio, se elevó un rugido unánime.
—¡Un plan! ¡César tiene un plan! —gritaron miles de gargantas.
César levantó del suelo a Crastino, que seguía empeñado en arrodillarse, y también a Esceva, que casi se le cayó encima aplastándolo con su peso. Después ordenó a los soldados que regresaran a sus puestos y a sus tiendas. Ya en privado castigó a los portaestandartes que habían abandonado sus insignias en la huida, degradándolos a soldados rasos, y ascendió a quienes habían destacado en la refriega para que ocuparan sus puestos. Pensó que no era necesario nada más, ya que la conciencia del fracaso suponía suficiente penitencia para los soldados y estaban deseando resarcirse.
«César tiene un plan». ¿Qué otra cosa podía decir para calmarlos? En tales casos había que convertir la necesidad en virtud, la obligación en elección voluntaria. No les quedaba más remedio que renunciar al asedio. Como César había sopesado durante la noche, regresar a Italia se había convertido en una opción imposible. La situación no era la misma que en enero. El mar ya se encontraba abierto a la navegación y las naves enemigas lo patrullaban constantemente, de modo que no lograrían burlar por tercera vez la vigilancia de Pompeyo.
Su única opción era alejarse del Adriático y dirigirse a las llanuras de Tesalia, donde el grano estaba a punto de madurar. Debían adelantarse a Pompeyo para recolectarlo o cogerlo de los silos. De ese modo, recuperarían fuerzas.
Pero tenían que hacerlo a escondidas si no querían que la caballería de Labieno hostigara a su retaguardia.
Ese mismo día, en cuanto anocheció, César ordenó a la XIII legión que partiera en completo silencio con toda la impedimenta, se dirigiera hacia el sur y no se detuviera hasta llegar a la ciudad de Apolonia. Con ella marchaban los heridos y los enfermos, tendidos en parihuelas, a lomos de mulas o cojeando apoyados en otros compañeros. Su idea era que los elementos más lentos del convoy partieran los primeros para adquirir la mayor ventaja posible sobre el enemigo.
Tres horas después, las demás unidades salieron por tres de las cuatro puertas y siguieron el mismo camino, siempre respetando la disciplina de silencio. Tan sólo la VI y la X, las legiones en quienes más confiaba, se quedaron para guardar la base.
Cuando amaneció, las trompetas tocaron diana igual que cualquier otro día. En ese momento, el propio César se puso en camino con la caballería y con las dos legiones.
Pompeyo cayó en el engaño y creyó que se marchaban todos, junto con los heridos y con la impedimenta. Por tal motivo se tomó la persecución con cierta calma, pensando que sus enemigos viajarían con lentitud. Mientras sus legiones se preparaban para la marcha, envió a Labieno con la caballería a perseguirlos.
Pero las dos legiones se desplazaban mucho más rápido de lo que Pompeyo esperaba y lograron llegar al Genuso, un río de orillas escarpadas. Allí César plantó a su propia caballería. Para reforzarla, puesto que no eran más que mil jinetes, mezcló entre ellos a cuatrocientos legionarios sin cotas de malla y con escudos ligeros. Cuando los hombres de Labieno intentaron cruzar el río y salvar la pendiente, se encontraron con un muro inexpugnable. Tras ensangrentar las aguas del Genuso con unas cuantas decenas de muertos, se dieron cuenta de que no pasarían de ese punto y se retiraron.
Allí César pudo ver al propio Labieno. Antes de volver grupas, su antiguo legado le hizo una higa con el dedo y gritó:
—¡Ya te arreglaré las cuentas, César, como hice con vuestros prisioneros!
César extrajo dos conclusiones de esa escaramuza. La primera, que la combinación de infantes mezclados entre los caballos, aunque no servía para cargar contra el adversario porque los hombres de a pie se quedaban rezagados, sí podía funcionar para detener las embestidas de los jinetes enemigos y era una buena forma de compensar su inferioridad en caballería.
La segunda, que los pompeyanos seguían sin mostrar la menor clemencia por sus hombres. Así lo daban a entender las bravatas de Labieno.
—Que sigan ejecutando a los prisioneros —les dijo César a Marco Antonio y a Saxnot, que cabalgaban a su lado—. De ese modo sus hombres sabrán que la única alternativa a la victoria es la muerte, y no la rendición.
—Ah, pero ¿no es así siempre? —preguntó Saxnot con cara de perplejidad.
Después soltó una carcajada. César se dio cuenta de que le estaba tomando el pelo. La ética guerrera de los germanos no les permite rendirse. Ésa era la teoría. En la práctica, a él se le habían rendido muchas de sus tribus. Sin ir más lejos, los usípetes, a la que pertenecía Saxnot. El truco para conseguirlo era disfrazar esa rendición de alianza de modo que el honor quedara a salvo.
De este modo, recurriendo a diversas añagazas, lograron retirarse manteniendo a Pompeyo siempre a una distancia segura. Poco después llegaron a Apolonia, donde César alojó a sus heridos y pagó a los soldados los atrasos. Pretendía llegar a Tesalia para reunirse allí con las legiones XI y XII, a las que durante el invierno había enviado a Macedonia con el legado Calvino. En teoría, lo había hecho para cortar el paso al suegro de Pompeyo, que venía desde Siria; su verdadero motivo era que le resultaba imposible dar de comer a tantos hombres juntos.
Cruzaron las montañas del Pindo con ocho cohortes menos, que César dejó como guarniciones en Apolonia y otras plazas, y por fin llegaron a la primera fortaleza de Tesalia, Eginio
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. Hasta entonces habían combatido en el Epiro y en Iliria, regiones que los griegos no consideraban parte de su país. Ahora entraban en Tesalia, que ya pertenecía a Grecia y era la patria de Jasón, el héroe que llevó a los Argonautas al mar Negro en busca del legendario vellocino de oro.
En Eginio César contempló uno de los paisajes más asombrosos que había visto en su vida. Sobre la fortaleza se levantaban unas enormes columnas de piedra caliza, grandes cilindros de paredes verticales que se alzaban más de quinientos metros sobre la llanura. Algunos lugareños decían que eran restos de las montañas que apilaron los gigantes Oto y Efialtes para asaltar el Olimpo. Cuando Apolo les disparó sus flechas, aquellas rocas inmensas cayeron de sus manos y quedaron así, clavadas junto a la llanura de Tesalia.
Allí, al pie de esos imponentes pilares, se reunieron con las legiones de Calvino, que venían en condiciones mucho mejores que las de César. Al reencontrarse con sus amigos de las unidades que habían luchado en Dirraquio, los hombres de la XI y la XII a duras penas los reconocían, tan famélicos los veían. Por suerte, los trigales empezaban a dorarse en las llanuras. Ver ondeando al viento aquellas «rubias cabelleras», como las llamaban sus soldados, los llenaba de esperanza.
En Tesalia, César se llevó una sorpresa, y no para bien. Meses antes un tal Andróstenes, presidente o hegemón de la Liga de Tesalia, le había enviado embajadores para ofrecerle su alianza. Pero cuando llegaron las noticias de su derrota en Dirraquio, Andróstenes cambió de opinión, ordenó a todas las ciudades de Tesalia que le cerraran las puertas a César y mandó emisarios a Pompeyo para pactar con él. «¡Qué pocos amigos tiene el fracaso!», se dijo César. Su causa se había vuelto tan tóxica y pestilente como el veneno de la serpiente que mordió a Filoctetes e hizo que sus camaradas lo abandonaran en una isla desierta.
La primera ciudad importante al entrar en Tesalia era Gonfi. Estaba situada al pie de las montañas. Más allá, al este, se extendía una gran llanura famosa por sus caballos. Pese a lo que les habían prometido, los habitantes de Gonfi se negaron a alojar a los hombres de César y tampoco quisieron venderles grano. Por desgracia, al trigo que estaba en las espigas todavía le faltaban algunos días para madurar y era pronto para que lo cosecharan.
Aquello fue el colmo. Después del paso de las montañas muchos de los hombres de César parecían lémures, espíritus salidos de las tumbas que a duras penas se sostenían en pie. Lo único que los espoleaba para caminar un último kilómetro era la esperanza de que por fin iban a comer en condiciones.
Por otra parte, César no podía permitir que la traición de Gonfi quedara sin castigo. Si cundía el ejemplo en el resto de Grecia, se encontraría no sólo enfrentado a un ejército superior en número, sino además rodeado en medio de un país hostil.
Era la hora nona cuando llegaron a Gonfi. Sin más dilación César envió a sus hombres al asalto con escalas, arietes y manteletes. Antes del anochecer las murallas habían caído. El primero que puso el pie en ellas fue Marco Antonio, trepando por la escala como un Aquiles reencarnado.
Por primera vez desde que cruzó el Rubicón, César permitió a las tropas que saquearan la ciudad. Aunque la conducta de Andróstenes y los consejeros de la Liga le había indignado, no tomó esa decisión llevado por la furia, sino por un cálculo frío. El saqueo sirvió para que las demás ciudades de Tesalia tomaran nota y les abrieran sus puertas. De paso, sus hombres comieron hasta hartarse —también cometieron otras tropelías, como era habitual en tales circunstancias—, y durante los días siguientes, mientras continuaban su avance por la llanura, sus ánimos y su salud mejoraron de una forma casi milagrosa.
Diez días después de la toma de Gonfi, César escribió en su diario de campaña:
«Nos encontramos acampados en la orilla norte del río Enipeo, cerca de la ciudad de Farsalia. Por una ruta distinta a la nuestra, atravesando la región occidental de Macedonia, Pompeyo ha llegado con todo su ejército y ha acampado a unos cinco kilómetros de nosotros, en la línea de montes que cierran esta llanura por el norte.
»Llevamos tres días viéndonos desde lejos, y cada mañana saco a mis legiones al llano para ofrecerle batalla. Él también despliega a las suyas, pero lo hace justo en el piedemonte, de tal manera que su tercera línea de cohortes se encuentra todavía formada en la ladera. No puede pretender que combatamos en un terreno tan desigual, corriendo cuesta arriba para cargar contra ellos. Quizá lo haría si no me hallara en inferioridad, pero su ejército duplica en número al mío.
»Cada día avanzamos un poco más, acercándonos a su campamento. Eso sube la moral de nuestras tropas, que se divierten llamando “ovejas” a los adversarios y burlándose de ellos con sonoros balidos. El terreno, en realidad, no sería malo para Pompeyo, pues una llanura como ésta es perfecta para maniobrar con la caballería. Pero él no acepta. ¿Por qué?
»Porque es muy listo el viejo zorro. La táctica que utiliza conmigo es la misma que empleó Fabio Máximo con Aníbal: seguirme de cerca, no permitir que tenga descanso, entorpecer mis vías de suministro y consumirme poco a poco por desgaste.
»Ya casi hemos agotado el grano que había en este lugar. Tenemos que marcharnos de aquí, lo cual es una lástima, porque esta llanura de Farsalia me brindaba buenos presagios. He impartido las instrucciones para que mañana al amanecer levantemos el campamento y nos dirijamos hacia el noreste.
»No sé cómo afectará eso a los hombres. La moral de un ejército es como los picos de una sierra: sube y baja alternativamente. Ahora, después de unos cuantos días comiendo pan blanco, buen queso y carne de cabrito, mis soldados se encuentran muy recuperados. Comprobar que Pompeyo no se atreve a presentarnos batalla les infló los ánimos al principio, pero empiezan a perder la paciencia, y eso es tan peligroso como...».