La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid (5 page)

BOOK: La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid
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Apenas había acabado Niezi de hablar, cuando yo, con tono solemne y plañidero, le manifesté ser el propio Arimi, su antiguo señor, a quien una serie de desventuras había conducido al destierro y a la cautividad. Grandes clamores acogieron estas palabras mías, y Niezi estuvo un momento vacilante, no queriendo dar crédito a mis palabras y menos aún a sus ojos; pero al fin se arrodilló delante de mí e hizo signos de reconocerme y de condolerse de mis males. Viéndola hincada de hinojos sentí un movimiento de generoso entusiasmo en pro de nuestra pobre raza humana, tan injustamente vituperada. ¿Dónde encontrar un ser que diese crédito a mi voz con esta noble confianza, con este agradecido reconocimiento? Ni entre las especies animales más celebradas por sus virtudes e inteligencia, como el perro, el caballo o el elefante, hubiera encontrado un rasgo semejante de leal sumisión.

Contra lo que creen algunos pesimistas, es más difícil gobernar a los animales que al hombre, porque los animales no se someten más que a la fuerza o a la razón, interpretada por su instinto, en tanto que el hombre se contenta con algunas mentiras agradables e inocentes, cuya invención está al alcance de hombres de mediano entendimiento. Júzguese, pues, la torpeza de los que, tomando al hombre por animal perfeccionado, intentan someterle por la violencia y derramamiento de sangre o con auxilio de leyes e imposiciones penales. Estudiando de cerca estos pueblos más primitivos, se ve claro que el gobierno de las naciones no exige hombres de Estado, ni legistas, ni soldados, sino poetas, comediantes, músicos y sacerdotes. Una canción tiene más fuerza que un código, y una letanía alcanza más lejos que un cañón rayado.

Entre estas reflexiones no olvidé lo que convenía a mis intereses, y después de levantar del suelo a Niezi, viéndome rodeado de oyentes deseosos de escucharme, comencé un relato, que inventaba al correr de la palabra y pronunciaba con unción y pausa.

«Cuando el día que ocurrió mi supuesta muerte, penetré en la gruta de Rubango, varios hombres, pagados por mi envidioso hermano Muana, estaban al acecho; me despojaron de mis ropas y me arrojaron al lago. En el fondo de éste se abre una galería que conduce a un mundo distinto del nuestro; allí viven los que mueren sobre la tierra, gobiernan los espíritus y se habla un idioma desconocido. En estas mansiones subterráneas, donde no penetra el sol, los hombres se vuelven blancos, sus cuerpos se cubren de pelo y la memoria olvida el pasado porque aprende a conocer el porvenir. Bien que mi deseo hubiera sido permanecer allá, mi deber me había impulsado a volver a la vida terrestre para salvar a Quiganza de una horrible conjuración y al pueblo maya de una completa ruina.»

Terminado mi discurso, comprendí que todos los ánimos se hallaban embargados por una profunda impresión. De este primer movimiento dependía el éxito futuro, porque las palabras que buscan el apoyo de la fe sólo necesitan, como el amor, un primer destello, que después crece y se propaga y se convierte en amplísimo incendio; son como el rayo que cae de lo alto, y si encuentra a su paso, materias inflamables, reduce en poco tiempo una ciudad a escombros. A su lado, las palabras que se dirigen al entendimiento son las mortecinas luces que arden por toda la ciudad sin disipar siquiera las sombras.

Ucucu deseaba comunicar al pueblo estas nuevas, y me hizo abandonar el gineceo para volver al lado de sus auxiliares. Todos ellos sufrieron el contagio, y aquel mismo día Ancu-Myera estaba convertido en un foco de entusiastas defensores de Arimi. La opinión popular había interpretado libremente mis revelaciones y me consideraba como un reformador religioso y político y como un defensor de sus intereses particulares.

Por la tarde hubo
yaurí
, o consejo, en el palacio de Ucucu, con asistencia de todas las autoridades locales: el consejo es realmente el que forman los
uagangas
, «adivinos», asesores del rey, pero en circunstancias extraordinarias concurren también los más respetables cabezas de familia a quienes de antemano se haya otorgado esta preeminencia. En el consejo, al que yo asistí, se acordó expedir correos a varias ciudades próximas y a la capital. Con gran sorpresa mía vi que uno de los uagangas sabía escribir en caracteres semejantes a los latinos, trazados sin ligamen, y redactaba, sobre pedazos de piel, los despachos que habían de enviarse, así como el acta del yaurí, que se junta con las precedentes, formando el archivo histórico de la localidad.

Cuando me quedé a solas con Ucucu le hablé del rescate de Niezi, ofreciéndole la restitución del precio dotal. No se crea que esta proposición era una imprudencia política, inspirada por censurables apetitos. Niezi no me inspiraba ningún deseo impuro, y en cuanto a Ucucu, nada había que temer dada mi nueva situación. En Europa no se ve que los hombres tengan a honra entregar sus mujeres a los que tienen un rango superior, bien para sacar provecho, bien para recibir de rechazo el honor que la mujer recoge en el trato con hombres superiores; pero en estos pobres países africanos, donde la vida es muy candorosa, nada tiene de extraño que las gentes de sangre inferior deseen elevarse mediante cierta comunidad con los superiores. De aquí que no sólo sea un honor regalar o vender una esposa al que tiene superior categoría, sino que el adulterio existe exclusivamente cuando el adúltero es de clase igual o inferior al marido. En Maya no sufre excepción la regla, y aun está admitido que, si el adúltero es superior, el agravio se convierta en beneficio y el adulterio se llame
yosimiré
, gracia señalada. Como vemos, en el fondo de cada maya se oculta un pequeño general Anfitrión, bien que conformándose con algo menos que con un Júpiter.

El móvil que me impulsaba a solicitar a Niezi no era de carácter pasional. Me convenía adquirir esta mujer, educada en la corte y conocedora de detalles interesantísimos para mí, que siendo el alma de toda la intriga, marchaba completamente a ciegas. Me era preciso soltarme en el manejo del idioma, que Niezi hablaba con gran perfección y finura; y juntábase a todo esto ¿por qué no decirlo? un agradecimiento que hubiera degenerado rápidamente en simpatía, y quizás en amor, si ciertas particularidades de raza no fueran por lo pronto bastantes para impedirlo.

Gran parte de aquella noche la pasé al lado de Niezi, arreglándome una vestimenta al uso del país y dirigiéndole innumerables preguntas e instruyéndome con sus respuestas. Pude hacer valiosos descubrimientos psicológicos sobre la mujer maya y sobre la mujer en general, los cuales, completados en el tiempo que se sucedió, merecerían un tratado especial, aunque no dejaré de apuntar más adelante algunas ideas.

Cuando me separé de Niezi, de mi esposa, puesto que lo era con arreglo a la ley del país, pensaba con tristeza que aquella noche otros hombres celebrarían sus bodas más alegremente que yo; pero me consolaba pensando también que la noche de bodas de un enamorado no sería tan pura como mi noche de bodas, consagrada toda ella a los trabajos de sastrería y a la observación psicológica.

CAPÍTULO IV

Desde Ancu-Myera a Maya, por Ruzozi y Mbúa.—Mi recepción en el palacio de los representantes.—Espectáculo original, llamado danza de los uagangas.

Muy de mañana me despertaron los rumores populares que llenaban la plaza pública. Abandoné las duras piedras que me habían servido de lecho, y eché una ojeada por la claraboya de mi alcoba sobre los grupos de pescadores que aguardaban mi aparición.

Me dirigí hacia la puerta de entrada del palacio, encontrando en el zaguán al rey con sus hijos y con algunos de su servidumbre. Un siervo abrió la puerta y me mostré a la multitud, que me aclamó y que, satisfecho ya el deseo que la retenía, se fue dispersando en dirección del río para preparar sus canoas y emprender las faenas diarias de la pesca.

Los personajes que en la tarde anterior habían asistido al yaurí nos hicieron el saludo matinal, y después dedicamos la mañana a visitar todas las piezas del palacio: los graneros, bien repletos de maíz rojo, de trigo obscuro, muy semejante al centeno, de cierta clase de habas, a las que llaman
macuemé
, y de otras varias legumbres secas; la armería, donde había muestras de un notable adelanto industrial; los establos de
mcazis
o vacas de leche, de
mbusis
o cabras, de cebúes y de cebras; la pescadería, donde son secados al fuego los peces del río (pues los mayas no practican la salazón, y conservados en sartas para las épocas de escasez; por último, las cocinas, en las que hicimos alto para tomar el almuerzo, que consistió en leche, diversas legumbres, pasta de trigo y abundantes tragos de vinos diversos, hechos con jugos de frutas pasadas.

Mientras comíamos, uno de los hijos de Ucucu me refirió el origen del nombre de su padre. Ucucu significa «gallo», y este animal, en el país maya, es muy parecido a los gallos ingleses que se crían para las riñas. Su valor supera al de los demás animales, pues aunque le rompan las espuelas, le rajen la cabeza, le salten los ojos y le despedacen el cuerpo, lucha hasta triunfar o perder la vida. Así es Ucucu. Un día, luchando con una pantera, recibió cinco veces en su cuerpo la garra del irritado animal, y no obstante, siguió luchando cuerpo a cuerpo hasta vencerla. Después de esta hazaña le cambiaron sus súbditos el nombre, que antes fue Nindú, «Narizotas», como nuestro buen rey Fernando VII.

Así como el nombre de Ucucu tiene su historia, el de Nindú tiene su filosofía. Uno de los rasgos que caracterizan al africano es su entusiasmo por lo monstruoso, que para su gusto vale tanto como para el nuestro lo bello. La regularidad es la vulgaridad, y si para distinguirse moralmente hay que acometer algún hecho extraordinario, para valer corporalmente hay que ostentar alguna particularidad chocante, que deje una impresión durable del individuo: la nariz muy desarrollada, la boca muy grande, los pechos muy largos en la mujer, son las cualidades preferidas, y siguen después las manos, el cuello, los dientes y las orejas. Si naturalmente no se posee ninguno de estos rasgos, se suele acudir al artificio, a los injertos, taladros y demás extravagancias que pueden verse en los relatos de los exploradores.

Es, sin embargo, indudable, dicho sea en descargo de los africanos, que estos gustos y estas costumbres existen también entre los europeos, bien que suavizados, porque nosotros somos más tímidos y respetamos más nuestro organismo. Fuera de algunos usos crueles, que aún conservamos como el del corsé, el de los zapatos estrechos, el del cuello engomado, el del sombrero de copa alta y el de los quevedos ornamentales, en general, puede decirse que logramos distinguirnos sin grandes martirios merced a los progresos de la fabricación de tejidos y de las artes indumentarias.

Terminado el almuerzo me retiré a mis habitaciones, donde me entretuve hablando con Niezi, que a falta de aviso mío se había levantado muy tarde, hasta que llegaron emisarios de Ruzozi y de Mbúa, y poco después de Maya, anunciando que en todas partes había tenido eco la voz de Ucucu y su consejo, y que el rey Quiganza me ordenaba emprender sin demora el viaje a Maya. No esperé segundas órdenes, e inmediatamente hice traer el hipopótamo y enjaezar una vaca para el servicio de Niezi, y me despedí de Ucucu, de sus hijos y de sus mujeres en medio de recíprocas muestras de amistad. Después emprendimos la marcha, siguiéndonos a pie los emisarios y un hijo y dos siervos de Ucucu como escolta de honor.

Desde Ancu-Myera a Maya hay seis horas de camino por el que yo traje a mi venida, y ocho siguiendo el curso del Myera; yo elegí el más largo para pasar por las dos ciudades amigas que hay en el trayecto: Ruzozi, la ciudad de la «colina», y Mbúa, llamada así por la fidelidad «canina» con que sus habitantes han seguido siempre la buena y la mala fortuna de los reyes mayas. Ruzozi está distante del Myera, y es una ciudad de agricultores y ganaderos; Mbúa se dedica a la pesca y a los trabajos metalúrgicos, y es muy rica y populosa. Sus habitantes pasan de ocho mil, mientras que Ruzozi tendrá unos tres mil, y Ancu-Myera quizás no llegue a esta cifra. En ambas ciudades fui recibido con entusiasmo y se agregaron a la comitiva algunos personajes de la intimidad de Nionyi y Lisu, que son los reyezuelos respectivos. Nionyi se llama así porque su marcha es tan rápida como el vuelo de un «pájaro», y Lisu u Ojazos (porque, en efecto, los tenía desmesuradamente grandes y abiertos) era el jefe leal que depuso a su predecesor Muno, con motivo de cuya condena había ocurrido mi muerte, esto es, la supuesta muerte de Arimi. Sus intereses estaban ligados con los míos, y sus muestras de adhesión fueron, por tanto, muy vehementes.

A la salida de Mbúa el río se ensancha y permite el paso de los hombres y de las bestias, que es necesario porque Maya se encuentra en la margen opuesta. Algunos de los hombres de a pie cruzaron por un puente de madera que está mucho más abajo, sobre dos tajos, entre los cuales el río se estrecha para precipitarse en altísima catarata.

Desde los tajos se contempla ya el panorama de la ciudad de Maya, situada en el término de un suave declive y extendida en un espacio tal, que la mirada no puede abarcarla en conjunto. Como los edificios son de planta baja y separados los unos de los otros, una población de veinte mil habitantes exige un área tan extensa como la de Madrid. El plano de la ciudad está formado por más de cien núcleos diferentes, pues cuando ha sido preciso ensanchar el núcleo primero, que constituyó en lo antiguo un pueblo insignificante, se han ido levantando a distancia como de mil pies, edificios centrales para residencia de la autoridad, y alrededor de ellos casas irregularmente diseminadas, hasta tocar en las pertenecientes a otro grupo. Tal sistema parece desde cerca muy irregular, pero desde lejos produce el efecto agradable de una gigantesca colmena, y permite conocer la marcha que ha seguido en su evolución la ciudad primitiva.

Entre cuatro y cinco de la tarde hice mi entrada en Maya, y difícilmente olvidaré las circunstancias que la acompañaron. A las puertas de la ciudad estaba el rey Quiganza rodeado de un centenar de próceres. Todos vestían túnicas de colores verde y blanco, excepto la del rey, que era verde y roja. El rey llevaba además, como signos de distinción, un collar de piedras brillantes, y sobre su cabeza colosal, a la que debía su nombre de Quiganza, una diadema de plumas irisadas. Sus acompañantes llevaban sólo penacho de plumas blancas y rojas, areles y cinturón de piel. Detrás de este grupo había otro de gentes de inferior calidad y presencia, y, por último, dos largas filas de soldados vestidos como los del ejército de Quizigué.

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