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Authors: Juan Kresdez

Tags: #Histórico, Intriga

La conjura de Córdoba (2 page)

BOOK: La conjura de Córdoba
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Al-Mushafi negó con un gesto y siguió con los ojos fijos en los de su interlocutor.

—Dios habrá optado por encaminar sus pasos en otra dirección. Los informes que nos ha transmitido son muy esperanzadores. Ha comprobado las constantes vitales, las pupilas de los ojos, los humores y ha presenciado el desayuno de nuestro Señor.

Ha observado por sí mismo el buen apetito y las ganas de mejorar del enfermo.

Satisfecho, ha emitido un diagnóstico que nos ha llenado de alegría y ha terminado con esta frase: «Si la mejoría continúa sin interrupción, dentro de unos días podrá recibir alguna visita. Corta, para no cansarle».

—¡Alabado sea el Todopoderoso en su misericordia!

Al-Mushafi no tenía otro comentario ni ganas de continuar la conversación. Se despidió y se encaminó a su despacho en el gran pabellón de la Puerta Al-Sudda. En ausencia del Califa, todas las responsabilidades de gobierno habían caído sobre sus hombros y el tiempo se le hacía corto para abarcar e intentar solucionar tantos problemas. Hasta el mismo Faiq Al-Nizami tendría que comparecer en el salón de audiencias y rendir informes detallados sobre el trabajo en la Casa de Correos y en los talleres del Tiraz.

El rostro de Faiq Al-Nizami se iluminó con una sarcástica sonrisa al contemplar la espalda del Hachib mientras cruzaba el patio. «El hombre más poderoso de Córdoba, a quien nadie osa sostener la mirada, ante mí, en este palacio, adopta la actitud de un cordero».

Entró de nuevo en palacio y salió por los jardines posteriores, se encaminó a la Puerta de Coria, en el lienzo septentrional del Alcázar, y llegó a la Casa de Correos.

Un edificio de grandes dimensiones construido dos años atrás sobre los restos de un incendio que destruyó la primitiva construcción. Sentado en un diván de grandes cojines, recibió al Oficial Mayor y le preguntó por los ansiados correos.

—No han regresado. De Almería he sabido que nuestro agente no ha podido entrevistarse con el almirante Al-Rumahis por encontrarse embarcado en una inspección del litoral. Galib no se encuentra en Medina Selim. Me han confirmado su estancia en Gormaz supervisando las obras de la alcazaba. Al-Tuchibi había salido para Lérida cuando se presentó nuestro hombre y le espera en Zaragoza. De Málaga no tengo noticias y de Sevilla tampoco.

Faiq Al-Nizami le escuchó sin alterar un solo músculo de su rostro a pesar de la contrariedad que le causaba aquella escueta información. Despidió al oficial, otro eslavo
[1]
emasculado. Estimó como un mal presagio las casualidades. Rememoró los encuentros que había tenido con los gobernadores en busca de un detalle que se le hubiera escapado. Quizá algún gesto que le señalase si habían fingido cuando expresaron su preocupación y descontento ante la posibilidad de proclamar califa a un niño de once años, pero no encontró nada revelador. Con Rumahis no había hablado personalmente. El alejamiento de la corte del Almirante, preocupado en exceso por mantener en orden las costas y proteger de bandidos la flota mercante, y su poco tiempo para viajar fuera de Córdoba habían imposibilitado la entrevista. Sin embargo, la correspondencia personal continuaba inalterable y en aquellas cartas Rumahis se había desahogado. Manifestaba sin ambages su repulsa a entregar el gobierno a un menor de edad, lo que obligaba a una forzosa regencia, y comparaba esa desafortunada posibilidad con la decadencia del califato abasí en Bagdad. El gobierno en manos de generales mercenarios, el califato divido por luchas intestinas y un califa honorífico carente de autoridad.

Absorto como estaba en sus pensamientos, no se dio cuenta de que tenía delante a uno de sus subordinados hasta el momento en que este carraspeó para llamar su atención. Cuando sus miradas se encontraron, le entregó una nota sellada y abandonó la estancia.

«El Califa ha muerto. Yawdar».

Faiq Al-Nizami arrojó la carta en un brasero y esperó a que ardiera completamente. Salió de la Casa de Correos y entró en el Alcázar por la misma puerta que había cruzado poco antes. Atravesó los jardines y, por la poterna de servicio, se introdujo en la Casa de Mármol. Yawdar se había encargado de ocultar la noticia y por los pasillos los esclavos continuaban con sus labores habituales. El
Sahib Al-Burud
se acercó a las habitaciones ocupadas por el Califa y se encontró con dos guardias armados. Le franquearon el acceso y encontró a Yawdar nervioso, paseando de un lado a otro, sin acercarse al cadáver del Califa cubierto con una sábana.

—¿Cómo ha ocurrido? Esta mañana parecía que se había estabilizado.

—Exhaló un ronquido y expiró —dijo Yawdar, que se había detenido delante de su compañero.

—Ordena el cierre del palacio a cal y canto. Prohíbe la entrada y salida a los sirvientes y esclavos, pero con discreción. Evitemos la alarma y pensemos con serenidad.

Faiq Al-Nizami procuraba mantener la calma aunque en su interior hervía un volcán a punto de entrar en erupción. Había confiado en el tiempo como cómplice complaciente y en estos precisos momentos parecía haberle traicionado.

—El palacio es inaccesible a cualquier intruso. Se han cerrado los accesos al Alcázar, a excepción de la Puerta Al-Sudda, y he doblado la guardia. He mandado incomunicar el harén, vigilar a la Princesa Madre y prohibido que ninguno de los esclavos y sirvientes que haya quedado fuera de las dependencias circule por los patios y jardines. Todos han pasado a los pabellones del servicio y esperarán allí hasta que se les comunique su destino. El gran edificio de la administración lo he aislado del resto del Alcázar. Sin embargo, no he considerado oportuno cerrarlo. Hay algunos visires dentro y está a punto de comenzar la audiencia de Al-Mushafi. He procurado evitar cualquier maniobra sospechosa aunque he enviado gente a la Puerta Al-Sudda. Los oficiales de la guardia están en estado de alerta y la tropa acuartelada y dispuesta a intervenir si lo consideramos oportuno.

—Es indispensable mantener oculta la muerte del Califa durante el tiempo necesario para afianzar la proclamación de Al-Mugira como el próximo califa.

Faiq Al-Nizami se acercó al cadáver y levantó la sábana que le cubría. Al-Hakam II, rígido y hundido en los blandos almohadones, parecía mirar un lugar en el artesonado del techo con los ojos abiertos. El rostro del color de la cera virgen, dos grandes semicírculos oscuros bajo los párpados, la nariz prominente y la expresión sosegada indicaban que había muerto en paz, como si dijese: «Todo lo que hubo que hacer se hizo». Faiq Al-Nizami creyó ver en el semblante del muerto una dura crítica a sus proyectos y volvió a cubrir el cuerpo del Califa con la sábana.

—Solamente nosotros estamos al corriente del fallecimiento de Al-Hakam II.

Cuando ocurrió el desenlace no había nadie en la habitación excepto yo. Ni los esclavos se han enterado —contestó Yawdar, el gran halconero,
Sahib Al-Bayazira
, celoso del papel que le había tocado en suerte y, al mismo tiempo, cansado de tan lúgubre soledad. Miró directamente a los ojos del
Sahib Al-Burud
con muda interrogación sobre los pasos que darían a continuación, ansioso por conocer la situación en el exterior, saber quiénes se habían adherido incondicionales a su causa, y la actitud que tomaría Al-Mugira al comunicarle la defunción de su hermano el Califa.

—Seguimos como esta mañana. Los correos enviados a las provincias no han regresado y carecemos, por tanto, de la confirmación del apoyo de los gobernadores.

Sin embargo, continuaremos con el plan previsto. Una vez en el diván califal Al-Mugira, jurado por la corte y el pueblo de Córdoba, hasta los más reacios tendrán la obligación de acatar al nuevo Príncipe de los Creyentes o serán acusados de rebeldía y sedición, encarcelados y, si perseveran, decapitados. Dentro del Alcázar contamos con los grades oficiales eslavos, el gran repostero, el jefe de construcciones, el caballerizo mayor, el gran orfebre, el tesorero real, los oficiales de las armerías y toda la clientela que arrastran tras de sí esos cargos. Los eunucos y esclavos del harén, los oficiales contables y los registradores de la administración, los mismos empleados del Hachib y la guardia real cuyo jefe eres tú. En Córdoba contamos con los esclavos jefes de las casas de la aristocracia árabe, algunos ulemas ortodoxos, los grandes terratenientes, los propietarios de los inmuebles de la ciudad y los jefes de los gremios comerciales, varios generales de los acuartelamientos de la fuerzas regulares, eslavos aunque no emasculados. Nada puede detenernos: mañana, en el gran salón donde fue proclamado Abd Al-Rahman III, juraremos Príncipe de los Creyentes a Al-Mugira con la misma ceremonia que lo hizo su padre y en el mismo lugar. El califato de Occidente no saldrá de la línea sucesoria omeya y hasta los más escrupulosos aceptarán y prometerán fidelidad al tercer califa cordobés, a otro de los hijos de Abd Al-Rahman III.

Faiq Al-Nizami, a medida que hablaba, se autoconvencía del éxito y las incipientes sospechas que le produjeron el silencio de los gobernadores se desvanecieron, como el humo de las lámparas.

—¿Cuál fue la contestación que te dio Al-Mugira en el último encuentro?

—¡Por Dios, Yawdar! En las primeras entrevistas en la Casa de Correos estuvimos los tres: tú, Al-Mugira y yo. Oíste su respuesta a nuestra proposición y con tus propios ojos viste su rostro iluminado por la alegría.

—En aquellos momentos aceptó sin oponer resistencia y estuvo de acuerdo con cuanto le planteamos, hasta se mostró convencido a nombrar como su heredero al príncipe Hisham, el hijo de Al-Hakam II, su sobrino, pero ahora, ante el Califa de cuerpo presente, me asaltan las dudas. Al-Mugira es un príncipe disoluto, educado en los placeres y la indolencia, cobarde y carente de ambiciones. Nos negará si alguien le aprieta las clavijas. En el acto de la jura puede levantarse un visir o un aristócrata y plantear escrúpulos por el juramento que hizo en presencia de Al-Hakam II hace apenas siete meses.

Faiq Al-Nizami giró sobre sus talones y se enfrentó con el cadáver del Califa, como si este a su espalda hubiera infundido en Yawdar recelos y le hubiera coaccionado para desistir del proyecto tan ambicioso en el que se habían embarcado.

—Tanto entonces como ayer, la última vez que hablé con él, Al-Mugira mantiene la misma postura. Es consciente del riesgo que correría si se torcieran los acontecimientos y fracasáramos. Sabe y acepta las consecuencias y entiende que el precio es la muerte. Cuando se llega a ciertos extremos desandar el camino y retroceder es imposible.

La velada amenaza no pasó desapercibida para el Gran Halconero.

—Te equivocas si crees que vacilo o me arrepiento. Mi decisión es tan firme como las estrellas del cielo o el sol que nos alumbra y nos calienta, pero prefiero estar seguro de quienes nos acompañan en esta peligrosa aventura. No quiero deber el fracaso a otros, ni perder la cabeza por perfidias.

La voz de Yawdar sonó como un redoble de tambor llamando a combatir a los soldados y dio por zanjada la discusión.

El inesperado desenlace precipitaba las actuaciones y el trabajo para la proclamación al día siguiente del nuevo califa imponía celeridad y coordinación.

Habían transcurrido dos horas desde el fallecimiento y el cadáver, a causa de la fuerte medicación y el calor que hacía dentro de la habitación, empezaba a descomponerse. El característico olor de la muerte amenazaba con traspasar las puertas y extenderse por el palacio. Llamaron al Jefe de la Guardia Real y le mostraron el cuerpo sin vida del Califa.

—En el pabellón de la administración ya habrá comenzado la recepción diaria de peticionarios. Sembraríamos el desconcierto si la noticia sale fuera de estos muros sin haber preparado convenientemente las actuaciones que exige el protocolo. Mientras terminan las audiencias, lavemos el cadáver y vistámosle con la túnica que eligió el propio Al-Hakam II para su mortaja.

Minutos después entraron los esclavos que atendieron al Califa durante la enfermedad, le lavaron, le perfumaron, le vistieron y le colocaron encima de una gran mesa de mármol.

—¿Piensas llamar a Al-Mushafi? —los ojos de Yawdar centelleaban.

—Tal como se nos han presentado las cosas no tenemos otra solución. Veremos cómo responde.

—¡Estás loco, Faiq! Lo sensato es matarle. Al-Mushafi y el Califa han conservado la amistad desde la infancia. El Hachib no traicionará el juramento a Hisham. Piensa detenidamente, analiza los pros y contras. Al-Mushafi, con Hisham menor de edad, seguirá de regente como el verdadero califa. Con Al-Mugira no podrá serlo. ¿Qué ganará uniéndose a nosotros?

Yawdar, zorro, astuto, y violento no comprendía el cambio de planes de Faiq Al-Nizami. Su concepto de supervivencia se resumía en una sola frase: «Al enemigo, buena muerte».

—¡Tranquilízate! Busquemos otro modo de sujetar al Hachib —dijo Faiq Al-Nizami. Deseaba empezar una nueva etapa con la conciencia limpia de asesinatos en previsión de males mayores. Tiempo habría después de deshacerse de quien les estorbase.

—Cuando se entere de la muerte del Califa convocará a los visires, a los cadíes, a la aristocracia, a los ulemas, a los hombres importantes de Córdoba y, apoyado en las fuerzas de la prefectura de su hijo Muhammad, en las de su sobrino Hisham ibn Utman y en los beréberes, elevará al niño Hisham a Príncipe de los Creyentes.

—Mientras el Alcázar esté bajo nuestro control, seremos nosotros quienes decidamos la sucesión y Al-Mushafi se pondrá de nuestro lado.

Faiq Al-Nizami repasaba mentalmente sus fuerzas: la guardia real, sirvientes y eunucos —varios miles que podría armar hasta los dientes con los efectos del arsenal del Alcázar—, los espías e informadores de la Casa de Correos, algunos cuerpos del ejército mandados por eslavos. Suficiente para amedrentar a los cordobeses.

—¿Cómo piensas conseguirlo? —Yawdar desconfiaba de cualquier acuerdo con el Hachib, de quien había recelado siempre.

—Le propondremos un califa honorífico que reconozca a Hisham como sucesor al cumplir la mayoría de edad y a él, Hachib, con poderes absolutos. Un verdadero califa. Le ofreceremos también el título de doble visirato y nosotros continuaremos de oficiales de la Casa del Imán de los Creyentes. El Califa espiritual. Lo aceptará y habremos resuelto el problema, en caso contrario, delante del cadáver de Al-Hakam II, le degollaremos —el razonamiento de Faiq resquebrajó la tensión de Yawdar.

—De acuerdo. Hagamos como dices. Colocaré a los sudaneses a su espalda y a la menor duda le estrangularán. Ocultaremos su cadáver, cerraremos la ciudad y entronizaremos a Al-Mugira. Después daremos sepultura a Al-Hakam II y al estúpido de Al-Mushafi lo arrojaremos al río, los cangrejos nos lo agradecerán.

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