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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (104 page)

BOOK: La corona de hierba
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—Es el azar del matrimonio, Mamerco. Mira yo: casado con la hija menor de Lucio Craso Orator, cuya hija mayor tiene ya tres hijos. Y mi Licinia aún no ha concebido… ¡y no será porque no lo intentemos, créeme! Por eso pensamos adoptar a uno de sus sobrinos.

Mamerco frunció la frente y pareció súbitamente inspirado.

—¡Te sugiero que hagas lo que va a hacer Lucio Cornelio! Divórciate de Licinia Minor alegando esterilidad y cásate con Dalmática.

—No, Mamerco, no puedo. Quiero mucho a mi esposa —contestó el Meneitos malhumorado.

—Entonces, ¿hemos de considerar en serio la propuesta de Lucio Cornelio?

—Ah, desde luego. Él no es rico, pero tiene algo mejor. Es un gran hombre. Mi prima Dalmática ha estado casada con un gran hombre y está acostumbrada. Lucio Cornelio llegará lejos, Mamerco. No sé por qué estoy tan profundamente convencido, ya que no sé en qué sentido puede llegar más lejos. ¡Pero sé que llegará! Lo sé. No es un Mario, ni un Escauro, pero estoy seguro de que eclipsará a los dos.

—Entonces —dijo Mamerco, poniéndose en pie— mejor será que veamos qué dice Dalmática. De todos modos, mañana no puede celebrarse la boda.

—¿Por qué no? ¿Aún estará de luto?

—No. Curiosamente el luto finaliza hoy y lo digo por eso, porque resultaría sospechoso que se casase mañana —contestó Mamerco—. Yo dejaría pasar unas semanas.

—No, tiene que ser mañana —replicó con firmeza el Meneitos—. Tú no conoces a Lucio Cornelio como yo. No hay nadie a quien estime y respete más. ¡Pero no se te ocurra contradecirle, Mamerco! Si acordamos la boda, ha de ser para mañana.

—Acabo de acordarme de una cosa, Quinto Cecilio. La última vez que vi a Dalmática, hará dos o tres intervalos de mercado, me preguntó por Lucio Cornelio y por nadie más, ni siquiera por ti, que eres su pariente más cercano.

—Bueno, estaba enamorada de él a los diecinueve años y a lo mejor sigue estándolo. Las mujeres son muy raras y tienen cosas así —dijo el Meneítos dándoselas de experimentado.

Cuando llegaron a casa de Marco Emilio Escauro y se vieron con Cecilia Metela Dalmática, Metelo Pío comprendió lo que había querido decir Mamerco calificándola de apocada. Un ratoncito, pensó el, de lo medrosa que la vio. Un ratoncito muy atractivo, en cualquier caso, y de carácter muy dulce. No se le ocurrió pensar cómo se habría sentido él de haber sido obligado a casarse a los dieciséis años con una mujer de sesenta; las mujeres tenían que obedecer y un sexagenario tenía más que ofrecer en todos los aspectos que una hembra mayor de cuarenta y cinco años. Fue él quien inició la conversación, por haber acordado que, al ser su pariente más próximo, asumía oficialmente el papel de paterfamílias.

—Dalmática, hoy hemos recibido una oferta de matrimonio para ti. Te aconsejamos encarecidamente que aceptes, aunque creemos que debes tener el derecho a declinar el enlace si lo deseas —dijo Metelo Pío, muy formalista—. Eres la viuda del príncipe del Senado y la madre de sus hijos. No obstante, consideramos que es improbable que se te presente mejor ocasión de matrimonio.

—¿Quién me ha pedido, Quinto Cecilio? —inquirió Dalmática con un hilo de voz.

—El cónsul Lucio Cornelio Sila.

Una expresión de gozo e incredulidad inundó su rostro, el gris de sus ojos se tornó plata brillante y con sus manos esbozó casi un aplauso.

—¡Acepto! —musitó.

Los dos hombres se quedaron sorprendidos, pues esperaban haber tenido que recurrir a persuasivos razonamientos para que Dalmática aceptase.

—Quiere casarse contigo mañana —dijo Mamerco.

—¡Hoy mismo, si quiere!

¿Qué iban a decir? ¿Qué podía decirse?

—Eres una mujer muy rica, Dalmática —alegó Mamerco, por decir algo—. No hemos hablado con Lucio Cornelio respecto a la disposición de una dote. Yo creo que él sabe perfectamente que eres rica, aunque lo considere algo secundario, pues alega que se ha divorciado de su mujer porque es estéril, y que no quería casarse con una mujer joven, sino más bien con una mujer sensata, capaz aún de engendrar hijos, y preferentemente con una que los tenga ya, como prueba de su fertilidad.

La ponderada explicación ensombreció un tanto su radiante rostro, pero ella asintió con la cabeza como si lo entendiera y no dijo una palabra.

Mamerco se adentró en el barrizal de los asuntos financieros.

—Desde luego no podrás seguir viviendo aquí. Esta casa pertenece ahora a tu hijo y quedará bajo mi custodia. Sugiero que preguntes al matrimonio que te hace compañía si quieren seguir viviendo aquí hasta que tu hijo tenga edad para asumir responsabilidades legales. Los esclavos que no quieras llevarte al nuevo domicilio, pueden quedarse aquí con los caseros. Sin embargo, la casa de Lucio Cornelio es muy pequeña comparada con ésta. Creo que te parecerá
claustris
.

—La que yo encuentro
claustris
es ésta —respondió Dalmática con un deje de ironía. ¿Sería posible?

—Una nueva vida exige una nueva casa —dijo Metelo Pío, tomando el relevo del empantanado Mamerco—. Si a Lucio Cornelio le parece bien, podemos convenir aportar un
domus
tan grande como éste en una zona adecuada a gente de vuestra condición. Tu dote la constituye el dinero que te dejó tu padre, mi tío Dalmático. Y además dispones de una gran suma heredada de Marco Emilio que, en puridad, no puede constituir parte de la dote. No obstante, para tu seguridad, Mamerco y yo miraremos el modo de que quede incluida en el contrato pero siendo tuya. No creo que sea prudente dejar que Lucio Cornelio disponga de tu dinero.

—Como os parezca —dijo Dalmática.

—Entonces, si Lucio Cornelio acepta estas condiciones, la boda puede celebrarse mañana a la hora sexta. Y hasta que encontremos una casa nueva, vivirás con Lucio Cornelio en su casa —dijo Mamerco.

Como Lucio Cornelio estuvo de acuerdo, impertérrito, a la hora sexta del día siguiente, él y Cecilia Dalmática se unían en matrimonio, oficiado por Metelo Pío y con Mamerco de testigo. Se prescindió de todo boato y después de la breve ceremonia, que no fue una
confarreatio
, los novios se dirigieron a casa de Sila acompañados de los dos hijos de la novia, Metelo Pío, Mamerco y los tres esclavos que había pedido llevarse la casada.

Cuando Sila la cogió en brazos para cruzar el umbral, ella se sobrecogió al advertir la soltura con que lo hacía. Mamerco y Metelo Pío entraron a tomar una copa de vino, pero se marcharon tan de prisa que Crisógono, el nuevo mayordomo, estaba aún ocupado enseñando a los niños y a su tutor las habitaciones que les destinaban y los dos esclavos permanecían encogidos sin saber qué hacer en un rincón del jardín peristilo. Los novios estaban solos en el atríum.

—Bien, esposa —dijo Sila llanamente—, te has casado con otro viejo, y sin duda volverás a quedarte viuda.

A Dalmática le pareció una afirmación tan insultante, que contuvo un grito sin saber qué responder.

—¡No eres un viejo, Lucio Cornelio!

—Tengo cincuenta y dos años. Viejo en comparación con tus treinta.

—¡Eres joven, comparado con Marco Emilio!

Sila echó hacia atrás la cabeza y rompió a reír.

—Sólo hay un sitio para demostrarlo —replicó, levantándola de nuevo—. ¡Hoy no cenas, esposa! Vamos a la cama.

—Pero… ¿y los niños? Están en una casa nueva…

—Ayer compré otro mayordomo después de divorciarme de Elia y es muy dispuesto. Se llama Crisógono, un griego muy zalamero; pero son los mejores mayordomos una vez que el amo se sabe todos sus trucos y ellos se percatan de que puede ser capaz de crucificarlos. Tus hijos estarán regiamente atendidos, porque Crisógono necesita congraciarse.

La clase de matrimonio que Dalmática había vivido con Escauro se hizo mucho más evidente cuando Sila la tumbó en la cama, porque la joven se bajó de ella precipitadamente, abrió el arca que había mandado traer de su casa y extrajo un impecable camisón de lino.

Mientras Sila la contemplaba fascinado, ella se volvió de espaldas, se desabrochó el precioso vestido de lana color crema, se lo sujetó bajo las axilas y logró meterse pudorosamente el camisón por la cabeza dejándolo caer antes de despojarse de la ropa. De la vestimenta de día pasó al atuendo de noche en un abrir y cerrar de ojos, y sin mostrar un ápice de piel.

—Quitate esa maldita prenda —dijo Sila a sus espaldas.

Ella se volvió y casi se quedó sin respiración. Su nuevo esposo estaba desnudo, y su piel era más blanca que la nieve, con el vello rizado del pecho y el bajo vientre del mismo color que su melena; un hombre sin bolsas en el diafragma, sin las arrugas de la senectud, un hombre duro y musculoso.

Escauro había estado horas manoseándola por debajo de la túnica, pellizcándole los pezones y hurgándole la entrepierna para conseguir una reacción del pene, el único miembro viril que ella había conocido, aunque realmente no lo hubiera visto. Escauro era un romano a la antigua, de los que realizan el coito con el mismo recato que se espera de la esposa; no sabia Dalmática que cuando coyuntaba con una mujer menos recatada que ella, su actuación sexual era muy distinta.

Sila, por el contrario, tan noble y aristocrático como su difunto esposo, se exhibía sin ningún pudor ante ella, con el pene tan grande y erecto como el del Príapo de bronce del despacho de Escauro.

No es que ella desconociera la anatomía íntima del hombre y de la mujer, dado que estaba bien representada en todas las casas: los genitales masculinos en las termas, los pedestales de las mesas y hasta en los murales; pero nunca se le había ocurrido ni remotamente relacionarlos con la vida conyugal. Eran simples adornos de los muebles. Para ella, la vida conyugal había sido un esposo que nunca se mostraba desnudo ante ella y que, a pesar de haber engendrado dos hijos, por la experiencia de ella era bien distinto a los príapos de los muebles y los objetos ornamentales.

Cuando, tantos años atrás, había conocido a Sila en aquella cena, se había quedado deslumbrada. Nunca había visto a un hombre tan hermoso, tan duro y tan fuerte y, sin embargo, tan… tan… ¿afeminado? Lo que había sentido por él entonces (y durante las veces que le había estado mirando a escondidas cuando él andaba preparando en Roma su candidatura a las elecciones de pretor) no era algo conscientemente carnal, pues ella era una mujer casada, con experiencia carnal, y eso lo relegaba como el factor menos importante y atractivo del amor. Su pasión por Sila era un capricho de quinceañera, algo intangible e inexplicable. Detrás de columnas y persianas le había acariciado con la vista, soñando con sus besos más que con su pene, suspirando por él del modo más romántico. Lo que ella quería era conquistarle, hacerle su esclavo, ganárselo haciendo que se echara a sus pies a solicitarle llorando su amor.

Su esposo lo había descubierto y, a partir de ese momento, su vida cambió. Pero no su amor por Sila.

—Te has cubierto de ridículo, Cecilia Metela Dalmática —le había dicho Escauro friamente sin levantar la voz—. Pero lo que es mucho peor, me has dejado en ridículo a mi. Toda la ciudad se rie de mí, el primer hombre de Roma. Y eso tiene que acabar. Has gemido, suspirado y llorado del modo más estúpido por un hombre que no te ha hecho caso ni te ha dado pie, que no quiere tus favores y al que me he visto obligado a castigar para preservar nuestra reputación. Si no nos hubieses comprometido a los dos, él ahora seria pretor, como merece. Por consiguiente, has destrozado la vida de dos hombres: tu esposo y otro que es irreprochable. Que yo no me califique a mí mismo de irreprochable se debe a mi debilidad por haber dejado arrastrar demasiado tiempo este lamentable asunto. Pero esperaba que te dieses cuenta del error por ti misma y demostrases a Roma que, en definitiva, eres digna esposa del príncipe del Senado. Pero el tiempo ha demostrado que eres una idiota sin remisión; y sólo hay un modo de tratar a una idiota sin remisión. No volverás a salir jamás de casa bajo ningún pretexto. Ni para entierros, ni para bodas, ni con amigas, ni de compras. Y no recibirás visitas de amigas, ya que no puedo fiarme de tu prudencia. Tengo que decirte que eres un recipiente bobo y vacío, una esposa indigna de un hombre de mi
auctoritas
y
dignitas
. Ahora vete.

Desde luego, tan radical repudio no fue óbice para que Escauro gozase del cuerpo de su esposa, pero era viejo y seguía envejeciendo y esas ocasiones se espaciaban cada vez más. Al nacer el primer hijo, ella recobró cierta libertad, pero Escauro jamás le levantó el enclaustramiento. Y en sus sueños, en su soledad, cuando el tiempo pesaba sobre sus hombros cual yugo de plomo, seguía pensando en Sila y amándole con su corazón de adolescente.

Ahora, mirar a Sila desnudo no despertaba en ella deseo sexual alguno, sólo un vertiginoso deslumbramiento causado por su belleza y virilidad, la atroz constatación de que, en definitiva, la diferencia entre Sila y Escauro era mínima. Belleza y virilidad eran las diferencias reales, ¡porque Sila no iba a arrodillarse a sus pies a pedir llorando su amor! ¡No le había conquistado! Era él quien iba a conquistarla, batiendo sus defensas con su ariete.

—Quítate eso, Dalmática —dijo.

Ella se quitó el camisón con la presteza de un niño sorprendido en una travesura, sonriendo y asintiendo con la cabeza.

—Eres preciosa —añadió él con una especie de gorjeo, acercándose a ella y metiéndole el miembro entre las piernas, mientras la apretaba. Después la besó, y Dalmática se encontró zarandeada por más sensaciones de las que hubiera jamás imaginado; la sensación de su piel, sus labios, su pene, sus manos, el olor a limpio y dulce, como sus niños después del baño.

Y así, despertándose, creciendo, descubrió dimensiones que nada tenían que ver con sus sueños y fantasías y si mucho con la convivencia de los cuerpos. Y del amor pasó a la adoración y a la esclavitud fisica.

Para Sila, ella era la encarnación del hechizo que había sentido al principio por Julilla, aunque mágicamente mezclado a resabios de Metrobio; despertaba en él un éxtasis delirante que no había experimentado casi en veinte años. ¡Yo también lo necesitaba y ni lo sabia!, pensó maravillado. Esto es para mi importante, vital, y lo había olvidado.

No es de extrañar que desde aquel primer increíble dia de unión con Dalmática, nada pudiese hacer mella en él; ni los abucheos y silbidos que aún le dirigían en el Foro los que deploraban el trato e había dado a Elia, ni las malévolas insinuaciones de hombres que, como Filipo, sólo pensaban en el dinero de Dalmática, ni el corpachón de inválido de Cayo Mario apoyado en su infantil acompañante, ni los codazos y guiños de Lucio Decumio, ni las risas disimuladas de los que le consideraban un sátiro y a la viuda de Escauro una víctima inocente. Ni siquiera la amarga nota de enhorabuena que le envió Metrobio con un ramillete de pensamientos.

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