La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid

BOOK: La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid
11.83Mb size Format: txt, pdf, ePub

 

La novela es la primera de las que habrían de componer (la prematura muerte del autor las dejó en dos) el llamado ciclo de Pío Cid; personaje central de las dos obras en el que la crítica ve una autoficción o alter ego de su creador. En referencia a la naturaleza autobiográfica que estas dos novelas encierran, algunos estudiosos postulan por enmarcar
La conquista de Maya…
,
Los trabajos del infatigable…
, y
El escultor de su alma
, en una trilogía autorreferencial en la que
La conquista…
sería una obra introductoria,
Los trabajos…
tomarían el protagonismo de eje central, y
El escultor…
, encarnado en la figura de Pedro Mártir, pondría el simbólico broche final (testamento místico) a la serie autoficcional.

La Conquista del Reino de Maya
es en si misma una gran ironía, una utopía al revés, como algunos la han definido. Publicada la obra, el carácter satírico de la misma dejó desconcertados a propios y extraños: «Un libro raro», titulaba Navarro Ledesma una reseña de la misma aparecida en
El Globo
en abril de 1897.

En la novela se narran las aventuras de Pío Cid en el reino africano e imaginario de Maya, en el que, convertido en Sumo Sacerdote, se da al trabajo de promover una serie de reformas acompañadas de un proceso de tecnificación e industrialización cuyos resultados acaban siendo grotescos.

La novela se ha interpretado como una crítica de la colonización del Congo belga, muy negativamente juzgada por Ganivet, como evidencian otros pasajes semejantes al de la carta escrita a Navarro Ledesma fechada el 10 de mayo de 1893, donde escribe que «Cualquiera que piense, no ya con la cabeza, sino con los calzoncillos, comprende que no se trata de la felicidad de la raza negra ni del progreso ni de nada por el estilo; se trata de un negocio en grande escala en el que el buen Leopoldo tiene metidos buenos millones».

Ángel Ganivet

La conquista del reino de Maya

por el último conquistador español Pío Cid

ePUB v1.0

stug
21.07.12

Título original:
La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid

Ángel Ganivet, 1896.

Diseño/retoque portada: stug

Editor original: stug (v1.0 a v1.0)

ePub base v2.0

CAPÍTULO PRIMERO.

Donde hablo de mí mismo, de mis ideas y de mis aficiones, y comienzo el relato de mis descubrimientos y conquistas.—Primeros viajes desde la costa oriental de África a la región de los grandes lagos.

Me llamo Pío García del Cid, y nací en una gran ciudad de Andalucía, de la unión de una señora de timbres nobiliarios, con un rico vinicultor. Nada recuerdo de mi niñez, aunque, si he de dar crédito a lo que de mí dicen los que me conocieron, fui sumamente travieso y pícaro; y es casi seguro que lo que dicen sea verdad, porque mi falta de memoria proviene justamente de una travesura que estuvo a pique de cortar el hilo de mi existencia entre los nueve y diez años. Era yo aficionadísimo a pelear en las guerrillas que sostenían los chicos de mi barrio contra los de los otros barrios de la ciudad, y en una de estas batallas campales, luchando como hondero en las avanzadas de mi bando, recibí tan terrible pedrada en la cabeza, que a poco más me deja en el sitio. De tan funesto accidente me sobrevino la pérdida de la memoria de todos los hechos de mi corta vida pasada, y como feliz compensación un despabilamiento tan notable de todos mis sentidos, que mis padres, que hasta entonces habían tenido grandes disensiones con motivo de la carrera que había de dárseme, llegaron a ponerse de acuerdo. Mi madre había adivinado en mí un gran orador forense, y mi padre quería dedicarme a los negocios de la casa: triunfó mi madre, y seguí la carrera de leyes hasta recibirme de doctor cuando aún no tenía veinte años. Entonces mi padre creyó conveniente enviarme al extranjero a perfeccionar mi educación. El estudio de las lenguas vivas comenzaba a estar muy de moda, y poseer varios idiomas era punto menos que indispensable para hablar en todas partes y sobre todas materias con visos de autoridad. Aparte de esto, mi padre oía decir que nuestra patria estaba en un lamentable atraso, y creía firmemente que el medio más seguro para salir de él eran los viajes y los estudios en el extranjero. Para armonizar mis gustos con los de mi padre, y mis intereses con los de nuestra hacienda, se decidió enviarme a las principales ciudades comerciales de Europa, donde a un mismo tiempo podría hacer estudios científicos y adquirir conocimientos prácticos, y entablar, si llegaba el caso, relaciones comerciales muy necesarias para el porvenir de nuestra nación. A estos estudios y prácticas debía dedicar cinco años, el tiempo preciso para cumplir la edad que se exige para ser diputado, pues mi padre tenía gran prestigio en nuestro distrito natural, y daba por segura mi elección, y con ella y mis excelentes dotes, el comienzo de una rápida carrera política.

Residí por breve tiempo en Ruán para inteligenciarme en el negocio de vinos y ver el medio de aumentar la exportación y los precios de los caldos, que mi casa había comenzado a enviar a Francia desde algunos años atrás. De Ruán pasé al Havre, empleado en el escritorio de un naviero representante de una línea directa de vapores entre los puertos del Norte de Francia y los puertos españoles y franceses del Mediterráneo. Por lo mismo que no los solicité, ni los necesitaba, me salieron al paso éste y otros buenos empleos, que me fueron útiles, no sólo para adquirir los apetecidos conocimientos prácticos, sino también para vivir casi independiente del bolsillo paterno, en lo que se complacía mucho mi carácter presumido y orgulloso.

Para aprender el inglés me trasladé a Liverpool, donde me ofrecieron su representación algunas casas españolas exportadoras de frutas; pero este negocio no me dio buen resultado, y me agregué, como encargado de la sección española, a una «Sociedad de exportación de productos químicos para abonos», establecida en Londres. Aquí ensayé también la venta, en comisión, de cigarros habanos, y aunque la empresa no fracasó, tampoco pudo tomar vuelo. Sea que mi deseo de ir demasiado deprisa me impidiera dar a los negocios el tiempo necesario para madurar, sea que, distraído con otros proyectos fantásticos, que siempre andaba revolviendo en mi magín, no les concediera toda atención que exigían, lo cierto es que la mala fortuna me acompañó constantemente en cuanto emprendí por cuenta propia. A la inversa, mis trabajos por cuenta ajena eran siempre acertados, y en todas las casas en que presté mis servicios merecí la confianza de mis jefes, y se me encomendaban las cuestiones más difíciles. Esto me ocurrió en Marsella, en el Havre, donde residí por segunda vez, y en Hamburgo, donde por fin senté la cabeza, aceptando una excelente colocación en la Compañía intercontinental dedicada al transporte marítimo y propietaria de dos líneas de vapores.

En los seis años que transcurrieron en este género de vida, fui adquiriendo un inmenso caudal de experiencia y una dosis mayor aún de patriotismo; porque es un hecho probado que el amor a la patria, en los individuos que son capaces de sentirlo, se acrecienta viviendo fuera de ella, y más cuando se la abandona imbuido en ciertos rutinarios prejuicios exageradamente favorables a los países extranjeros. A tal punto llegó mi patriotismo, que, reconociéndome incapaz para desempeñar en mi patria ciertos papeles que antes me seducían, desistí de emprender la carrera política, a la que mi padre, como dije, me destinaba, por parecerme censurable desplegar mis esfuerzos para desempeñar una función que otros antes que yo desempeñaban satisfactoriamente. Bien que, vista desde muy lejos la organización interior de mi patria, me parecía tan perfecta que no necesitaba de piezas tan inútiles como mi persona para seguir funcionando con regularidad: una monarquía constitucional con arreglo a los últimos adelantos de la ciencia política; ministros responsables oportunamente sustituidos en cuanto se nota que se hallan bastante desgastados; dos Cámaras siempre ocupadas en renovar la legislación, acomodándola a la naturaleza humana y a las exigencias diarias de la opinión, y ocho grandes focos administrativos irradiando sus efluvios luminosos sobre toda la faz del país. Sólo notaba yo algunas deficiencias en el cultivo de la tierra y en las industrias, y de buena gana me dedicara a remediarlas; mas como también el comercio ofrecía ocasión para desplegar grandes iniciativas, y yo tenía hecho ya mi penoso aprendizaje, me sentí poco a poco inclinado a dedicarme a él y a permanecer fuera de España, continuando el camino emprendido. Mi única tristeza era tener que vivir alejado de la patria; pero esta tristeza se compensaba con el placer de conservar incólume mi patriotismo, que acaso se debilitase al volver a ella y percibir ciertos lunares borrados por la distancia. Escribí, pues, a mis padres exponiéndoles claramente mis nuevas aspiraciones y solicitando sus consejos; y aunque éstos fueron desfavorables, no bastaron a convencerme, antes me llevaron más lejos en la nueva vía que trataba de seguir. La Intercontinental tenía importantes relaciones con las colonias europeas del África oriental, y decidió enviar un representante a Zanzíbar para darles mayor impulso, aprovechando las ventajas del protectorado alemán; la comisión me fue ofrecida, y yo la acepté deseoso de cortar por algún tiempo los lazos que me ligaban a mi familia y a las naciones de Europa. Mi primer acto, pues, de hombre libre fue, como el de muchos hombres de genio (y no se eche esto a presunción), un acto de rebeldía contra la autoridad familiar.

En dos años de residencia en la isla de Zanzíbar y en Bagamoyo, un cambio radical se fue operando en mis ideas. El trato con los exploradores que tienen aquí el punto de partida para emprender sus viajes al interior del Continente, y la lectura de libros de viajes, a la que me aficioné poco a poco, me hicieron variar de rumbo; el comercio me pareció ahora un fin demasiado prosaico, y la levadura científica y artística que me había quedado de mis años de estudiante reapareció con gran fuerza, y me hizo pensar que el hombre no debe seguir ciegamente un derrotero fijo, con rigor mecánico más propio del instinto de los animales que de la inteligencia libre. Así como después de estudiar jurisprudencia me había dedicado al comercio, y no lo había hecho mal, muy bien podría dejar ahora el comercio por las exploraciones, y quizás lo haría mejor. La historia parece demostrarnos que casi siempre los hombres, por lo menos en España, desempeñan mejor aquello para lo que no se han preparado previamente: los que se dedican a las armas suelen distinguirse como legisladores, y los jurisconsultos como guerreros, los literatos como hacendistas, y los hacendistas como poetas; los comerciantes como políticos, y los políticos como comerciantes.

Aparte de estas razones, contaba con algunos elementos de mayor solidez: había aprendido el árabe, el
ki-suahili
, idioma muy extendido por las comarcas del interior, y algunos rudimentos del
bantú
, término general, y por cierto bastante impropio, por el que se designa varios dialectos indígenas; conocía prácticamente todos los detalles de la organización de las caravanas, y poseía apuntes muy minuciosos, con los que pensaba poder aventurarme sin grandes riesgos a recorrer el África central. Mis primeros ensayos los hice agregado a las caravanas árabes en el Usagara y en el Ugogo; residí algún tiempo en Mpúa-púa, donde los alemanes tienen una estación, y, por último, determiné establecerme en la colonia árabe de Tabora, dejando como corresponsal en Zanzíbar a un rico negociante zanzibarita, de origen portugués, llamado Souza. Nuestro plan consistía en abrir en Tabora un bazar europeo y arrancar de manos de los árabes el monopolio comercial que allí ejercen, puesto que sin gran esfuerzo podíamos ofrecer a los indígenas un mercado más ventajoso que el árabe para la compra de tejidos y de quincalla, y para la venta de sus riquezas naturales, especialmente del preciado marfil. Este proyecto fue realizado con mayor éxito del que esperábamos y del que conviniera a nuestros intereses; porque los mercaderes árabes, alarmados por la rapidez con que en su propia casa se les despojaba de un filón tan rico y tan hábilmente explotado por ellos, se confabularon con las autoridades indígenas, dispuestas siempre a venderse por unas cuantas botellas de alcohol, y me obligaron a cerrar la tienda, temeroso de que promovieran una algarada, a favor de la cual, según mis noticias, trataban de despojarme y asesinarme. Un comerciante
hindi
, asociado a nuestra empresa, fue el encargado de transportar las existencias del bazar a Bagamoyo, y yo me quedé en Tabora para el arreglo de la liquidación.

Other books

El pozo de la muerte by Lincoln Child Douglas Preston
Sargasso Skies by Allan Jones
Angel, Archangel by Nick Cook
Now You See Me by Sharon Bolton
Love Birds? by Carolyn McCray, Ben Hopkin
Back to the Beginning: A Duet by Laramie Briscoe, Seraphina Donavan
Railroad Man by Alle Wells