—Los jóvenes os lanzáis al ataque sin valorar los peligros, como cachorros de león.
Los mayores observamos y estudiamos las posibilidades que tenemos para vencer al enemigo, por eso llegamos a viejos.
El suave reproche de Al-Mushafi a su hijo distendió un tanto a los convocados; la arrogancia del Hachib se desmoronaba y los allí reunidos entendieron la importancia de su presencia en los tiempos venideros.
—Tenemos tropas suficientes para aplastar a esos bastardos de un golpe. Antes del amanecer las cabezas de los díscolos eunucos adornarán las almenas del Alcázar —el rostro de Hisham ibn Utman se transfiguró con la bravata.
—Hisham, ¿has pensado en las fuerzas de su lado? ¿En cuántos son los implicados en la ciudad? ¿Crees que dos hombres encerrados en una habitación con un cadáver son capaces de asestar un golpe de tanta envergadura? —las palabras de Ziyad se clavaron en el alma de Hisham como una daga envenenada.
—Señores, no tenemos toda la noche para discutir. Nuestra actuación debe ser rápida y contundente. El tiempo corre y es a ellos a quien favorece. Estamos desinformados, no sabemos quiénes son los hombres importantes que les apoyan en la ciudad, ni cómo piensan conseguir su éxito. Faiq Al-Nizami es un hombre experimentado, de gran perspectiva, como
Sabih Al-Burud
, jefe de la Casa de Correos, tiene un ejército de espías, de informadores, conoce cuanto ocurre en el califato.
Debemos suponer que llevará meses tejiendo una inmensa red y los hombres convencidos estarán bien pertrechados en sus puestos —la lógica de Hudayr cayó como una pesada losa sobre el salón.
—Según mis cálculos, pueden contar con varios millares de hombres armados en estos momentos. Es imposible tomar el Alcázar esta noche y en varios días. Nosotros disponemos de los soldados del reemplazo, de los de Hisham y los beréberes de Abi Amir en Córdoba y podríamos traer a los que tiene Ziyad en Medina Al-Zahra, pero provocaríamos una algarada de tales dimensiones que Córdoba se convertiría en un lago de sangre. —La intervención de Qasim, el mayor de los Tumlus, atrajo la atención de los presentes. Había valorado la posibilidad de cercar el Alcázar y reducir a los eunucos y se había encontrado con la crudeza de la realidad. La fortaleza era inexpugnable, impensable realizar una intervención rápida.
—Con el ejército en pie de guerra, rodeando el Alcázar, parada la actividad comercial e industrial, el pueblo en la calle asustado y los hombres de Faiq Al-Nizami atizando las brasas de los descontentos, la confusión y el desorden agravarán la situación y los resultados pueden ser imprevisibles. Se enfrentarán los remisos a tener un niño por califa contra los que quieren mantener en pie el juramento de fidelidad. Los disconformes, que siempre estuvieron en contra de Al-Hakam II, se unirán a los eunucos aunque les odien, los marginados tomarán el mercado como suyo, cada cual buscará su provecho en el conflicto y la ciudad estallará en una revuelta ingobernable. En menos de una semana, el caos se habrá extendido a todo el califato y los gobernadores, los ricos hombres, las tribus de yemeníes, egipcios, sirios, iraníes, iraquíes, tomarán el partido que más les convenga y los enfrentamientos se generalizarán sin freno. Faiq Al-Nizami, para tomar una decisión tan arriesgada, habrá pulsado las conciencias y la proclamación de un descendiente directo de Abd Al-Rahman III como califa ha debido ser la opinión de la gran mayoría —dijo Al-Malik ibn Mundir con voz afectada.
—Al-Malik, el problema no es el niño. Es el valido que se arrogue con el poder. El pueblo teme un califa encubierto, un extraño como imán. Estamos expuestos a contaminarnos con desviaciones de libres pensadores. Somos el espejo donde se miran los creyentes. La envidia, por prosperidad y orden. Sin embargo, hemos dado cabida a los oportunistas del Islam. Los ciudadanos tienen miedo a perder el progreso que disfrutan, su vida cómoda. Pavor a caer en manos del fatimí de Egipto que no ceja en su porfía de espiarnos y mandarnos serpientes para acabar con la dinastía más lucida de los mundos. Ese es el temor que nos amenaza. Nuestro deber es evitar apartarnos de la tradición y como campeones de la Suna, el rito instituido por Al-Malik ibn Anas, seguir la línea sucesoria y continuar con el espíritu de Al-Hakam II. ¡Que Dios se haya honrado con su presencia! Reconozcamos a su hijo como sucesor y los hombres a su alrededor serán los feroces defensores de la ortodoxia para obtener la gracia, el bienestar y la prosperidad. Los cordobeses no quieren a esos emasculados, eslavos del demonio traídos para servirnos. Infieles educados en nuestras costumbres, en nuestra lengua que proclaman a voz en grito:
¡Allah es el único Dios y Mahoma su Profeta! Confío en Dios y en su omnímodo poder pero recelo de los conversos como verdaderos musulmanes. Hemos de acabar esta noche de una vez con esas sanguijuelas privilegiadas —la intransigencia de Ishaq ibn Ibrahin ibn Masarra tronó demoledora como el fuego prometido de los infiernos.
—Estamos de acuerdo contigo, Ishaq. Debemos defender el Islam. Pero ahora hemos de tomar una determinación inmediata para anular a esos perros eunucos y hacernos con el poder para mañana proclamar califa a Hisham, cumplir con los deseos de su padre y con el juramento que hicimos en solemnidad ante su persona.
Ese es nuestro objetivo y no otro —Al-Salim pidió cálamo, tinta y papel y se dispuso a redactar el acta del juramento.
—Dios es testigo y sabedor del amor profesado durante mi vida a los Banu Omeya. Uno de los días más tristes de mi existencia fue aquel en que Abd Al-Rahman III mandó matar a su hijo Abd Allah, acusado de conspiración. Un muchacho recto, estudioso, adornado con la virtud de la piedad. ¡Demoníacas lenguas le indujeron a contradecir los deseos de su padre! ¡Insensatos le empujaron a encabezar una conjura para proclamarse heredero y sucesor en vez de su hermano Al-Hakam, como había dispuesto Abd Al-Rahman III! ¡Aún mi corazón sangra por aquella herida! Guardé mi dolor y acepté la ejecución como un acto justo. Hoy nos enfrentamos a un problema semejante. ¡La muerte es la solución como lo fue entonces! Si mañana Yawdar y Faiq Al-Nizami no tienen un candidato a quien nombrar califa se habrá acabado la conjura. Con una sola muerte evitaremos la guerra civil, el volver a tiempos pretéritos donde cada señor se atribuía el derecho a gobernar a costa de la sangre inocente de los súbditos. ¡Allah el Clemente, el Justo, el Misericordioso, nos demandará por nuestros hechos, nuestros errores y aciertos! A los ojos de Dios no es grato el derramamiento de sangre entre hermanos, entre padres e hijos, entre los que profesan la verdadera religión que predicó el Profeta.
Nuestro deber es eludir años de desgracias por una decisión equivocada. ¡Oh Dios Justiciero! Tú apruebas el sacrificio de un solo hombre para prevenir una guerra intestina que se cobrará la vida de miles de inocentes. ¡Ahí tenéis la solución!
¡Ejecutadla! ¡Que Dios se apiade de quien tenga la desgracia de cometer el crimen! ¡Él sabe que es en beneficio de la colectividad islámica! —las palabras del viejo Jalid fueron truenos de horrísona tormenta. Cayeron como rayos y cada cual, dentro de sí mismo, buscó el refugio seguro. Todos vieron la solución, pero nadie estaba dispuesto a cargar con la responsabilidad.
Se extendió un pesado silencio en el lujoso salón del palacio del Visir. La inesperada muerte de Al-Hakam II, la noticia de la conjura de los eunucos y la drástica opinión del viejo Jalid se convirtieron en un brebaje de difícil digestión. Las primeras manifestaciones espontáneas desaparecieron entre las volutas de humo de los braseros y cada cual se refugió en sí mismo en previsión de las actuaciones de los otros, valorando salvaguardar sus intereses.
A una señal de Hafsum, secretario y médico personal de Al-Mushafi, unos esclavos despabilaron las lámparas y otros sirvieron infusiones y pastelillos. La reunión, como intuía el Hachib, se prolongaría y se alargarían los debates. Los sirvientes se retiraron presurosos y el denso silencio volvió de nuevo; se podía cortar con una daga. Al-Mushafi recorrió con la mirada cada rostro en una clara invitación a intervenir, pero ninguno de los reunidos se dio por aludido.
—Jalid nos ha puntado una solución. Por su boca ha hablado la experiencia. Nos ha señalado un sendero, por el cual debemos adentrarnos y cumplir como corresponde. La historia de nuestro pueblo nos recuerda que no somos los primeros en conducirnos del modo que se nos indica y cumplir como se nos ha aconsejado. El destino, a quien nadie distorsiona, nos ha elegido y nos impone el ineludible compromiso de resolver esta situación. La traición se castiga con la muerte. Nos lo exigen nuestras conciencias y el juramento que hicimos a nuestro señor Al-Hakam II.
¡Que Dios esté satisfecho de él! —la voz afectada del Hachib recorrió el salón en busca de una aprobación unánime.
—El Hachib habla con la sabiduría de un hombre justo. Pero nos aleja de los responsables y culpables del delito. Nos habla de la eliminación de un hombre y no de los auténticos conspiradores. Nos propone la ejecución de uno de los príncipes de la casa de los Banu Omeya, un hijo de Abd Al-Rahman III, el hermano predilecto de Al-Hakam II, como último y definitivo remedio para terminar con la confabulación que nos anuncia contra el califato. Pues bien, matémosle. ¡Hay tantos príncipes de la misma familia! Ahora bien, ¿habremos acabado con el complot? Cuando la noticia sea pública y visires, gobernadores, los sabios, los grandes comerciantes, y el pueblo pregunten las causas del crimen, por el asesino o asesinos, por los instigadores y reclamen el esclarecimiento y la detención del culpable o culpables ¿qué responderemos si los verdaderos artífices del delito siguen en sus puestos?
El argumento de ibn Nasr hizo estremecer al Hachib que, aunque intentó disimular, le traicionaron las ascuas de sus ojos.
—Un crimen así no puede ampararse en la impunidad. Nuestro compromiso es encontrar al asesino, juzgarle, condenarle y castigarle con arreglo a la ley —dijo Muhammad impulsivo, recordando su cargo de prefecto de la ciudad ante el estupor de su padre y continuó ufano auspiciado por el mutismo de los demás—. De otro modo, este enredo puede resolverse con una estrategia adecuada. En las cárceles hay facinerosos a quienes se les puede encargar que decapiten al príncipe Al-Mugira.
—¿Cómo les pagarías? —la pregunta salió de los labios de Al-Malik como una saeta envenenada.
—Una generosa recompensa hace milagros —respondió airado Muhammad.
—Sería poner nuestras cabezas en manos de un vil asesino. Intenta otro modo más convincente —objetó Hudayr.
—¿Creéis que sería tan insensato de permitirle vivir después de cometido el crimen? Le esperaríamos a la salida del palacio del Príncipe y allí mismo le ajusticiaríamos. Lo presentaríamos como un robo y un asesinato. Un delito vulgar de cualquier bandido.
Un rumor de desaprobación se elevó entre los reunidos, algunos incluso no se guardaron de esbozar una sonrisa de desprecio hacia el frívolo y atildado hijo del Hachib.
—Nos encontramos con una situación delicada. Un golpe de estado. Poner el futuro del califato y nuestras vidas en manos de un desalmado e incurrir en nuevas muertes innecesarias con testigos que no podríamos silenciar es sumamente arriesgado —dijo Hisham ibn Utman e hizo un gesto despectivo con la mano a su primo que enrojeció bajo la fiera mirada de su padre.
—Hisham, en tu destacamento tienes hombres con agallas sobradas para ese trabajo. Hazles creer que se trata de un encargo de tu tío el Hachib y aceptarán. Si además prometes una fuerte cantidad de dinero y un grupo de diez o quince soldados, asaltarán la residencia de Al-Mugira y nos traerán su cabeza en una pica.
Hisham ibn Utman se volvió como si le hubiera picado una víbora. Las palabras de Ahmad ibn Tumlus le hirieron en el vivo del alma. La disparidad de caracteres y la petulancia del sobrino del Hachib les tenían enfrentados y el tiempo, en vez de limar asperezas, las afilaba como la piedra de amolar lo hace con el acero.
—Ahmad, entre tus tropas tienes hombres de las mismas características. ¿Por qué no te pones tú al frente de un grupo y zanjamos la cuestión? —dijo Hisham con los ojos puestos en los de su tío en busca de beneplácito.
En los labios de Ahmad se dibujó un gesto irónico y omitió la respuesta con displicente desdén.
—Hombres de armas, valientes generales, os lanzáis injurias y os excusáis de llevar a cabo una acción tan simple como estrangular a un joven de veintisiete años sin otra destreza en la vida que los juegos. ¡Horror, un inexperto y feble muchacho os infunde el miedo de un león! —Hudayr, que había sufrido repetidos desprecios por parte de Hisham ibn Utman y alguna que otra insinuación hiriente de Ahmad, con motivo de su escasa participación en las campañas militares, estimó oportuno tomarse un pequeño desquite y lanzar un dardo contra los dos contendientes. En cambio, ellos ni se molestaron ni se dieron por enterados.
En la corte a Hudayr se le tenía por un hombre pacífico, preocupado por la prosperidad económica y carente de genio militar, ahora bien, su elevada fortuna y pertenecer a una de las antiguas familias árabes hacían que fuera considerado uno de los pilares de la administración califal.
Al-Mushafi giró la cabeza hacia Hudayr y ambos sostuvieron las miradas. El Hachib parecía decir: “¿Cómo te convenceré para que secundes mi postura? Sé de tu amistad con Al-Mugira, de tu elevado concepto del honor e intuyo que la muerte de un amigo con quien has compartido el pan y la sal te horroriza”. Hudayr con los ojos limpios, decía: “Tu información es incompleta. No se puede condenar a un hombre por estar en lengua de otros. Al-Mugira está tranquilo en su casa, ignorante incluso de la muerte de su hermano. ¿Cómo sabes si es partícipe o no en la conjura de los eunucos?”.
—En un complot de estado es lícito cualquier medio para abortarlo y restablecer el orden. Se aplasta como se hace con un gusano. Si Al-Mugira es culpable y la solución pasa por deshacernos de él, hagámoslo de una vez. Habremos cumplido con nuestro juramento y con Al-Hakam II. Mañana tendremos a Hisham como nuevo califa —Ziyad habló fuerte y atrajo la atención con más curiosidad que aceptación.
Por el salón había volado el pájaro negro de la desconfianza y había dejado las plumas esparcidas por doquier. ¿Por qué el Hachib no ejerce como regente y ordena lo que estime conveniente? ¿Tomará represalias después contra quien perpetre el crimen para lavar su culpa? Estas y otras preguntas parecidas rondaban por las cabezas de los reunidos.