—El pescado siempre me ha parecido un manjar exquisito.
—Y a mí. Hasta ahora. Después de día y medio rodeada de peces muertos, mi concepto sobre él tardará en volver a ser el mismo.
César soltó una breve carcajada y se retrepó en el asiento.
—¿Ocurre algo, César?
—Nada. Simplemente que Sosígenes tiene razón. Resulta agradable conversar contigo. Y en un lugar como éste, y perdona la crítica a tu palacio, es difícil encontrar a alguien con quien charlar sin tener la impresión de que te va a apuñalar en cuanto te des la vuelta o incluso antes.
—Conozco esa sensación, César. Pero Sosígenes también te habrá dicho que me gusta ir al grano. Estoy deseando que me bañen y restrieguen durante dos horas hasta que se me vaya este olor insoportable. Sin embargo, antes necesitaba hablar contigo.
—¿Por qué tanta premura?
—Porque ni siquiera me encuentro a salvo en mi propia morada. No puedo entrar en mis aposentos, ya que no confío en los guardias, ni tampoco en las criadas de palacio. Las únicas sirvientas de las que me fío se han quedado en el monte Casio, pues me parecía inútil que arriesgaran su vida conmigo.
—Entiendo. Desde este momento, tu seguridad está garantizada. Yo respondo de ella.
César se levantó, cogió una campanilla de plata y la sacudió. Segundos después la puerta se abrió y entró uno de aquellos guardias tan peculiares armado con un hacha rodeada de ramas pintadas de rojo.
—Señor...
César se levantó y dijo:
—Haz que venga el oficial que esté de guardia en la puerta exterior.
El hombre asintió con la cabeza y salió. César volvió a sentarse con la mano en la barbilla, pensativo.
—Es curioso —dijo Cleopatra.
—¿El qué?
—Te has levantado para dirigirte a tu hombre y luego te has vuelto a sentar.
—¿Ah, sí? Casi no me he dado cuenta. Llevo demasiado tiempo de guerra en guerra.
—¿Qué relación hay entre una cosa y otra? —Era evidente que César poseía ascendiente entre los suyos. Cleopatra quería saber por qué, conocer sus secretos.
—Como cónsul suelo juzgar y presidir sentado. Como general sigo una norma que le escuché a mi tío Mario. Por aquella época se había vuelto medio loco y cometía todo tipo de atrocidades, pero cuando hablaba del ejército yo procuraba abrir bien los oídos. «Nunca des una orden estando sentado a no ser que sea encima de un caballo», me dijo.
—¿Por qué?
—No me lo explicó, pero luego comprobé que funcionaba. Es una cuestión de posición, energía y altura. —Los ojos de César la midieron de arriba abajo en una fracción de segundo, y se apresuró a añadir—: Pero lo que se aplica a un general no tiene por qué servir para una reina.
—¿Te dio algún otro consejo interesante tu tío Mario?
—¡Docenas! No te quiero aburrir con ellos.
—¿Porque mi linda cabecita no debería preocuparse con los asuntos de la guerra?
—¿Es eso lo que te decían tus consejeros?
—Sí. ¿Cómo lo has adivinado?
César sonrió. Cleopatra se dio cuenta de que le insinuaban dos hoyuelos en las mejillas que lo hacían parecer un chiquillo travieso. ¿Cómo había podido pensar que tenía sesenta años? Serían cincuenta como mucho, y por su aspecto daba la impresión de que todavía podría vivir tres o cuatro décadas más.
—Una intuición, supongo —respondió César.
«No, intuición no», pensó Cleopatra. Aquel hombre era muy perceptivo, como Sosígenes. La diferencia era que éste no habría resistido la tentación de demostrarlo explicándole: «Por la rapidez con que has saltado y la forma en que has levantado tu regia nariz, es evidente que estás convencida de que los militares te desdeñan por ser mujer, y que eso te hiere». César, en cambio, se había callado.
—Buena intuición —dijo Cleopatra—. ¿Y esos consejos de tu tío? Los estoy esperando.
—Otra cosa que me dijo de ti Sosígenes es que absorbes conocimientos como una esponja absorbe agua. Espero que el símil no te parezca poco apropiado para una reina.
—No lo encuentro particularmente ofensivo.
Se oyeron pasos claveteados que se acercaban a la puerta. César se levantó de nuevo.
—Antes de que nos interrumpan, te regalaré dos máximas del gran Mario, y sin pedirte nada a cambio.
—¡Gracias, noble César!
—La primera: «El comandante debe tener claro que su función y su razón de ser es mandar».
—Eso es una tautología.
—Lo parece, pero dedica un poco de tiempo a pensar en ella.
En ese momento volvieron a llamar a la puerta. Cuando César dijo «Adelante», entró en la estancia un hombre armado que debía de ser el oficial de la guardia al que se refería. Era tan alto como su general y tenía los brazos muy largos y musculosos. Al entrar se quitó el yelmo, lo acomodó en la sangría del codo derecho y dio un taconazo que hizo tintinear los anillos de su cota de malla. Los dos soldados que venían tras él hicieron lo mismo. Uno de ellos llamó la atención de Cleopatra porque todo su equipo brillaba como si fuera de plata pulida.
—Se presenta el optio Tito Furio con los soldados Tiberio Rufino y Gayo Pulquerio.
—Descanso, Furio. —El oficial adoptó una postura más relajada—. Cuando salgas, despierta al oficial de la tercera guardia para que te releve. Tú y tus hombres estáis desde ahora a disposición de la reina Cleopatra. Obedeced sus órdenes.
Cleopatra observó con satisfacción el pequeño respingo que dieron los militares romanos al enterarse de que aquella joven vestida como una criada era una reina. También le agradó que César no precisara instrucciones como «Escoltad la hasta sus habitaciones» o «Montad guardia en su puerta», sino que lo dejara todo en manos de ella, respetando su autoridad. Sin esperar más, se levantó y se dispuso a salir de la sala, segura de que el oficial y sus soldados la seguirían.
—¡Cleopatra!
Se dio la vuelta al oír la voz de César. El general dijo:
—Te debo una segunda máxima y es ésta: «En caso de duda, ataca».
—Gracias, César. Muy interesante. Ahora, como tu anfitriona, te deseo buenas noches.
—Cosa que te agradezco —respondió César con una sonrisa irónica.
«En caso de duda, ataca», recordó Cleopatra mientras recorría el pasillo. Y vaya que si iba a atacar. En cuanto pudiera, mandaría un mensaje para ordenar a su ejército que levantara el campamento y regresara a Ascalón. Si jugaba bien sus bazas, sospechaba que no lo iba a necesitar. Como mujer, sabía que había agradado a César, y también cómo podía mejorar aún más esa primera impresión.
Sobre todo, conocía la impresión que recibiría César en cuanto conociera a su hermano Ptolomeo. Iba a ser definitiva y devastadora.
Tras varios días aguardando noticias de los herederos de Auletes, a César le sorprendió que en la misma noche lo hubieran citado para una audiencia con el varón y poco después hubiese conocido a la mujer.
La audacia de Cleopatra lo había asombrado en extremo. Según los informadores de César, la reina había reclutado un ejército de entre cinco y ocho mil hombres. A cambio, su hermano tenía veinte mil, poseía recursos para movilizar muchos más y conservaba en su poder Pelusio, la plaza que otorgaba el acceso a Egipto. Era obvio que Cleopatra se hallaba en desventaja. Pero en una situación desesperada había sabido recurrir a dos elementos primordiales en el arte de la guerra, los predilectos de César: la anticipación y la sorpresa.
Cuando la joven se marchó a retomar posesión de sus aposentos, César se acostó por fin. Sin embargo, sus ojos se negaban a cerrarse. Mientras la llama de la vela creaba escaramuzas de luces y sombras que se libraban entre los artesones del techo, su mente revivía una y otra vez las imágenes y las conversaciones de aquella noche.
No le quedaba otro remedio que reconocerlo: Cleopatra le atraía. No podía ser más distinta de la imagen que se había forjado de ella como una hembra más de la estirpe corrupta de los Ptolomeos, caprichosa y cruel, de carnes abundantes y mórbidas y nariz de buitre.
¡Condenada muchacha! Lo último que le hacía falta ahora a César era perder el tiempo ensoñando unos ojos de mujer, por muy sugerentes que fuesen.
Desde el inicio de la guerra civil César había mantenido relaciones sexuales de forma muy esporádica. Así debía ser: aunque en el Olimpo Marte y Venus compartieran lecho engañando a Vulcano, abajo en la tierra resultaban incompatibles. Durante sus dos breves estancias en Roma, César cumplió en sendas ocasiones su débito conyugal con Calpurnia, un placer un tanto insulso que le exigía pocas energías físicas y ningún recurso mental. Además de eso, en Lesbos se acostó con Andrónice, una bellísima cortesana cuyo nombre, «vencedora de varones», se ajustaba a ella como un guante, ya que la mitad de los hombres ricos de la isla estaban locos por ella.
El rato con Andrónice había sido agradable. Era divertida, ocurrente, hacía cosas en la cama que a la sosa Calpurnia ni se le habrían pasado por la cabeza y, cuando consultaba la hora en la clepsidra que tenía sobre la mesilla, procuraba que fuese con sutil disimulo. No obstante, se percibía algo de falso y artificioso en ella que impidió a César entregarse del todo al placer. A decir verdad, eso siempre ocurría con las cortesanas. Los hombres que se encaprichaban de ellas —y no eran pocos: Pompeyo mismo mantuvo en su juventud un romance con la famosa Flora, aunque al final entró en razón y se la cedió a su amigo Geminio— acababan convertidos en juguetes de sus antojos y se dejaban a sí mismos en ridículo delante de sus amigos y de su familia.
Según los ejemplos de la historia y del mito, incluso los hombres más poderosos acababan sucumbiendo a los encantos de alguna mujer. Aquiles se enamoró de Pentesilea en el mismo instante en que la mataba, Hércules se convirtió en esclavo de la antojadiza Onfale y Alejandro se encandiló por los ojos negros de Roxana. Pero César se sentía especial incluso en ese aspecto. Aunque se había acostado con más mujeres de las que podía recordar, jamás había permitido que la locura de Cupido tomase las riendas de sus actos. Las señales del enamoramiento —palpitaciones, langor, palidez, pérdida del apetito, tristeza y alegría extremas que se alternaban sin razón aparente— las conocía por poemas y canciones, no por propia experiencia. Quizá se debía a que las mujeres que le interesaban nunca llegaban a resistírsele el tiempo suficiente como para que se prendara por ellas.
«Qué estupidez, no me he enamorado de Cleopatra», se refutó a sí mismo. Pero sus pensamientos se empeñaban en contradecirlo y retornaban a ella una y otra vez.
Al recapacitar sobre su breve entrevista, César no sabría asegurar si la habría podido describir como agradable o interesante. Para ser exactos, en ella habían intercambiado más silencios que palabras y más pullas que cumplidos. Sin embargo, se sentía impaciente por volver a ver a la joven. Eso era justamente lo que más le preocupaba, pues según los estudiosos de tales cuestiones la clave del amor estribaba en el anhelo de pasar más tiempo con una persona y en la nostalgia que su ausencia despertaba.
Pero ¿cómo iba a sentirse nostálgico por alguien que acababa de conocer? «Simplemente me ha resultado interesante», alegó en aquel pleito interior. Llevaba demasiado tiempo viendo las mismas caras, escuchando idénticas expresiones cuartelarias de boca de los Escevas, los Saxnotos o los Furios y soportando la cháchara clasista y aburrida de los Claudios Nerones.
De eso se trataba, concluyó triunfante: ¡necesitaba estímulos intelectuales! Por eso le atraía Cleopatra, pero no era la única persona a la que había conocido aquel día y deseaba volver a encontrarse. Le ocurría algo parecido con Sosígenes. Ambos compartían ciertos rasgos. Eran inteligentes y mordaces, la presencia de César no les imponía temor y delante de él manifestaban abiertamente sus opiniones.
Sumido o más bien perdido en el laberinto de sus propias elucubraciones, tardó tanto en dormirse que, al igual que le había ocurrido antes de la batalla de Farsalia, lo despertó la trompeta que tocaba diana. Cuando se incorporó en la cama, Menéstor ya estaba abriendo las pesadas cortinas.
—¡Buenos días, señor! Hace una mañana espléndida.
Como siempre, pensó César incorporándose. En Alejandría las nubes eran tan escasas como el sol en Britania.
Las ventanas de la alcoba tenían cristales emplomados, un lujo extendido desde Palestina que había llegado también a Roma. Incluso su esposa Calpurnia las había instalado en el tablinum para darle una sorpresa. Aquellas hojas transparentes permitían que pasara la luz sin las molestias del frío en invierno, los mosquitos en verano o el ajetreo de la calle en cualquier estación. A pesar de todo, ahora César le pidió a Menéstor que las abriera para ventilar la alcoba, pues era la hora en que el aire se notaba más fresco.
Tras visitar la letrina, que tenía asiento de mármol verde y un depósito que descargaba agua tirando de una anilla de bronce, César se sentó junto a la ventana para su afeitado matinal. Llevado por un impulso, le dijo a Menéstor:
—Córtame también el pelo.
El liberto tomó entre los dedos unos cuantos cabellos de sus sienes y dijo con aire crítico:
—Sí, están un poco largos. Te recortaré por los lados.
—También por arriba.
—Se te va a ver la calva, señor.
—La calva ya se me ve hace tiempo. ¿Crees que no he oído todos los chistes? «¡Alejandrinos, encerrad a vuestros maridos, que viene el conquistador Cabeza de Calabaza!». Eso cuando no comparan directamente mi cabeza con el glande de Príapo.
—Si tú lo dices, señor...
—Yo lo digo. Déjame medio dedo de longitud como mucho.
Cuando Menéstor terminó, le ofreció un espejo para que se mirara.
—La verdad es que estoy más calvo de lo que creía —reconoció César, observando cómo su frente se confundía con su cráneo.
—Ya te lo dije, señor —dijo Menéstor, y añadió con cierta zumba—: Podemos buscarte una peluca. Aquí las fabrican de todas las longitudes y colores.
César se imaginó con un postizo al estilo del eunuco Potino y reprimió un escalofrío.
—Ni hablar. Ayúdame a vestirme. Tengo que organizar muchas cosas antes de la audiencia con el rey.
Apenas había salido al patio donde solía reunirse con sus mandos por las mañanas cuando llegó un criado con un mensaje. Se convocaba a César a una audiencia con el rey no a la hora cuarta, sino en ese mismo instante.
—Ese jovenzuelo ha hecho esto para pillarme por sorpresa —les dijo a sus legados.