—Mi primo, el rey Mitrídates, suplica humildemente al procónsul Manio Aquilio que ordene al rey Nicomedes y a su ejército regresar inmediatamente a Bitinia —dijo Pelópidas, que iba vestido al estilo griego y se había personado en Pérgamo sin escolta armada.
—Eso es imposible, Pelópidas —contestó Manio Aquilio, sentado en su silla curul, con la varilla de mando de marfil y rodeado por los doce lictores con túnica carmesí y las hachas en los
fasces
—. Bitinia es un estado soberano, amigo y aliado del pueblo romano, sí, pero completamente dueño de sus destinos. No puedo ordenar nada al rey Nicomedes.
—Entonces, procónsul, mi primo el rey Mitrídates suplica humildemente que le deis permiso para defender su reino de las depredaciones de Bitinia —replicó Pelópidas.
—Ni el rey Nicomedes ni el ejército de Bitinia están en territorio del Ponto —contestó Manio Aquilio—. Por consiguiente, prohíbo terminantemente a tu primo Mitrídates que levante un solo dedo contra el rey Nicomedes y su ejército. ¡Bajo ningún concepto, díselo a tu rey, Pelópidas! En ninguna circunstancia.
Pelópidas lanzó un suspiro, alzó los hombros y abrió los brazos, en gesto nada romano, y dijo:
—Entonces, lo último que se me ha encomendado deciros, procónsul, es que en tal caso, mi primo el rey Mitrídates dice lo siguiente: «¡Incluso el que sabe que va a perder presenta batalla!»
—Si tu primo el rey presenta batalla, perderá —contestó Aquilio, haciendo seña a sus lictores para que acompañasen a Pelópidas.
Se hizo el silencio al salir el noble póntico, roto por el cejijunto Cayo Casio.
—Uno de los nobles del Ponto que acompañaban a Pelópidas me ha dicho que Mitrídates va a enviar directamente a Roma una carta de protesta.
—¿Y de qué le va a servir eso? —inquirió Aquilio, enarcando una ceja—. En Roma no hay nadie que tenga tiempo para escucharle.
Pero los de Pérgamo tuvieron que escuchar un mes después, cuando Pelópidas regresó.
—Mi primo el rey Mitrídates me envía para repetiros la súplica de que le permitáis defender su país —dijo Pelópidas.
—Su país no está amenazado, Pelópidas, así que mi respuesta sigue siendo no —contestó Manio Aquilio.
—Entonces, a mi primo el rey no le queda otro remedio que llevaros la contraria, procónsul. Se quejará oficialmente al Senado y al pueblo de Roma de que sus delegados en Asia Menor apoyan a Bitinia en un acto de agresión y al mismo tiempo niegan al Ponto el derecho a defenderse —dijo Pelópidas.
—Más vale que tu querido primo el rey se abstenga, ¿me oyes? —replicó tajante Aquilio—. En cuanto al Ponto y a toda Asia Menor, ¡yo soy el Senado y el pueblo de Roma! ¡Y ahora vete y no vuelvas!
Pelópidas permaneció en Pérgamo un tiempo para ver qué podia averiguar de los misteriosos movimientos de tropas que había puesto en marcha Cayo Casio, y estando allí llegaron noticias de que un hijo de Mitrídates llamado Ariarates —nadie sabía cuál de los hijos llamados Ariarates— pretendía de nuevo ocupar el trono de Capadocia. Manio Aquilio hizo venir inmediatamente a Pelópidas y le dijo que conminaba al Ponto y a Armenia a retirarse de Capadocia.
—Harán lo que se les dice porque les aterran las represalias de Roma —comentó Aquilio complacido, con un estremecimiento—. Hace frío aquí, Cayo Casio. ¿No crees que los recursos de la provincia de Asia dan para tener un fuego o dos en el palacio?
En febrero, en la residencia pergameña del gobernador, la confianza había alcanzado tales cotas, que Aquilio y Casio concibieron un plan aún más audaz: ¿A qué detenerse en los confines del Ponto? ¿Por qué no dar a su rey una buena lección invadiendo el Ponto? La legión de la provincia de Asia estaba en óptimas condiciones, la milicia acampada entre Esmirna y Pérgamo, también en buenas condiciones, y, además, a Cayo Casio se le había ocurrido otra brillante idea.
—Podemos añadir otras dos legiones a la fuerza expedicionaria si sumamos las de Quinto Opio en Cilicia —dijo Manio Aquilio—. Cursaré un mensaje a Tarsus para que Quinto Opio venga a Pérgamo a conferenciar sobre el destino de Capadocia. Opio sólo tiene
imperium
pretoriano y yo proconsular, y tendrá que obedecerme. Le diré que nuestro plan es contener a Mitrídates atacándole por detrás en vez de invadir Capadocia.
—Dicen que en Armenia Parva hay más de setenta reductos llenos a rebosar de oro de Mitrídates —añadió Aquilio embelesado.
Pero Casio, que procedía de una familia guerrera, no estaba dispuesto a desviarse del plan.
—Invadiremos el Ponto por cuatro puntos distintos a lo largo del curso del río Halys —dijo impaciente—. El ejército bitinio se encargará de Sinope y Amisus en el Euxino, para después avanzar hacia el interior siguiendo el Halys, así dispondrán de buen forraje, ya que cuentan con la mayor parte de la caballería y animales de carga. Aquilio, tú mandarás la legión mía de auxiliares y atacarás por Galacia. Yo avanzaré con la milicia por el curso superior del Meandro hacia Frigia. Quinto Opio puede desembarcar en Ataleia y avanzar hacia Pisidia; yo y él nos encontraremos en el Halys en la zona intermedia entre tus tropas y las de Bitinia. Con cuatro ejércitos distintos sobre el curso del río confundiremos a Mitrídates y no sabrá dónde acudir. ¡Es un reyezuelo, querido Manio Aquilio, con más oro que soldados!
—No tiene salvación —dijo Aquilio sonriente, soñando con los setenta reductos atiborrados de oro.
Casio lanzó un estentóreo carraspeo.
—Sólo hay una cosa con la que debemos tener cuidado —dijo con distinto tono de voz.
—¿Cuál? —inquirió Manio Aquilio con la mosca en la oreja.
—Quinto Opio es antes que nada un tradicionalista romano para quien el honor está por encima de todo, así que olvidaos de ganar ni un sestercio con actividades reprobables. Y no podemos hacer ni decir nada que le haga sospechar que la expedición no obedece estrictamente a restablecer la justicia en Capadocia.
—¡Así tocaremos a más! —dijo Aquilio con una risita.
—Eso digo yo —añadió Cayo Casio, satisfecho.
Pelópidas procuró olvidarse del sudor que le chorreaba por la frente y colocar las manos de forma que no se le notase el temblor.
—Así pues, gran rey, el procónsul Aquilio me despidió sin más —dijo, concluyendo su relato.
El rey no hizo más que pestañear, sin modificar la expresión que había mantenido durante toda la audiencia, impasible, casi benigna. A sus cuarenta años, con veintitrés de reinado, el sexto Mitrídates, llamado Eupator, había aprendido a ocultar sus sentimientos, salvo en el caso de sus temibles disgustos. Y no es que la noticia que le traía Pelópidas no le causase profundo desagrado, pues se la esperaba.
Durante dos años había vivido en la constante esperanza alumbrada desde el primer día en que Roma había entrado en guerra con sus aliados itálicos. El instinto le decía que era su oportunidad y esta vez había incluso escrito a su yerno Tigranes avisándole para que estuviese preparado. Al recibir contestación de que Tigranes le apoyaba en todo, decidió que lo primero que debía hacer era lograr que la guerra de Italia le resultase a Roma lo más dura posible, y envió una embajada a los itálicos Quinto Popedio Silo y Cayo Papio Mutilo a la nueva capital, Itálica, ofreciéndoles dinero, armas, barcos e incluso tropas de refuerzo. Pero, para su gran sorpresa, los embajadores regresaron con las manos vacías. Silo y Mutilo habían rechazado la oferta del Ponto indignados y con desprecio.
—¡Decid al rey Mitrídates que a él no le importa para nada la querella de Italia con Roma! Italia no va a mover un dedo para ayudar a un rey extranjero a hacer daño a Roma —fue la respuesta.
El rey del Ponto había recogido velas, enviando aviso a Tigranes de Armenia para que aguardase el momento oportuno, preguntándose si realmente llegaría ese momento, cuando incluso Italia, que tan desesperadamente necesitaba ayuda para vencer en su lucha por la libertad y la independencia, se permitía despreciativa morder la mano del Ponto que generosamente le ofrecía amistad y apoyo militar.
Nervioso y un si es no es más indeciso de lo normal, Mitrídates no quiso adoptar ninguna decisión; si en un momento determinado estaba convencido de que había llegado la hora de declarar la guerra a Roma, al poco rato no estaba tan seguro. Preocupado e inquieto, ocultaba sus dudas a todos, pues el rey del Ponto no podía tener confidentes ni asesores, ni siquiera su yerno, que era también un rey poderoso. Su corte era una especie de vacío en el que nadie sabía con certeza lo que sentía el rey, y la nobleza no estaba al corriente de los planes del monarca ni de si había riesgo de guerra.
Frustrado su ofrecimiento a los itálicos, Mitrídates pensó en Macedonia, país con el que la provincia romana mantenía una dificil frontera de más de mil quinientas millas frente a las tribus bárbaras del norte. Seria cuestión de inducir disturbios a lo largo de ella para que Roma dirigiese toda su atención a aquella zona. Así, envió agentes a reavivar los rescoldos del odio que sentían por Roma las tribus de los bessi y los escordiscos y las demás de Mesia y Tracia, con el resultado de que Macedonia comenzó a sufrir la peor racha de incursiones bárbaras desde hacía muchos años. En el primer empuje, los escordiscos llegaron hasta Dodona en el Epiro. Sin embargo, por suerte, la Macedonia romana contaba con un soberbio e íntegro gobernador en la persona de Cayo Sentio, quien tenía a sus órdenes al legado Quinto Bruto Sura, de mayor fuste aún.
Como con los disturbios causados por los bárbaros no se logró que Sentio y Bruto Sura pidiesen refuerzos a Roma, Mitrídates pensó en provocarlos en el interior de la provincia. Y poco después de haberlo decidido, apareció en Macedonia un tal Eufenes, que afirmaba ser descendiente directo de Alejandro el Grande (su parecido era sorprendente), alegando sus derechos al antiguo y caduco trono del país. Los habitantes de localidades refinadas como Salónica y Pella en seguida comprendieron sus intenciones, pero los rudos campesinos del interior abrazaron fervientemente su causa. Lamentablemente para Mitrídates, Eufenes demostró carecer de auténtico espíritu militar y talento para organizar a sus partidarios en forma de ejército. Sentio y Bruto Sura se encargaron de él sin necesidad de pedir urgentemente a Roma dinero para tropas de refuerzo, que era el propósito de los manejos del rey del Ponto.
Y así estaban las cosas a los dos años de estallar la guerra entre Roma y sus aliados itálicos. Mitrídates no había avanzado nada en sus ambiciosos planes, se hallaba nervioso, vacilaba y sufría reconcomiéndose y haciéndoselo pagar a los cortesanos; conteniendo a Tigranes, más agresivo y menos inteligente, y pensando solo, sin confiar en nadie.
De pronto, el rey se rebulló en el trono y todos los cortesanos del salón se sobresaltaron.
—¿Y qué más has descubierto durante tu segunda y prolongada visita a Pérgamo? —preguntó a Pelópidas.
—Que el gobernador Cayo Casio ha puesto en pie de guerra su legión de tropas auxiliares y está entrenando y equipando otras dos legiones de milicia, oh poderoso —contestó Pelópidas, humedeciéndose los labios y ansioso por demostrar que, a pesar de haber fracasado en su misión, su lealtad al rey seguía siendo debidamente fanática—. Ahora tengo un espía en el palacio del gobernador en Pérgamo, gran rey, y antes de marchar me comunicó que cree que Cayo Casio y Manio Aquilio proyectan invadir el Ponto esta primavera en coordinación con Nicomedes de Bitinia y su aliado
pila
menes de Paflagonia. Al parecer, también en combinación con el gobernador de Cilicia, Quinto Opio, que fue a Pérgamo a conferenciar con Cayo Casio.
—¿Sabes si esta proyectada invasión cuenta con la sanción del Senado y el pueblo de Roma? —inquirió el rey.
—En el palacio del gobernador se rumorea que no, gran rey.
—Por parte de Manio Aquilio era de esperar, si el cachorro ha salido al perro que había en tiempos de mi padre. La codicia del oro. Mi oro —dijo Mitrídates, abriendo los rojos y carnosos labios para enseñar sus grandes dientes amarillentos—. Y parece que el gobernador de la provincia romana de Asia es de la misma ralea. Igual que Quinto Opio de Cilicia. ¡Un trío hambriento de oro!
—En cuanto al gobernador de Cilicia, oh gran rey, no parece ser así —dijo Pelópidas—, pues han tenido buen cuidado de hacerle creer que es una expedición organizada contra nuestra presencia en Capadocia. Tengo entendido que Quinto Opio es lo que los romanos llaman un hombre honorable.
El rey guardó silencio, contrayendo y extendiendo los labios como un pez y mirando al infinito. Si amenazan nuestras tierras es muy distinto, pensaba Mitrídates. Porque me obligan a quedarme con la espalda pegada a mis fronteras y se me exige que deponga las armas y consienta que esos denominados dueños del mundo violen mi país. El país que me acogió cuando era un fugitivo, el país que amo más que a la propia vida. El país que deseo sea dueño del mundo.
—¡No lo harán! —exclamó con fuerte voz.
Todos levantaron la cabeza, pero el rey no decía nada más. Siguió contrayendo y extendiendo los labios una y otra vez, sin pausa.
Ha llegado la hora. Es el momento decisivo, pensaba Mitrídates. Mi corte ha escuchado las noticias de Pérgamo y ahora estarán juzgando; no a los romanos, sino a mí. Si permanezco sumiso mientras esos codiciosos delegados de Roma continúan pretendiendo ser representantes del Senado y el pueblo de Roma y amenazan con cruzar mis fronteras, mis súbditos me despreciarán, mi fama menguará tanto que dejarán de tenerme miedo, y entonces algún pariente pensará que ha llegado el momento de cambiar al rey del Ponto. Ahora tengo hijos con edad de reinar, cada uno de ellos respaldado por una madre hambrienta de poder, y están mis primos de sangre real, Pelópidas, Arquelao, Neoptolemo y Leónipo. Si me someto como el canalla que los romanos creen que soy, dejaré de ser el rey del Ponto. Moriré.
»Así pues, es la guerra contra Roma. Ha llegado la hora. No por decisión mía, y seguramente tampoco por decisión de ellos, sino provocada por tres delegados romanos codiciosos. Estoy decidido. Haré la guerra a Roma.
Y una vez adoptada la decisión, Mitrídates notó que se le quitaba un gran peso de encima y desaparecía una especie de sombra en el subconsciente; sentado en el trono, pareció hincharse como un enorme sapo dorado, con los ojos brillantes. El Ponto iba a entrar en guerra. El Ponto iba a dar una lección a Manio Aquilio y a Cayo Casio. El Ponto iba a ser dueño de la provincia romana de Asia. Y el Ponto iba a cruzar el Helesponto para irrumpir en Macedonia oriental y avanzar por la Via Egnatia hacia el oeste. El Ponto haría zarpar sus naves del Euxino rumbo al Egeo para extenderse hacia occidente. Hasta que Italia y Roma se sometieran a los ejércitos y flotas del Ponto. El rey del Ponto sería el rey de Roma, el soberano más poderoso de la historia, muchísimo más grande que Alejandro Magno. Sus hijos reinarían por todo el orbe en lugares tan remotos como Hispania y Mauritania, sus hijas serían reinas de todas las tierras desde Armenia hasta Numidia y la Galia Transalpina. Todos los tesoros del mundo serían del rey del mundo, todas las mujeres hermosas, ¡las tierras de todo el orbe! Luego se acordó de su yerno Tigranes y sonrió. Que Tigranes se quedase con el reino de los partos y se expansionara hacia la India y los misteriosos paises aún más lejanos.