Esceva se dio la vuelta y volvió cojeando hacia Furio.
—Bien, optio, ¿tienes algún problema en hacer de ordenanza y ayudar a este viejo a ponerse la armadura o esos dedos de nena son demasiado delicados para la tarea?
Poco antes del relevo entre la tercera guardia y la cuarta, las cohortes que debían llevar a cabo el asalto formaron ante el pretorio. Allí los centuriones pasaron revista a sus unidades y comprobaron que todos habían metido trapos entre los gavilanes de la espada y el brocal de la funda para amortiguar los ruidos metálicos. Los soldados también habían introducido jirones de tela entre el correaje y la cota de malla y se habían cubierto los yelmos con refuerzos de mimbre, lo que les confería un aspecto un tanto ridículo, como si llevasen maceteros en lugar de cascos.
En la primera cohorte de la VI, Esceva fue un paso más allá y ordenó a los soldados que se tiznaran el rostro con palos quemados.
—¡Así no os verán en la oscuridad hasta que os tengan detrás del culo y les clavéis la mentula hasta el esófago!
Tras verificar los preparativos, los centuriones presentaron novedades a los legados y éstos a César. Sin trompetas, sin marcar el paso y en estricto silencio, las treinta y tres cohortes salieron por la puerta decumana, la más alejada del enemigo. Mientras tanto, en la pretoria se encendían antorchas para simular que los trabajos en la trinchera se reanudaban incluso antes de amanecer. Si los pompeyanos llegaban a sospechar lo que estaba ocurriendo, podrían expugnar fácilmente el campamento, pues lo defendían menos de mil hombres, sin contar con los heridos y enfermos.
César dividió sus tropas en dos alas. En la izquierda, que mandaba él en persona, iban las cohortes de la VIII y la V Alauda. En la derecha formaba la VI, seguida por la IX, que había perdido muchos soldados y prácticamente a todos los centuriones.
Por detrás del ala derecha marchaba la caballería, ochocientos germanos bajo el mando de Marco Antonio. De momento iban desmontados, pues no entrarían en acción hasta que empezaran a llegarles ruidos de combate del fuerte.
Los soldados de la centuria de Furio caminaban despacio entre los pinos que abundaban en aquel paraje, manteniendo la columna de marcha y cuidando cada uno de no perder al hombre que los precedía. Por delante de ellos avanzaba el legado Claudio Nerón con el aquilífero de la VI. Tanto el águila como el estandarte de la centuria —cuatro discos de plata rematados por un tridente— iban tapados con arpillera para evitar reflejos delatores de la luna, que bajaba ya hacia el mar. Su faz casi redonda asomaba de cuando en cuando entre las ramas, por encima del fuerte que debían asaltar. El cielo estaba casi despejado, pero durante buena parte del día había caído una llovizna que había empapado el suelo sin encenagarlo demasiado, lo que amortiguaba las pisadas.
Furio cerraba las filas de su unidad. Como optio se distinguía de los demás por el vistoso penacho de crines negras que había clavado con remaches al yelmo y que lo hacía parecer aún más alto, y también porque en lugar del pilum llevaba el astil, una vara de madera de fresno tan alta como él rematada por una bola de bronce.
La función del astil era golpear a sus propios hombres si alguno se rezagaba o intentaba abandonar las filas. Cuando entraran en combate, Furio debía vigilar que nadie huyera. Un solo soldado que se dejase vencer por el pánico e intentara escapar podía contagiar a los demás y provocar un desastre.
Durante muchos años Furio había combatido a menudo en la primera fila, ya que era de esos hombres impetuosos que se dejan poseer por el ardor del combate y no dudan en herir o matar al enemigo. Marchar detrás de la centuria suponía una novedad para él. Pensándolo en frío no le parecía mal, ya que no corría tanto peligro, y lo primero que quiere un soldado en cualquier acción de combate es regresar vivo al campamento y, a ser posible, con todos los miembros intactos.
Sin embargo, él mismo temía cómo podría reaccionar cuando empezara la lucha y le hirviese la sangre.
—Acuérdate de que debes cumplir tu papel como optio —le había aconsejado Pulquerio antes de salir—. No sueltes el astil ni te dediques a degollar enemigos con la espada si no quieres que el centurión te degüelle a ti.
—Ahora soy tu superior —gruñó Furio—. No tienes que darme órdenes tú a mí, sino yo a ti.
—No es una orden. Sólo un consejo. —Pulquerio se quedó mirando la punta del palo con el que debía tiznarse la cara y, con cara de asco, preguntó—: ¿De verdad tengo que pintarme con esta porquería?
—Claro que sí, si no quieres que tu optio te degüelle —respondió Furio con una sonrisa maliciosa. Pulquerio era un maniático de la limpieza, capaz de saltarse una comida si encontraba un pelo en su potaje. Para un personaje así no había sitio peor que el ejército. Cada vez que le tocaba servicio de letrinas, Pulquerio le pagaba un sestercio a su contubernal Rufino para que le sustituyera. Rufino, más espabilado, subcontrataba a otro soldado menos remilgado por un as y se quedaba con los tres restantes.
Aunque se paraban a menudo para reagruparse o esperar los informes de los exploradores, no tardaron mucho en ver frente a ellos las estacas de la empalizada del fuerte. Poco después llegaron ante el foso de protección. A su izquierda, a unos treinta metros, se levantaba una torre de vigilancia. Parecía estar vacía y no se vislumbraba ningún fuego cerca.
A lo lejos se empezaron a oír gritos y ruidos de pelea, y poco después sonó la aguda llamada de una trompeta.
—La juerga ya ha empezado —murmuró un soldado en la última fila. Furio le clavó la bola del astil en los riñones para exigirle silencio.
Poco a poco, la algarabía subió de volumen. Furio entrecerró los ojos, tratando de distinguir algo, pero la pared del fuerte se perdía de vista entre los árboles y las sombras de la noche.
Para evitar que, al oír el fragor del combate, los soldados acudiesen al lugar indebido, se les había explicado en términos concisos cómo actuar. El plan era sencillo: mientras el ala izquierda atacaba la puerta pretoria y montaba una algarabía de mil demonios, los de la derecha se dirigirían a la decumana y la tomarían al asalto aprovechando que, debido a la acción de sus camaradas en el otro extremo del fuerte, se hallaría menos vigilada.
Ahora, a una orden de Claudio Nerón, los hombres de la primera centuria giraron hacia la derecha para seguir la empalizada en esa dirección. El resto de las unidades marcharon tras ellos. Como ya había empezado la ofensiva, apretaron el paso para llegar cuanto antes en refuerzo de sus compañeros.
Pasó un largo rato. Por más que avanzaban, la condenada puerta decumana no aparecía. Furio calculaba que deberían haber llegado a una esquina del campamento y haberse visto obligados a girar a la izquierda. Pero aquella pared continuaba en línea recta. ¿Tan grande era el fuerte?
Furio miró atrás. Una larguísima hilera de sombras los seguía.
—¡Pero si esto es el río!
Aquel comentario vino seguido por una sarta de blasfemias que habría avergonzado incluso a un arriero. Paradójicamente, no fue Esceva quien las soltó, sino Claudio Nerón, un patricio de refinadísima estirpe.
Furio hombreó para abrirse paso entre los soldados y se acercó a la primera fila. A los pies del legado, del aquilífero y de los soldados que los acompañaban había un talud sembrado de pedruscos y raíces que descendía hasta el lecho seco de un río. El gesto de Claudio Nerón exteriorizaba una mezcla de perplejidad y rabia. Furio podía imaginarse lo que estaba pasando por su mente: había extraviado a más de seis mil hombres, defraudando la confianza que César había demostrado al concederle el mando del ala derecha.
—Nos hemos perdido —cuchicheó un soldado acercándose al oído de otro. En la oscuridad Furio no pudo ver quién era, pero muy convencido de su papel le atizó con el astil. No tan fuerte como para derribarlo, pero sí como para que se acordara un rato de su optio.
Casio Esceva se volvió hacia Furio.
—¿A qué estás esperando, optio? ¿Dónde está tu iniciativa?
—Pues... la verdad es que no lo sé, señor —respondió Furio sin saber a qué se refería el centurión.
—¡Mueve esas nalgas de bailarina y diles a las demás unidades que se detengan o nos van a tirar al río! ¡Espabila!
Furio retrocedió unos pasos y levantó el astil sobre su cabeza para hacer señas. Las siguientes centurias de la cohorte, que ya habían llegado a su altura, se frenaron y pasaron la orden hacia atrás.
—¡Ya sé lo que ha ocurrido! —dijo el legado—. Ésta es la valla que llevaba del fuerte al río, no la pared del fuerte.
—¡Pues saltemos la puta valla y busquemos ese maldito fuerte al otro lado, señor! —respondió Esceva.
Los soldados encargados de tal misión arrojaron sobre la zanja espuertas llenas de tierra, ramas y tablones. Tras improvisar un puente de este modo, cruzaron al otro lado. Después cortaron las sogas que unían los maderos de las empalizadas y, haciendo palanca con picos y barras de metal, los arrancaron del suelo para abrir una entrada y los tiraron al foso para terminar de rellenarlo. Pesaban tanto que tenían que manejarlos entre varios hombres, salvo que fueran como Esceva; el centurión sacó un tronco sin molestarse en apalancarlo, tan sólo agarrándolo con sus manos, desgajándolo del terraplén con la fuerza de sus brazos y sus piernas y llevándolo en vilo hasta la zanja.
El cielo clareaba ya y las sombras empezaban a corporeizarse en objetos concretos. La primera cohorte de la VI cruzó por la puerta recién abierta y las demás unidades la siguieron.
Al otro lado de la cerca el terreno se veía más despejado. Frente a ellos, a algo menos de mil metros, se alzaba el fuerte. «¿Cómo podemos habernos alejado tanto?», se preguntó Furio. Era el riesgo de las operaciones nocturnas. La oscuridad era una espada de dos filos: no sólo podía sorprender y desconcertar a los atacados, sino también a los atacantes.
Desde el campamento seguían llegando toques de trompeta y un griterío constante, como el batir de las olas contra un acantilado. Tras la empalizada se divisaban las llamas de pequeños incendios y también algunas flechas flamígeras que surcaban el aire.
Ahora que tenían a la vista el objetivo, los hombres de César se desplegaron en un frente más ancho. Los portaestandartes habían destapado por fin las águilas y las insignias; ya no importaba tanto la sorpresa como que cada soldado supiera dónde localizar su unidad. Sin embargo, la impaciencia y la confusión habían sembrado cierto desorden en las tropas, que avanzaban al paso ligero formando un tropel más que un verdadero ejército.
«Da igual», pensó Furio. Lo importante ahora era llegar a la puerta decumana y echarla abajo cuanto antes.
Detrás de ellos se oyó el sonido de cascos de caballo retumbando en el suelo. Por lo que les habían explicado, sólo podían ser los jinetes de Marco Antonio, que ya habían subido a lomos de sus monturas.
Debían de estar a unos doscientos metros de la fortaleza. Sobre el parapeto se advertían movimientos de lucha y carre ras precipitadas. En ese momento, Furio oyó más pisadas de cascos, relinchos y también el toque de una trompeta llamando a cargar. Lo que le desconcertó fue que aquel sonido no procedía de su retaguardia, sino del campamento enemigo, delante de ellos. ¿Acaso César había dividido las fuerzas de caballería igual que había hecho con las de infantería?
—¡Esto no me gusta nada! —jadeó Pulquerio a su lado.
—¡Vamos, tú corre! —dijo Furio, empujándolo con el astil.
Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. ¿Y si no eran sus jinetes? ¿Y si se trataba de la caballería enemiga que acudía en auxilio de los suyos desde el campamento principal de Pompeyo?
A la derecha del fuerte, en un claro entre la trinchera y el río, apareció surgida de la nada una cuña de caballería. Venían de frente hacia ellos, galopando a demasiada velocidad para ser de los suyos.
Y esa cuña no era más que la punta de lanza: detrás cabalgaban cientos, tal vez miles de jinetes.
—¡Jinetes enemigos! —gritó alguien de la cohorte.
—¡Contracarga! ¡Contracarga! —exclamó Claudio Nerón.
Conforme la orden recorrió las filas todos refrenaron su carrera. Los hombres de la primera fila plantaron los escudos en el suelo y proyectaron por encima las puntas de hierro de sus pila. Furio se quedó detrás de sus compañeros, apretando el astil con fuerza, mientras recordaba la teoría: una unidad de infantería bien cerrada puede resistir una carga de caballería, ya que los corceles la perciben como una pared y no embisten contra ella.
Por desgracia, las cohortes de la VI y la IX se habían desordenado mucho en su carrera hacia el fuerte. La propia centuria de Furio estaba bastante abierta, y había amplios huecos entre ellos y las demás unidades.
No obstante, animados o aterrorizados por los gritos de Esceva, sus hombres consiguieron congregarse a toda velocidad alrededor de su estandarte y presentaron un frente cerrado al enemigo. Mirando por encima de los hombros de sus compañeros, Furio apretó los dientes. Los jinetes de Pompeyo ya estaban casi encima de ellos.
En la punta de la cuña, junto al portaestandarte, cabalgaba un oficial con un yelmo adornado con alas al modo galo. Pero era romano, y Furio lo reconoció: Tito Labieno, antiguo lugarteniente de César y ahora jefe de la caballería de Pompeyo. Su larga barba negra, que se dejaba crecer para tapar las verrugas que le afeaban el rostro, era inconfundible.
De haber tenido un pilum tal vez se lo habría arrojado, aunque eso habría supuesto desobedecer las órdenes: tanto el legado como Esceva habían insistido en que cada hombre se aferrara a su lanza como un náufrago a un tablón y no la soltara, pues los pila eran su única esperanza de resistir la carga.
Ante aquel muro de escudos erizado de hierro, los caballos enemigos se abrieron y pasaron a ambos lados de la primera centuria como las aguas impetuosas que se separan cortadas por una roca en los rápidos de un río. Antes de alejarse de ellos, Labieno soltó una carcajada y gritó:
—¡Dale recuerdos al calvo sodomita, Claudio Nerón!
Labieno se perdió de vista, llevado por el ímpetu de la carga. Detrás de él, algunos jinetes galos se inclinaban sobre los costados de sus monturas y trataban de alcanzar a los legionarios extendiendo a modo de hoces sus largas espadas celtas. En la vanguardia de la centuria, un caballo enemigo cayó con un relincho de agonía. Esceva se había plantado delante de él y lo había destripado con su gladius.