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Authors: Belén Gopegui

La conquista del aire (17 page)

BOOK: La conquista del aire
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Hacía media hora que Guillermo se había ido. Se levantaron los dos, pero una vez que Guillermo se perdió de vista, Marta volvió a la terraza y eligió la misma mesa. Apenas dedicó un segundo a pensar cómo interpretaría su actitud el camarero. No le importaba porque le parecía que ella no era la Marta Timoner que trabajaba en el Ministerio de Transportes, la que vivía con Guillermo en un quinto piso, la que tenía treinta y dos años y llevaba puesta una camiseta de rayas azules y blancas que le daba un aire de marinero francés. Ella era otra Marta, más joven y más vieja, una Marta que no vivía en tiempo real. Una Marta venida de un universo distante con la misión de hacer comprensible lo incomprensible. Esa Marta pidió café con hielo.

Movía el vaso y miraba las piernas y los zapatos de quienes estaban sentados cerca. Debía calmar el borbotón de furia, impidiendo que la invadieran el fatalismo y la tristeza, la sensación de haber sido abandonada, el impulso de buscar la revancha mediante un golpe de efecto más fuerte aún que el de Guillermo. Hacía viento. Marta cerró los ojos y se soñó en Alemania. Eso era, se dijo, lo que tenía que calmar, el «tú te has ido a un apartamento, pues yo me voy pero a otro país». Entonces pensó que Guillermo no se había ido. Había alquilado un apartamento porque los dos tenían un problema. Y Marta se acordó de la casa de Ciudad Jardín. Estaban a 10 de mayo, la contestación debían darla antes del 6, luego la casa ya la habían perdido, pensó, aunque imaginaba que en otras circunstancias podrían intentarlo aún. Tal vez era un problema que a ella se le hubiera pasado la fecha, pero más grave debía de ser que ella no quisiera pensar en la casa y que Guillermo pensara demasiado. Había muchos otros problemas, reconoció. Estaba el final de su contrato de asistencia técnica y la reciente posibilidad de un nuevo contrato de asesora que la obligaría a viajar todas las semanas, estaba la decisión de tener hijos, y Carlos. Estaban, se dijo, como siempre, los caballos y los soldados de plomo. Caballos frente a soldados, caballos imaginarios, sudorosos, brillantes, frente a inmóviles, firmes, soldados de plomo.

Pagó el café. La separación le había pasado a ella, era miércoles, eran las nueve de la noche del 10 de mayo del 1995, y al día siguiente sería jueves, y al otro viernes y entonces Guillermo iría a buscar su ropa, pero ella estaría en el ministerio. Cómo sería el apartamento que había alquilado. Ni siquiera sabía en qué calle estaba. Recordó que el sábado era la fiesta de despedida de Jorge y Concha y se preguntó si Guillermo iría y cómo tendrían que comportarse. ¿Habría contado algo? Se dijo que era todo una locura, una estúpida locura; ella misma, al dejar que todo siguiera adelante, se estaba comportando como una loca, como el copiloto imprudente que ante la velocidad desmedida del conductor calla, arrastrado, también él, por el vértigo sin límite. Y al pensarlo notó que se ruborizaba, no podía trastocar tanto las cosas, quién iba a aceptar la imagen de Guillermo, el flemático, haciendo trizas el cuentakilómetros. Guillermo se había bajado del coche, y ella seguía pulsando el acelerador. Por vez primera se asustó. Si Guillermo había echado a andar fuera de la carretera tal vez ya no diera con él. Ella sabía que había una trampa en comparar mediante cantidades la velocidad del coche y la del peatón. Eran velocidades cualitativas.

El viernes, a la vuelta del trabajo, Marta buscó una nota sin encontrarla. El armario un poco más vacío, aquí y allá los libros más holgados en las estanterías, la deserción en masa de cuarenta soldados de plomo. Entonces Marta llamó a la consultora. Guillermo acababa de llegar, le dijeron. Marta, con la voz tensa, le preguntó si iba a ir al día siguiente a la fiesta de Jorge y Concha, y también si había contado lo del apartamento. «Sólo a Jorge —dijo Guillermo—. Le he contado lo mismo que a ti.» «Vale, un beso», dijo Marta, y colgó, pero no valía. Fue a buscar un cenicero y se puso a fumar junto al teléfono. No valía, pensaba, el papel que le había tocado en la obra, no quería hacer lo que se suponía que debía hacer, llamar esa noche a Cristina a Barcelona y contárselo todo, hablar de la vida, de Guillermo, de los amantes de Cristina. No valía que Guillermo hubiera decidido darle importancia a la relación de los dos, colocándola en el centro. Siempre se habían reído de las metapelículas, las metanovelas, las metaconversaciones. Cuando en una discusión se empezaba a discutir sobre la discusión, había que dejarlo, decía Guillermo. Ella estaba de acuerdo y solía dejar los libros cuando descubría que sólo trataban de escritores que escribían libros. Guillermo decía también que su relación, su relación entera, pieles rojas ardiendo y desayunos, techos y contadores de agua, tardes de hablar, habría de ser un equipo de campaña para la vida. Y cada vez que esa palabra, vida, sonaba con el timbre arduo de la voz de Guillermo, Marta creía vislumbrar una existencia mejor que la ansiosa custodia de bienes y derechos adquiridos: una síntesis de carne y filosofía, los brazos frescos y morenos de Guillermo y la razón, su pelo rizado y las luchas políticas, sus manos grandes y el placer. ¿Por qué meterse entonces en una metarrelación? ¿Por qué en vez de estar juntos, quizá también con Santiago, hablando de Carlos, de su empresa y de cómo podían ayudarle, por qué tenían que estar separados hablando cada uno del otro? Marta se resistía y por fin decidió no llamar a nadie, quedarse en casa escuchando música y leyendo.

Al rato fue a la cocina a preparar una ensalada. Cuando cortó la cebolla vio que estaba mala por dentro. Habría podido aprovechar las partes buenas. Sin embargo, tiró la cebolla entera, porque esa especie de pequeño tumor la había desasosegado. No era nada, se dijo. La cebolla llevaba ahí demasiado tiempo. Apagó la luz y salió de la cocina, ya cenaría más tarde. Y se sentía como una persona tacaña que al ir a usar su dinero lo hubiera encontrado lleno de tubérculos, de moho. Volvió a acordarse de Carlos. Se alegraba de haberle prestado los millones. Era lo único que la calmaba, la única decisión de los últimos meses con la que estaba de acuerdo. Tuvo ganas de llamar a Guillermo y decirle que las relaciones que se convertían en tema de conversación eran iguales que esa cebolla podrida por dentro, iguales que la tacañería. Decirle que si no hubiera cosas que hacer entonces los dos podrían pasarse el día juntándose y separándose. Pero el tiempo estaba ahí, aquel jersey que ella nunca había querido dejar a su hermano Bruno, un día apareció apolillado en el armario, y si su hermano no se lo hubiera pedido, y si ella no hubiera dejado de ponérselo por temor a mancharlo, entonces los pequeños agujeros en la lana no le habrían dolido tanto. «Cosas que hacer», quería decirle Marta, sólo que luego miraba la lámpara, el aparato de música, la estantería y se preguntaba cuáles, qué cosas tenían que hacer.

Santiago acababa de colgar el teléfono cuando Leticia salió del dormitorio al baño. Desde hacía dos fines de semana, desde Gredos, Santiago no había vuelto a casa de Leticia. La primera semana durmieron separados porque Leticia tenía a la niña. Los fines de semana la tenía el padre, y Leticia se iba a Vázquez de Mella. Santiago había visto a Irene tres veces. Le había gustado por su mezcla de desparpajo y timidez. Él comprendía bien esa mezcla. También le había gustado cómo la vestía Leticia, y cómo la trataba. Santiago quería pensar en su conversación con Vicente Castro, pero se le cruzaba la silueta de Irene de pie junto a Leticia, su cabeza un poco torcida para apoyarse en el muslo de la madre. La noche anterior Leticia le había dicho que Irene preguntaba por él, y había querido saber si tenía algún motivo para no ir a su casa, si tal vez se trataba de celos retrospectivos. Él contestó con un escueto «Es posible», no porque los sintiera, sino porque su relación con Leticia le hacía estar en tensión y necesitaba zonas de descanso que mantuvieran a Leticia distraída, permitiéndole ganar tiempo.

Al oír el agua de la ducha se dijo que también ella podría estar sintiendo los celos que le había atribuido a él, celos de su pasado. Santiago no creía en esos celos. El pasado no existía; el pasado sólo existía en el presente. Él no tenía celos de los años que Leticia había vivido con el joven filósofo, lo que le importaba era el lugar que los recuerdos de lo vivido podían ocupar en el presente. ¿Acaso no le había contado a Leticia cuál era su postura en el estudio de la historia? ¿No le había hablado de la tesina que le valió su primer contrato en la universidad, una crítica materialista del plan de estudios titulada
La rebelión de la inteligencia
? Los celos retrospectivos sólo significaban que uno no había determinado bien su posición en el presente. Él sí lo había hecho, y ahora debía fortalecer esa posición para llegar a entrar en casa de Leticia como quien entra en su morada natural. No quería sentirse un arribista, pero menos aún un hospiciano, ni un huésped. Cierto que no envidiaba la actitud que le había tocado asumir a Leticia. Siguiendo la estela de tanto turista intelectual de bajos fondos, Leticia hacía turismo de la alta burguesía en el piso de un pequeñoburgués con pretensiones bohemias.

A Leticia le había gustado su piso desordenado, porque sabía que ella nunca viviría en él más de una semana seguida; los ricos, razonaba Santiago, sois materialistas por experiencia, por educación. Los ricos sabéis mejor que nadie cómo cuentan los metros cuadrados de una casa, tener la posibilidad de aislarse en un cuarto amplio, ventanas que den a sitios apacibles, una buena bañera. Para los ricos los celos retrospectivos son un juego literario, y os gusta jugarlo, jugar a que el dinero no da la felicidad. Quizá tú tengas miedo a las imágenes de Sol en esta casa pero sabes que, para seguir contigo, deberé deshacerme de la casa entera.

Leticia cruzó envuelta en una toalla, camino del dormitorio. Santiago decidió no preparar el desayuno con un sentimiento de despecho. Quiso averiguar a qué obedecía. Tengo que protegerme, pensaba, resarcirme de todo cuanto ella me obligará a hacer. Leticia se acercó con ropa casi de verano; el vestido le llegaba por encima de la rodilla. Santiago hizo un gesto para que fuera a sentarse encima de él; ella estaba sentándose en una silla próxima y no lo vio. Él alargó la mano, la puso sobre su rodilla. «Buenos días», dijo ella, y sonreía con generosidad, como quien está alegre de dar algo, pensó Santiago, igual que la abuela Joaquina cuando le mostraba el melocotón que iba a ponerle de merienda. Se levantó, cogió la cara de Leticia entre sus manos para besarla y dijo: «Ven, vamos a desayunar y a leer el periódico en un café de los de antes». Buscaba una chaqueta y su cartera pensando que Leticia también había sido llevada y traída de una casa a otra casa, de una familia a otra. En cierto modo, si había tolerado su altivez era porque Leticia no parecía ejercerla con gusto sino con aplicación. Recordó que al principio, en las fiestas donde la encontraba, le había llamado la atención su forma de moverse entre los grupos: Leticia procuraba cubrir los huecos antes que rodearse de invitados interesantes, como si ni aun queriéndolo pudiera desprenderse de su condición de anfitriona.

En el ascensor y en la calle Santiago se mostró cariñoso. Le apenaba haber estado alimentando el despecho minutos antes. Debía contarle a Leticia la llamada que lo había desencadenado.

—He hablado con Vicente Castro, no sé si le conoces, un profesor de mi departamento —le dijo cuando ya estaban sentados en el café.

—Me suena —contestó ella.

—Nos habían propuesto hacer un libro para los de segundo. Al final hemos aceptado.

Leticia iba a empezar a beberse el zumo de naranja, pero dejó la copa en la mesa.

—¿Estás contento? —preguntó.

—La verdad es que no. Nunca me ha parecido bien el negocio de los libros de texto. ¿Para qué hacer un libro más? Vicente y yo no vamos a aportar nada, porque no estamos en el momento de aportar en ese campo, y porque además nadie nos pide que lo hagamos. Simplemente somos profesores de la asignatura y se sabe que los alumnos comprarán el libro.

—¿Y no puedes negarte?

—Poder sí que podría, pero las cosas nunca son tan claras. Diciendo que no, cedes un territorio que otro ocupará por ti. Y a lo mejor luego lo necesitas y te arrepientes.

Santiago echó medio sobre de azúcar en el café. No quería hablar del dinero. Sin embargo, tampoco quería quedar como un profesor mezquino, siempre a la defensiva y temeroso de perder el terreno ganado. No le parecía que esa imagen se correspondiera del todo con su situación real. Él había aceptado más que nada por el dinero y al fin lo dijo:

—Además, necesito el dinero.

Leticia bajó la mirada. Podía creer que él estaba echándole algo en cara, pensó Santiago. Para evitar un equívoco, añadió:

—Es una historia larga. Alguna vez te he hablado de mi amigo Carlos. El caso es que me pidió dinero, pero prefiero contártelo otro día.

Ella acabó el zumo.

—Aunque sea un libro de texto, seguro que podéis aportar algo —dijo.

—Tiene que estar en septiembre y aún no hemos empezado. Más vale ser realistas.

—¿Lo harás este verano?

—Sí.

Leticia le miró y Santiago adivinaba lo que iba a preguntarle y le gustó que ella se contuviera. Con la misma elegancia con que al principio había dejado la copa de zumo en la mesa para interesarse por lo del libro, dejaba ahora pasar los segundos llevando la mirada a la ventana del café. Él entonces se adelantó:

—Puedo trabajar en cualquier sitio, también estando acompañado y con una niña llamada Irene.

—Bueno, ya se verá —dijo Leticia riendo, y le besó en el cuello.

El martes 6 de junio, a mediodía, Ainhoa terminó de ver a sus enfermos. Con la bata puesta salió del edificio. A las doce y media estaba convocada una asamblea para hablar de la huelga, pero ella no pensaba quedarse. Desde el principio había estado en contra de que los médicos usaran ese método para pedir un aumento de sueldo repentino, sin conexión alguna con los aumentos de otros sectores. En su imaginación la huelga era algo más que un método y le parecía frívolo servirse de ella sin más. Ahora, después de casi un mes de comportamientos bochornosos, le sublevaba oír siquiera una mención del rosario grotesco de justificaciones.

Miró a su alrededor. Se le hacía raro estar con la bata al aire libre, sobre todo debido al buen tiempo, a ese sol que la deslumbraba al reflejarse en la pintura brillante de los coches. Nunca era ella quien iba a ver a Pablo, se dijo mientras bajaba la cuesta. Siempre era Pablo quien subía a la cafetería y, por la tarde, la iba a buscar. Cuando coincidían en una guardia, también era Pablo quien la visitaba. Empezó a aminorar el paso. Llevaba toda la mañana pendiente de ese momento. Desde que dio los buenos días a sus compañeros al llegar, pero tal vez incluso antes, conduciendo el coche, había decidido que ese martes tendría un antes y un después, que a las doce y media iría a Medicina Interna para ver a Pablo y que cuanto sucediera luego ya no sería sólo responsabilidad suya.

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