La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid (6 page)

BOOK: La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid
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Después de la pesada ceremonia de las salutaciones, descendí del hipopótamo (del cual, así como de conducir a Niezi a mi antigua morada, se encargaron cuatro de los circunstantes de segunda fila) y presenté al monarca a los hombres de mi séquito, que, cumplida su misión, emprendieron el regreso a sus hogares. Rompíase la marcha por entre la doble fila de tropas, y llegamos a una gran plaza en cuyo centro se eleva un espacioso tembé que yo creí ser el palacio real, y era el sitio donde se reunían los representantes del país. Esto no me extrañó, pues por las indicaciones de Niezi sabía ya que el gobierno maya tenía mucho de parlamentario, y sin necesidad de tales indicaciones, bastaba conocer la organización del gobierno local para inferir la existencia de un yaurí colectivo que asumiera la representación de los diferentes yauríes locales.

El edificio era una nave cuadrilonga, como, según la tradición, era el arca de Noé, y por sus cuatro costados guarnecida de pórticos de estilo griego. Las columnatas eran hileras de árboles desmochados a diversas alturas, y los arquitrabes y cornisas zarzos de cañizo cubiertos de una especie de pizarra que sirve también para reforzar el pajote de los tejados y para enlosar los pavimentos. En el interior, las paredes, revestidas de barro gris, no ostentaban ningún adorno, y en el testero principal, a la derecha de la puerta de entrada, había un dosel, debajo del cual nos sentamos el cabezudo Quiganza, su sobrino, que es el príncipe heredero, y yo; los representantes, cuyo número era de ciento uno, se fueron sentando por orden en un banco de madera adosado a la pared. Un grupo de cincuenta a la derecha, otro de veinticinco enfrente, y el resto en el banco de la izquierda. De esta suerte, el centro del salón quedaba libre, y los muros parecían adornados por numerosas estatuas, en las que se combinaban de un modo extraño los colores verde y blanco de las túnicas, con el negro de la cara y los brazos, y el blanco y rojo de los penachos.

A un silbido lanzado por el cabezudo Quiganza, el ala derecha de los uagangas, que así se llaman por extensión los representantes, aunque este nombre es más propio de los consejeros, se levantó, y, avanzando hasta la mitad de la sala, se dispuso a ejecutar una danza originalísima, de la que difícilmente podré aquí dar idea.

El que figuraba a la cabeza de la fila, hombre viejo y de fisonomía expresiva, llamado Mato por ser muy «orejudo», hizo unas muecas muy raras: abría la boca hasta formar con ella una O; elevaba los ojos al ciclo y cruzaba las manos sobre el pecho; después cerraba los ojos, descruzaba las manos y juntaba la boca, bostezando con gran ruido. Y lo curioso del espectáculo era que, como si todos los hombres de su fila estuvieran unidos por una corriente eléctrica, según se iban mirando unos a otros, abrían todos la boca como el orejudo Mato la abría; alzaban los ojos como él los alzaba; juntaban las manos como él las juntaba, y deshacían todas estas gesticulaciones como él las deshacía, hasta venir a parar en el bostezo, que resonaba como un fuerte huracán. Esta primera figura de la danza es la salutación.

Después siguió un cuadro muy bello, en que además de mover la boca y guiñar los ojos de muy extraños modos, se meneaban las piernas y los brazos como en el clásico fandango andaluz, y no se sabía qué admirar más, si la perfección artística con que el director representaba la figura, o si la rapidez y exactitud con que todos, cual si fuesen monos amaestrados, la copiaban. Sin embargo, con sus habituados ojos, el cabezudo Quiganza debió ver algo que yo no veía, pues antes que terminase el cuadro silbó de una manera particular, e inmediatamente el jefe separó de la fila a uno de los danzantes, que fue a sentarse en los bancos de la izquierda.

Al fandango (si así es permitido llamarle) siguió otra figura que, si bien muy difícil de ejecutar, me pareció menos artística. Consistía en sacar la lengua todo lo más posible, sujetarla con los dientes y hacerla girar en redondo con gran velocidad. Esta es la gimnasia que emplean como preparación para el arte oratorio, en el que llegan a una considerable altura. El final de este cuadro no me atreveré a reproducirle, porque, sin contener nada que amengüe el prestigio de la respetable clase de uagangas, pudiera chocar un tanto con nuestras costumbres, más exigentes en materia de aseo que las de los pueblos africanos. Basta saber que no cayó en falta ninguno de los ejecutantes.

Para terminar, el director dejó caer los brazos, y sin gran esfuerzo se puso a cuatro patas, si bien las traseras (o sea los verdaderos pies) quedaron un poco encogidas. Todos le imitaron casi instantáneamente, y a seguida emprendieron unos tras otros una rápida carrera alrededor de la sala, a la que dieron seis vueltas, hasta que jadeantes se sentaron en sus bancos en medio de un rumor de aprobación. Diez hombres habían caído en la carrera, y se sentaron en los bancos de la izquierda.

Este último ejercicio, que a los lectores europeos parecerá un poco brutal, tiene su razón de ser en que los valientes mayas recurren para cazar las fieras al artificio de cubrirse con pieles semejantes a las de éstas, y acometerlas corriendo a cuatro pies y llevando un cuchillo en la boca. Antes que el desgraciado animal conozca el engaño, su acometedor le sepulta impunemente el cuchillo en lugar donde la muerte sea segura e inmediata.

Tras un breve reposo sonó un nuevo silbido del cabezudo Quiganza, y el ala izquierda, reforzada por los excluidos de la derecha, en conjunto treinta y siete uagangas, entró en juego, comenzando, según costumbre, por donde la anterior había terminado. Dieron una carrera completa, con mayor velocidad, si cabe, que las precedentes, y el director, viejo muy flaco y ágil, llamado Menu por el descomunal tamaño de su «dentadura», para terminar, se plantó en el centro de la sala, se puso en cuclillas y comenzó a moverse con tal habilidad, que parecía una campana. Aunque todos pretendían imitarle, no llegó a dos docenas el número de los que lo consiguieron, pues la figura exigía que las piernas se sostuvieran firmes como caballetes, y que sobre ellas el cuerpo y la cabeza, en perfecto equilibrio, se balancearan sin caer para atrás ni dar de hocicos en el suelo. En esta forma reman los mayas, que siendo un pueblo muy dado a la navegación, pone sus cinco sentidos en educar la juventud para la marinería, y tiene el gran sentido práctico de convertir los ejercicios de instrucción en juegos populares, mezclando, con el supremo arte de los clásicos, lo agradable con lo útil.

Otra figura de la danza consistió en imitar gritos de animales, y lo hacían con tan maravillosa perfección que llegué a sentir miedo. Estos son los gritos que emplean en la caza y en la guerra.

Por último, ejecutaron una marcha muy extraña, valiéndose también de pies y manos, pero en forma distinta de la primera, pues ahora saltaban como saltan los conejos, dando al mismo tiempo agudos chillidos como las ratas. Así recorrieron varias veces la sala en distintas direcciones, hasta que el rey dio la señal de alto. De todos estos juegos sólo habían salido diez y ocho airosamente, y los demás se fueron acogiendo al banco que estaba frente a nosotros.

Los que en él se sentaban siguieron la danza, y aun a riesgo de ser pesado, no omitiré la indicación de las que ejecutaron. El comienzo fue la marcha a saltos, que terminó con una pantomima muy graciosa, en que todos los saltarines hacían con la cara gestos muy semejantes a los del conejo cuando come. En este extremo ninguno igualaba al jefe, que es el inventor del juego, y por esta razón se llama Sungo, que quiere decir «conejo».

Noté que de todas las figuras ésta era la que más agradaba al rey, quien retrasó el silbido reglamentario y tuvo a los ejecutantes cerca de media hora moviendo la boca, la nariz y las orejas. En todos los pueblos hay un animal que simboliza la astucia: en Asia, el chacal; en Europa, la zorra. En Maya no hay zorras ni chacales, y el instinto popular cifra todos los rasgos de la astucia en el conejo, cuyo fruncimiento constante de hocico, contrastando con la impasibilidad de su mirada y la posición expectante de sus orejas, ofrece cierto aire de picardía, que nosotros los psicólogos europeos no hemos advertido. Un artista como Sungo, haciendo la figura del conejo revela más graciosa malicia y zahiere con más refinada intención, que la cantante parisiense más procaz o el orador parlamentario más maestro en el arte de las reticencias.

Cuando el cabezudo Quiganza tuvo a bien darse por satisfecho, el malicioso Sungo inició un baile del corte de nuestros tangos cubanos, con el que se mezclaban gritos feroces en los que creí notar la alegría salvaje de los cantos de triunfo. Después siguió un cuadro de natación en el que muchos cayeron en falta, pues había que poner el cuerpo horizontal, sostenerse sobre una sola pierna, como las grullas, y mover la otra pierna y los brazos como cuando se nada. Veintiséis uagangas quedaron excluidos en esta suerte y tuvieron que abandonar el local; de donde yo deduje que acaso estas ceremonias equivaldrían a nuestros complicados procedimientos electorales y servirían para aquilatar el mérito de los candidatos y excluir a los que no fuesen dignos de tomar parte en las deliberaciones.

Ello fue que, cuando sólo quedaron los que habían imitado con exactitud los ejercicios, danzas, gestos y gritos de alguno de los tres directores, todos se levantaron, y confundidos en un solo grupo se dirigieron hacia la puerta principal, dando saltos y con los brazos extendidos y las manos colgantes a la manera de los osos. Así fueron hasta la plaza, mientras Quiganza, el príncipe y yo, nos, quedábamos en el dintel presenciando el nuevo espectáculo.

Todos los ciudadanos en masa habían acudido frente al palacio, y cuando salieron de él los uagangas, la danza se generalizó. Era maravilla ver cómo un gesto, un salto, una zapateta, un chillido, corrían de cara en cara, de cuerpo en cuerpo, de boca en boca, de tal suerte que, siendo miles los danzantes que allí estaban, parecían sólo tres, Mato, Menu y Sungo, cuyas figuras se reflejaran en mágica combinación de impalpables espejos y se multiplicaran de una manera prodigiosa.

Jamás en mis viajes por Europa, en los que siempre procuré profundizar cuanto mis alcances me permitían sobre el carácter y las costumbres, las virtudes y los vicios de la sociedad, había yo presenciado nada comparable a esta diversión. Y no estaría de más que la presenciaran muchos censores de mala voluntad, que todo lo que no es europeo lo encuentran detestable y que afirman con error patente que en Europa están los únicos centros de producción del «servum pecus», tan útil para la vida ordenada y próspera de las naciones.

La fiesta se prolongó hasta la puesta del sol; pero antes el cabezudo Quiganza, al que seguimos el príncipe y yo y una pequeña escolta, se dirigió a su palacio, en cuyos umbrales obtuve permiso para retirarme a descansar. El príncipe, que se me había mostrado muy solícito, me acompañó hasta mi morada, que estaba muy cerca de la del rey.

CAPÍTULO V

La vida privada de los mayas.—Antigua organización de la familia.—Recuerdos de mi primera noche en la mansión de Igana Iguru.

En Maya la vida social duraba hasta la puesta del sol. No se tenía idea del alumbrado público, ni de los espectáculos nocturnos; no existían cafés ni otros lugares de reunión. Al anochecer, cerradas las puertas de la ciudad, que están unidas entre sí por altas y espesas empalizadas, ningún ser viviente podía entrar ni salir hasta el nuevo día. Junto a cada una de las puertas había un pequeño cuartel, donde vivían los soldados con sus familias; pero las guardias no las hacían hombres ni mujeres, sino gallos, de sueño más ligero, que daban el grito de alarma al menor ruido de hombres o de fieras que escuchaban media legua a la redonda. Dentro de la ciudad, cada hombre se refugiaba en su guarida; las calles quedaban silenciosas, y en cada habitación comenzaba una nueva vida, la vida íntima del hogar, llena de pequeños placeres y de menudos cuidados, de expansiones y de misterios.

He de confesar que si la vida exterior de estas ciudades no llegaba a satisfacerme por completo, la vida doméstica me seducía hasta el punto de hacerme olvidar, durante meses enteros, mi querida patria. Los mayas son sobrios en el dormir, más aún que en el comer, y con seis horas de reposo tienen más que suficiente; las otras seis horas de la noche (pues la duración de días y noches es constantemente de doce horas) las consagraban a la vida de familia. Ya trabaje el hombre en su propia casa, ya fuera de ella, durante el día vive en trato exclusivo con otros hombres. De día sólo eran visibles las mujeres que en virtud de condena tenían que trabajar en los campos; las demás vivían incomunicadas, muy a su placer, dentro de los gineceos, entretenidas en sus quehaceres, según vimos en casa de Ucucu.

Esta existencia, que parecerá insoportable, es en realidad, justo es decirlo, la más propia del sexo débil, siempre que tenga el natural complemento de la poligamia, institución creada en su beneficio, pues gracias a ella se hace imposible la miseria y la prostitución de la mujer, y se resuelve un problema doméstico que en las naciones civilizadas es insoluble. Me refiero a la necesidad que tiene la mujer de vivir dentro de casa para llenar cumplidamente su misión, y a la necesidad que también tiene de tratarse con otras personas de su sexo y de su clase. Entre nosotros, la cuestión se resuelve rara vez armónicamente: hay mujeres que llevan la vida de pobres prisioneras, y hay otras que trasplantan su hogar a la casa de sus amigas, a los paseos y a los teatros. Entre los mayas la solución es perfecta. Si el hombre cuenta con riquezas, crea dentro de su casa una sociedad femenina, en la que cada mujer ocupa el rango que corresponde a sus méritos, y todas satisfacen dos aspiraciones inherentes a su naturaleza: la de hallar un protector que atienda a sus necesidades y a las de sus hijos, y la de tener compañeras con quienes departir, murmurar, enfadarse y desenfadarse, reñir y hacer las paces, distraer, en suma, el espíritu por medio de juegos inofensivos, que por falta de libertad no pueden degenerar en faltas vituperables. Los hombres pobres que no pueden sostener varias mujeres ni servidumbre, se asocian (generalmente los individuos de una misma familia) para vivir en una sola casa, que se divide con equidad y procurando que las habitaciones de las mujeres comuniquen entre sí. De este modo, las mujeres viven en comunidad durante el día, sin los peligros que serían de temer entre nosotros, habituados a entremeternos a todas horas en los asuntos caseros. Esto entre los hombres libres; los que voluntariamente o por herencia o por delito vivían en la servidumbre, tenían por casa la de su señor, quien se obligaba, en cambio de los servicios recibidos, a sostener al siervo y a su familia: a su mujer o a sus mujeres, que de día acompañaban como siervas a las mujeres del señor, y a sus hijos, que vivían también hasta cierta edad con los hijos del señor.

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