La corona de hierba (101 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: La corona de hierba
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—De eso no me he enterado —contestó Sila mirando hacia donde Catulo César hablaba con su habitual engreimiento y de forma airada con su hermano el censor y con Quinto Mucio Escévola, que parecía enfadado. Sila sonrió—. Se equivoca de interlocutor con Quinto Mucio si está diciendo cosas insultantes de Mario.

—¿Por qué? —inquirió el Meneitos, curiosamente más indignado que el propio Sila.

—Porque hay una boda en perspectiva. Quinto Mucio va a entregar su hija al joven Mario en cuanto sea mayor de edad.

—¡Por los dioses! ¡Podría casarla mucho mejor!

—¿Ah, sí, amigo mío? —contestó Sila alzando una ceja—. ¡Piensa en el dinero que tiene!

Cuando Sila emprendió el regreso a casa, no quiso que le acompañara nadie salvo Catulo César y Metelo Pío, aunque al llegar a ella entró solo y los despidió con un ademán. La casa estaba tranquila y no se veía a su esposa, cosa que le satisfizo profundamente, porque no estaba seguro de haber podido soportar sus zalamerías sin matarla. Se apresuró a encerrarse en su despacho, echando las persianas de la ventana que daba a la columnata. Dejó caer la toga al suelo y apartó el albo montón de una patada; su rostro reflejaba al fin sus sentimientos. Se acercó a la consola en que estaban los seis templos en miniatura perfectamente restaurados, recién pintados y dorados. Los cinco de sus antepasados los había hecho reparar después de su entrada en el Senado; en el sexto guardaba su propia mascarilla, entregada la víspera por el taller de Mago, en el Velabrum.

El cierre estaba muy bien disimulado en el entablamento de la primera fila de columnas. Al pulsarlo, las columnas se abrieron por el centro en doble puerta. Dentro se vio a si mismo: un rostro de tamaño natural, unido a la mitad anterior del cuello, con orejas incluidas; detrás de ellas había unas cintas para sujetarla cuando se portaba y que ahora ocultaba la peluca.

La
imago
de cera de abejas era una obra de arte; tenía la tez del mismo color que la de Sila; el marrón de cejas y pestañas naturales era igual que el que usaba él a veces para teñírselas cuando asistía al Senado o iba a alguna fiesta. Los labios, perfectamente dibujados, estaban levemente abiertos porque Sila siempre respiraba por la boca; los ojos eran exactos. Sin embargo, observándola con más detalle, se advertía que las pupilas eran pequeños orificios a través de los cuales el actor que llevaba la máscara pudiese ver lo suficiente si le llevaban de la mano. Sólo en la peluca había fallado Magio del Velabrum en cuanto a similitud de color, porque no había podido encontrar ese pelo. No faltaban en Roma peluqueros y pelucas, y había unos tonos de rubio y rojo que eran los que más se usaban. La principal fuente de aprovisionamiento eran bárbaros galos y germanos, obligados a desprenderse de su cabellera por los tratantes de esclavos o por sus amos que necesitaban dinero. La obra de Magio era más roja que la mata de pelo de Sila, aunque la exuberancia y disposición eran exactas.

Sila estuvo largo rato contemplándose, sin lograr sobreponerse de la visión que de él tenían los demás. El espejo de plata más perfecto no reflejaba tan fidedignamente su rostro como aquel
imago
. Haré que los escultores del taller de Magio cincelen unos bustos y una estatua de tamaño natural con armadura, se dijo, complacido con aquella imagen que veían los demás. Finalmente, su mente volvió a la perfidia de Mario y su mirada se hizo neutra; luego dio un saltito, tiró con los dedos de dos palanquitas en el suelo del templo y la máscara de Lucio Cornelio Sila avanzó desde el interior para detenerse, lista para que alguien la despojara de la peluca y la apartara de su base, que era un molde de barro del rostro de Sila. Pegada al relieve de su propio rostro y a resguardo de la luz y el polvo en la oscuridad del templete, la máscara duraría varias generaciones.

Sila se llevó las manos a la cabeza y se qiitó la corona de hierba para ponerla sobre la peluca de la máscara. Ya el día mismo en que habían arrancado los tallos del campo de Nola estaban oscurecidos y sucios, por proceder de un campo de batalla; y los dedos que los habían trenzado no eran los dedos hábiles y delicados de una florista, sino los del centurión
primus pilus
Marco Canuleio, más acostumbrados a enarbolar una nudosa
clava
de vid. Ahora, siete meses después, la corona de hierba se había mustiado y era un trenzado de delgados hilos como cabellos, y las pocas hojas que quedaban estaban secas y arrugadas. Pero aguantas, mi hermosa corona de hierba, pensó Sila, colocándola en la peluca debidamente. Sí, aguantas; estás hecha de hierba itálica, trenzada por un soldado romano. Durarás. Igual que yo. Y juntos llevaremos a la ruina a Cayo Mario.

El Senado volvió a reunirse al día siguiente de la ceremonia oficial del nombramiento de los nuevos cónsules, convocado por Sila. Por fin había un nuevo príncipe del Senado, nombrado durante las ceremonias del día de año nuevo. Era Lucio Valerio Flaco, el «hombre de paja» de Mario, segundo cónsul el año en que Mario había ocupado la silla curul por sexta vez, había sufrido el primer infarto y no había podido impedir los desmanes de Saturnino. No era un nombramiento muy bien visto, pero eran tantas las limitaciones, precedentes y reglas, que sólo Lucio Valerio Flaco había reunido las condiciones por ser patricio, jefe de fila de un grupo de senadores, consular, censor, e
interrex
más veces que ningún otro senador patricio. Nadie se hacía ilusiones de que llenase el hueco de Marco Emilio Escauro con tanta donosura y firmeza. Ni el propio Flaco.

Antes de convocar formalmente la reunión, había ido a ver a Sila para hablarle confusamente de los problemas de Asia Menor, con frases tan incoherentes y premisas tan ambiguas que Sila le había parado los pies, señalando la necesidad de recurrir a los presagios. Como ahora era augur, presidió las ceremonias junto con Ahenobarbo, pontífice máximo. Otro que tampoco tiene muy buen aspecto, pensó Sila con un suspiro; era deplorable el estado del Senado.

Sila no había dedicado todo el tiempo desde su regreso a Roma a visitar amigos, posar para Magio en el Velabrum, charlar de cosas insustanciales, atender a su aburrida esposa y ver a Cayo Mario. Sabiendo que iba a ser cónsul, la mayor parte del tiempo lo había dedicado a hablar con los caballeros que más respetaba o sabía más capaces, a hablar con los senadores que habían permanecido en Roma durante la guerra (como el nuevo pretor urbano Marco Junio Bruto) y a hablar con personas como Lucio Decumio, miembro de la cuarta clase y encargado de la cofradía del cruce.

Ahora, puesto en pie, se disponía a demostrar a la Cámara que Lucio Cornelio Sila era una persona que no toleraba oposición.

—Príncipe del Senado, padres conscriptos, no soy orador —comenzó diciendo, totalmente inmóvil delante de su silla curul—, por lo que no esperéis bellos discursos. Lo que os daré será una explicación sencilla de los hechos, seguida de un esbozo de las medidas que trataré de tomar para remediar la situación. Podéis debatir los resultados, si lo juzgáis necesario, pero quiero recordaros que la guerra aún no ha concluido satisfactoriamente. Por consiguiente, no quiero seguir en Roma más tiempo del debido. Quiero también advertiros que trataré sin contemplaciones a los miembros de esta augusta Cámara que intenten entorpecer mi labor por vanagloria o intereses personales. No estamos para aguantar la clase de payasadas a que se dedicaba Lucio Marcio Filipo los días anteriores a la muerte de Marco Livio Druso. Espero que lo hayas oído, Lucio Marcio.

—Tengo los oídos totalmente abiertos, Lucio Cornelio —replicó Filipo con voz cansina.

Otro habría contestado a Filipo con cuatro palabras bien dichas, pero Lucio Cornelio Sila lo hizo con la mirada. A pesar de las risitas, aquellos extraños ojos claros recorrieron las gradas buscando culpables, y la expectativa de un enfrentamiento verbal fue cortada de raíz, las risas cesaron y todos consideraron oportuno inclinarse hacia adelante y adoptar una actitud de sumo interés.

—Ninguno de nosotros ignora la grave situación financiera de Roma, tanto en el área pública como en la privada. Los cuestores urbanos me comunican que el Tesoro está vacío y los tribunos del Tesoro me han dado la cifra de lo que debe Roma a las diversas empresas e individuos de la Galia itálica; una cifra superior a tres mil talentos de plata y que aumenta a diario por dos motivos: primero porque Roma se ve aún obligada a comprar a esas empresas e individuos; segundo, porque el monto principal no se ha pagado, los intereses no se han pagado y no siempre podemos abonar los intereses de los intereses impagados. Los negocios se van a pique. Los que en el sector público han prestado dinero, no pueden cobrar deudas ni intereses, ni intereses sobre los intereses impagados. Y los que han pedido dinero prestado están aún en peores condiciones.

Pensativo, posó la vista en Pompeyo Estrabón, que estaba sentado en la primera fila de la derecha junto a Cayo Mario, mirándose la nariz tranquilamente. Los ojos de Sila parecían decir al resto de la Cámara: ahí tenéis a un hombre que habría debido dedicar un poco de tiempo al margen de sus actividades militares para hacer algo por la vertiginosa crisis económica de Roma, en particular después de la muerte del pretor urbano.

—Por consiguiente, requiero que esta Cámara envíe un
senatus
consultum
a la asamblea de todo el pueblo representado por sus tribus, patricias y plebeyas, solicitando una
lex Cornelia
al siguiente efecto: que todos los deudores, ciudadanos romanos o no, queden obligados a pagar únicamente interés simple, es decir interés sólo sobre la deuda contraída, al porcentaje acordado por las partes en el momento del préstamo. Queda prohibido el cobro de interés compuesto y del interés simple a un porcentaje más alto del acordado en principio.

Ahora se oían murmullos, sobre todo procedentes de los que habían prestado dinero, pero la invisible amenaza que irradiaba Sila los apagó. Era inequívocamente romano de pies a cabeza; tenía la voluntad de un Cayo Mario pero con la actitud de un Marco Emilio Escauro, y nadie consideró por un instante —ni siquiera Lucio Casio— tratar a Lucio Cornelio Sila como habían tratado a Aulo Sempronio Aselio. No era la clase de persona contra quien se organiza una conjura para asesinarla.

—No hay vencedores en una guerra civil —añadió Sila con voz pausada—. Y esta guerra que ya toca a su fin es una guerra civil. Mi opinión personal es que ningún itálico puede jamás ser romano, pero soy lo bastante romano para respetar las leyes que últimamente se han promulgado para que los itálicos se conviertan en romanos. Roma no obtendrá botín, ni indemnización suficiente para cubrir con una capa de lingotes de plata el suelo del templo de Saturno.

—¡
Edepol!
¿Qué oratoria es ésa? —inquirió Filipo a los que estaban cerca de él.


Tace!
—gruñó Mario.

—Los tesoros de los itálicos están tan agotados como el nuestro —prosiguió Sila, sin hacer caso de aquel cruce de palabras—. Los nuevos ciudadanos que figurarán en los rollos están cargados de deudas y empobrecidos como los propios romanos. En tales circunstancias, habrá que empezar de nuevo en otra parte, ya que promulgar una anulación general de deudas es impensable. Pero tampoco se puede agobiar a los deudores hasta ahogarlos. En otras palabras, lo lógico y equitativo es reducir los dos términos del binomio. Y eso es lo que pretende la lex Cornelia.

—¿Y la deuda de Roma a la Galia itálica? —inquirió Mario—. ¿Cae dentro del ámbito de la lex Cornelia?

—Desde luego, Cayo Mario —contestó Sila complacido—. Todos sabemos que la Galia itálica es muy rica. La guerra en la península no la afectó y ha ganado mucho dinero con esta guerra. Por consiguiente, ella y sus comerciantes pueden perfectamente soportar la anulación de medidas como el interés compuesto. Gracias a Cneo Pompeyo Estrabón, toda la Galia itálica al sur del Padus es ahora totalmente romana y a los principales centros al norte del río se les han otorgado derechos latinos. Yo creo que es muy justo que la Galia itálica reciba el mismo trato que las demás comunidades romanas o latinas.

—No les hará muy felices llamarse clientes de Pompeyo Estrabón cuando conozcan que esta
lex Cornelia
es aplicable en la Galia itálica —musitó Sulpicio a Antistio con una sonrisa.

—Propones una buena ley, Lucio Cornelio —dijo de pronto Marco Junio Bruto—, pero no va lo bastante lejos. ¿Y en los casos en que el litigio sea inevitable y una de las partes no tenga dinero para depositar el
sponsio
ante el pretor urbano? Aunque estén cerrados los tribunales de quiebra, hay muchos casos en que el pretor urbano tiene potestad para dirimir sin los procedimientos jurídicos habituales. Siempre que se haya depositado la fianza, claro. Pero tal como estipula la ley actualmente, si no se deposita la suma en litigio el pretor urbano tiene las manos atadas y no puede dirimir el caso ni dar un fallo. ¿Puedo sugerir una segunda
lex Cornelia
eximiendo del depósito del
sponsio
en casos de deuda?

—¡Bien, ésas son las cosas que me gusta oír,
praetor urbanus
! —exclamó Sila, riendo y dando una palmada—. ¡Soluciones lógicas a asuntos problemáticos! ¡Sí, sí, promulguemos una ley que exima del
sponsio
al buen criterio del pretor urbano!

—Bueno, si vamos a llegar a eso, ¿por qué no abrir los tribunales de quiebra? —inquirió Filipo, aterrado ante una ley relacionada con la recaudación de deudas, dado que siempre estaba endeudado y era uno de los peores pagadores de Roma.

—Por dos razones, Lucio Marcio —contestó Sila, hablando como si el comentario de Filipo hubiese sido serio y no sarcástico—. Primero, porque aún no contamos con suficientes magistrados para los tribunales, y el Senado ha quedado tan mermado que sería difícil hallar los jueces extraordinarios, dado que deben poseer conocimientos legales de índole pretoriana. Segundo, porque la quiebra es un procedimiento civil y los llamados tribunales de quiebra los conforman totalmente jueces especiales nombrados a criterio del pretor urbano. Lo que nos lleva directamente a la razón primera, ¿no es cierto? Si no tenemos personal para los tribunales criminales, ¿cómo vamos a dotarnos de personal para los juicios más flexibles y discrecionales por delitos civiles?

—¡Sucinta explicación! Gracias, Lucio Cornelio —dijo Filipo.

—No hay de qué, Lucio Marcio. Y quiero decir que no hay por qué volver a hablar de eso. ¿Entendido?

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