La hija del Nilo (61 page)

Read La hija del Nilo Online

Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

BOOK: La hija del Nilo
5.41Mb size Format: txt, pdf, ePub

Aprovechando aquellos segundos de tenso silencio, César se volvió hacia Cleopatra y le hizo un gesto con la mano para que se acercara. Ella, de momento, se quedó sentada, pensando que no se apearía del trono tan fácilmente.

—Reina Cleopatra, rey Ptolomeo —dijo César—. En nombre de Roma y como garante del testamento de vuestro padre, me satisface comprobar que os habéis avenido a reuniros para arreglar vuestras diferencias.

Cleopatra se esperaba algún exabrupto de su hermano. Pero Ptolomeo tomó aire y, en un tono muy comedido para él, contestó:

—No hay diferencias que arreglar entre esa mujer y yo. Es una traidora a la que desterré por un decreto real.

—Y ese decreto establecía la pena de muerte para ella si osaba y se atrevía a regresar —puntualizó Teódoto.

—Un rey no puede deponer a otro, del mismo modo que un cónsul no puede privar del cargo a su colega —dijo César—. Por tanto, ese decreto carece de validez.

Cleopatra se preguntó qué tendrían que ver las leyes romanas con las de Egipto, pero se abstuvo de decir nada porque el argumento le convenía.

—Disiento y discrepo de ti, noble César —empezó Teódoto—. La validez de cualquier...

—Y yo te pido y te ruego que calles, sabio Teódoto —respondió César con patente sarcasmo.

El maestro de retórica se encogió y retrocedió al ver que el romano se acercaba a él. Cleopatra, que detestaba a Teódoto incluso más que a Potino, apenas pudo reprimir una sonrisa.

César se volvió hacia sus hombres e hizo un gesto con la mano. Obedeciendo aquella orden muda, uno de sus subordinados, el único del séquito que no vestía como lictor ni como soldado, se apresuró a acercarse para entregarle un tubo de cuero. César lo abrió y sacó un rollo de papiro envuelto. Después lo levantó en el aire de forma teatral y dijo:

—Éste es el testamento de Ptolomeo Filopátor, difunto rey de Alejandría y Egipto y amigo y aliado del pueblo romano. —César se volvió hacia Cleopatra—. Ahora, deseo reunirme en un sitio más privado para leérselo a sus dos hijos, Cleopatra y Ptolomeo.

—¿Quién te crees que eres, César, por muy cónsul del pueblo romano que seas? —preguntó Potino con voz aflautada.

—Tú lo has dicho, eunuco —contestó César—. Cónsul y, sobre todo, César. No quieras averiguar lo que eso significa como lo averiguaron antes hombres de verdad como Ariovisto, Vercingetórix o el mismísimo Pompeyo.

Al ver cómo Potino enrojecía de cólera pero no se atrevía a rechistar, Cleopatra contuvo las ganas de aplaudir. Cuando César le pidió por segunda vez que bajara del trono, la joven lo hizo sonriendo por dentro. «Que siga siendo prepotente —pensó—, siempre que me favorezca a mí».

67

Los tres se encerraron en el despacho llamado «sala de Dinócrates», que ella misma utilizó en la época en que su padre empezó a descuidar todo trabajo de gobierno. César les pidió que se sentaran, pero él mismo se quedó de pie. ¿Una muestra de cortesía? Cleopatra, recordando aquel consejo de Mario —«Nunca des órdenes sentado si no es sobre un caballo»—, pensó que más bien pretendía establecer una posición de supremacía manteniendo la cabeza por encima de ellos.

Fuera por ser mayor, por ser mujer o porque simplemente la prefería a ella, César le entregó el testamento a Cleopatra para que lo leyera antes que su hermano. La joven desató el lazo de púrpura de Tiro y desenrolló el papiro. En la cabecera, tras el nombre completo de su padre escrito en griego, Ptolomeo Neo Dioniso Filopátor Filadelfo, venía escrito en hierático su nombre de Horus, «el joven perfecto, amado y popular, cuyo ka distingue a las Dos Señoras con el pueblo, a quien el maravilloso Khnum alaba y recomienda para que reciba la corona como rey, el que se complace continuando las obras de su padre, el que brilla al nacer sobre el trono de su padre como Horus, el toro fuerte, el señor que ilumina Egipto como Apis viviente», más el que había recibido como rey entronizado, «el heredero del dios sabio, el escogido de Ptah, el que trae el orden de Ra, la imagen viviente de Amón», y por supuesto no faltaban sus nombres de Ra y de las Dos Señoras, las diosas Wadyet y Nekbet.

Aquel larguísimo protocolo habría bastado para convencer a Cleopatra de que no se trataba de una falsificación pergeñada por los romanos. Además, en el texto central reconoció la caligrafía temblona de los últimos años de su padre, ya que aquella parte no era obra de un escriba, sino de la propia mano de Auletes.

Es mi voluntad que a mi muerte gobiernen Alejandría y las Dos Tierras de Egipto el mayor de mis dos hijos varones, Ptolomeo Filopátor, y la mayor de mis hijas, Cleopatra Filopátor, y que lo hagan conjuntamente y en armonía como hermanos y como esposos siguiendo la larga tradición de nuestra casa.

Pongo como albaceas de este testamento al senado y al pueblo romanos, que me acogieron en momentos de tribulación y que mantienen una relación de amistad y alianza con el reino de Egipto. Por esa misma amistad y alianza, y poniendo por testigos a todos los dioses suyos y nuestros, encomiendo al senado y al pueblo romanos, y en su nombre a mis amigos Gneo Pompeyo Magno y Gayo Julio César que verifiquen el cumplimiento de mis últimas voluntades y, si es menester, tutelen a mis hijos, los antedichos Ptolomeo Filopátor y Cleopatra Filopátor.

Después venían la fecha, datada en el mes macedonio de artemisio y el egipcio de famenot, y la firma. Más abajo se añadían las rúbricas de Menecio, antecesor de Potino en el cargo de visir, del general Aquilas y de otros testigos.

Tras examinarlo, Cleopatra se lo devolvió a César, quien a su vez se lo dio a Ptolomeo. Su hermano lo leyó con los ruiditos que se le escapaban siempre al vocalizar en voz baja las líneas de texto. Obviamente, se limitó al texto griego, ya que el hierático era un arcano insondable para él. Cuando terminó, en el doble de tiempo que Cleopatra, enrolló el papiro y se lo entregó a César.

Durante un rato ninguno de los tres dijo nada. Después, César les enseñó el cetro de marfil rematado por un águila dorada.

—Éste es uno de los símbolos de mi imperium como cónsul.

—¿Imperium? —preguntó Ptolomeo.

—Significa que tengo capacidad de impartir órdenes y exigir que se cumplan en nombre de Roma. En este momento, el senado y el pueblo de Roma están aquí, encarnados en mi persona. Eso quiere decir que, según el testamento que os he enseñado, como cónsul y como amigo de vuestro padre estoy autorizado para arbitrar en vuestras disputas.

Cleopatra observó que Ptolomeo tenía los puños tan apretados que sus nudillos habían empalidecido. Conociéndolo, debía de estar haciendo un esfuerzo notable para contener su soberbia. Pero no era más que un crío de catorce años al que le bailaban el agua todas las personas de su entorno. Por primera vez en mucho tiempo se encontraba con alguien que ni le reía las gracias ni le tenía miedo alguno.

—¿Puedo preguntarte qué resolución vas a tomar, noble César? —preguntó con un hilo de voz.

«Qué típico de él», pensó Cleopatra, que se había puesto las manos delante de la boca como un tejado a dos aguas para evitar que se le escapase ninguna palabra indeseada. Su hermano era incapaz de tratar a los demás como iguales: o se creía superior y lo demostraba humillándolos de palabra y hechos, o se sentía inferior y casi sin querer se le escapaba el tono lacayuno que esperaba de los demás.

—Voy a pediros a los dos que licenciéis a vuestras tropas —respondió César.

—¿Quieres que el reino de Egipto se quede sin ejército? —preguntó Ptolomeo.

—Por supuesto que ni se me ocurriría sugerir algo así, majestad —respondió César. Si había algo de retintín en el título, Cleopatra no lo detectó—. No me refiero a las tropas regulares que defienden el país, sino a las que habéis reclutado expresamente para esta guerra y se encuentran ahora en Pelusio y Ascalón. Sería la primera muestra de buena voluntad.

Cleopatra miró de soslayo a su hermano y dijo:

—Estoy de acuerdo si lo hacemos ambos.

Ptolomeo le devolvió la mirada, entrecerrando los párpados como un cocodrilo. Por más que ante César quisiera disimular su verdadera naturaleza, con ella no conseguía camuflar el odio que albergaba su alma.

—Es natural que mi hermana esté de acuerdo —dijo—. Su ejército lo componen mercenarios que sirven al mejor postor, así que al licenciarlo se ahorrará el dinero que ha robado en Egipto.

—Ése no parece un lenguaje amistoso, majestad, ni es la mejor forma de reconciliarte con tu hermana.

—¡Pero lo que digo es verdad! —protestó Ptolomeo. Se le había escapado un tono quejumbroso más propio de un crío que de un rey. Enseguida se dio cuenta y se controló—. La única que saldría ganando con ese acuerdo sería ella.

—Mercenarios o no, todos los soldados cobran, o por lo menos comen —dijo César—. Lo sé por propia experiencia. Además, majestad, tendríamos que resolver ese asunto de los gabinianos.

—Ahora son soldados de la corona.

César acalló la objeción con un gesto. Cleopatra observaba fascinada cómo aquel hombre parecía dominar a su hermano. Quizá si alguien así hubiese sido su tutor a tiempo...

No, la naturaleza de su hermano no se podía cambiar. Ptolomeo era como el escorpión de la fábula de Esopo, que mientras cruzaba el río sobre la espalda de una rana la picó con el aguijón. «¿Por qué has hecho eso? —preguntó la rana—. Ahora ambos moriremos». «Qué le voy a hacer, soy así», fueron las últimas palabras del escorpión.

Ptolomeo podía disimular, pero sólo durante un rato. Cleopatra sabía que tarde o temprano, incluso quizá en esta misma reunión, su temperamento ponzoñoso brotaría a la luz.

—Ya trataremos la cuestión de los gabinianos en otro momento —dijo César—. Ahora quiero que ambos os comprometáis a lo que os pido. Licenciar las tropas que han sido reclutadas especialmente para esta guerra y hacer las paces.

Los ojos de César se volvieron hacia Cleopatra por primera vez en mucho rato. Por la razón que fuere, le estaba rehuyendo la mirada.

—Majestad. —Era la primera vez que la llamaba así—. ¿Estás de acuerdo con lo que digo?

—Ya he dicho que sí —respondió Cleopatra en tono impaciente—. Si mi hermano licencia sus tropas, yo haré lo mismo.

—El compromiso que pido tiene dos partes. ¿Harás las paces con tu hermano?

—No fui yo quien firmó un decreto desterrándolo a él.

—Ese decreto será derogado —dijo César, mirando de nuevo a Ptolomeo.

—Lo derogaré.

—Tendrás que hacerlo antes de salir de esta sala. El decreto tendrá fecha de hoy y vigencia inmediata.

Cleopatra observó fascinada los puños de su hermano. Por la fuerza con que los apretaba, las uñas debían estar haciéndole sangre en las palmas. Pero Ptolomeo logró contener su ira y dijo:

—Así será. Estoy dispuesto a lo que sea por reconciliarme con mi hermana y cumplir la voluntad de nuestro padre. —Ptolomeo miró a Cleopatra con un rictus que pretendía parecerse a una sonrisa. La luz que entraba por la ventana arrancó un destello al puente de oro de su diente falso—. Lo que sea.

Cleopatra se mordió la punta de la lengua. Literalmente, hasta hacerse daño. No pensaba contarle a César que se había salvado de que Ptolomeo la violara gracias a la intervención de Apolodoro. Si su hermano estaba encubriendo el odio que sentía, bien podía ella hacer lo mismo. Recordó la cantinela de Iras: «Debes ser más intrigante».

—Yo también estoy dispuesta a reconciliarme con mi hermano —dijo.

—¡Perfecto! —exclamó César, dando una palmada—. Entonces que vengan los escribas.

—Con una salvedad. Yo no estoy dispuesta a «lo que sea» —prosiguió Cleopatra, clavando los ojos en Ptolomeo—. Compartiré el trono con mi hermano y seré su consorte en los rituales que lo exigen, tal como hice en vida de nuestro padre.

—Me alegra ver que te muestras razonable, majestad —dijo César.

—Pero no compartiré su lecho. Nunca. Sólo habrá reconciliación si esa condición queda clara: no me acostaré con él.

Ptolomeo hizo un gesto de desdén.

—Si crees que sueño por las noches en hacer el amor contigo, te equivocas de medio a medio. ¡Renuncio a eso gustoso!

«En lo que sueñas es en violarme y torturarme. Seguro que Arsínoe te está entregando todo lo que yo me niego a darte», pensó Cleopatra, y dijo en voz alta:

—Debes renunciar por escrito.

Ptolomeo levantó las cejas en un gesto casi histriónico.

—¿Quieres que publiquemos un decreto para contar a nuestros súbditos que no vamos a copular?

—Quiero que firmes un documento comprometiéndote a no ponerme jamás un dedo encima, ni siquiera rozarme, y que dicho escrito quede en poder de César.

Ptolomeo se volvió hacia César con cara de virgen escandalizada.

—¿Ves cómo me aborrece? Yo hago todo lo que puedo para que nos llevemos bien, pero ella me odia.

—Los sentimientos personales no son relevantes en este momento —dijo César. Cleopatra observó que su rostro se veía más pálido que antes, como si aquella cuestión lo afectara de algún modo. El romano añadió—: Acepto servir de testigo público de vuestra reconciliación, y también seré testigo privado del compromiso que sugiere la reina Cleopatra.

«Parece que él también prefiere que no me acueste con mi hermano», pensó Cleopatra al estudiar su actitud. Pero no podía estar segura de si estaba viendo lo que en realidad sucedía o lo que ella misma quería ver. Le habría venido de perlas Sosígenes con sus dotes de observador.

César abrió la puerta para reclamar la presencia del visir Potino más dos escribas y cuatro testigos. Cleopatra se relajó un poco en la silla. Llevaba un rato tan tensa que la espalda y la nuca le dolían como si la hubieran golpeado con un palo.

Cuando una hora después le presentaron dos documentos por duplicado para que los firmara, lo hizo sin titubear. Como estrategia, no tenía la menor intención de gobernar con su hermano; pero como táctica inmediata le convenía ceder. Era ella la desterrada, la que se había plantado en palacio dentro de un saco de cuero y acompañada tan sólo por Apolodoro. Salir del despacho convertida de nuevo en reina suponía un gran avance, aunque por el momento se viese obligada a compartir el salón del trono con Ptolomeo.

—Me alegro de que todo haya sido tan fácil. Siempre es un placer negociar con personas razonables —dijo César, guardándose los cuatro papiros ya lacrados. Después, mirando a Potino con gesto serio, añadió—: Ahora, noble visir del reino, me gustaría tratar contigo cierto asunto con el que no me gustaría molestar a los reyes.

Other books

The Invisible Circus by Jennifer Egan
Voyage of the Snake Lady by Theresa Tomlinson
Acquainted with the Night by Lynne Sharon Schwartz
Three Strikes and You're Dead by Jessica Fletcher
The Catswold Portal by Shirley Rousseau Murphy
Warrior of the West by M. K. Hume
El Día Del Juicio Mortal by Charlaine Harris