—Tienes razón, Publio Licinio —dijo Antonio Orator.
Y así quedó la cosa; todos lamentaban la maniobra de Sila, pero no hallaban otra alternativa.
Durante los diez días sucesivos, Sila y los dirigentes senatoriales continuaron hablando en el Foro, ganándose poco a poco a la gente mediante una implacable campaña para desacreditar a Sulpicio y marginar a Cayo Mario por ser un viejo enfermo que habría debido contentarse con descansar en sus laureles.
Tras las ejecuciones sumarísimas por saqueo, los soldados de las legiones de Sila se comportaron de forma irreprochable y se fueron granjeando el afecto de la población que les daba de comer y hasta los mimaba, sobre todo cuando se difundió la noticia de que era el famoso ejército de Nola, el que realmente había ganado la guerra a los itálicos. Sin embargo, Sila tuvo gran cuidado en aprovisionar a sus tropas sin que la carga recayese en el abastecimiento de la ciudad y dejó que los obsequios civiles fuesen de carácter voluntario. Pero había gente entre el populacho que miraba a la tropa con ojos escépticos y no olvidaba que habían marchado sobre Roma por decisión propia; por lo tanto, si a aquellos soldados se les zahería o molestaba podía desencadenarse una matanza por muy buenas palabras que su general pronunciase en el Foro, ya que, en definitiva, no les había ordenado regresar a Campania; los mantenía en Roma y ello les daba a entender que podía utilizarlos si se presentaba la ocasión.
—Yo no confío en el pueblo —dijo Sila a los dirigentes del Senado, un organismo mermado en el que sólo quedaban algunos personajes—. En el momento en que esté en Oriente puede surgir otro Sulpicio. Por ello quiero promulgar una ley que lo impida.
Había entrado en Roma en los idus de noviembre, una arriesgada fecha, por lo tardío, para acometer una nueva legislación. Puesto que la
lex Caecilia Didia
estipulaba que debían transcurrir tres días de mercado entre el primer
contio
de presentación de una nueva ley y su promulgación, había grandes probabilidades de que Sila hubiese agotado el plazo de su cargo de cónsul antes de lograr su objetivo. Para complicar las cosas, la otra
lex Caecilia Didia
prohibía tratar juntos en una misma ley dos asuntos distintos. Por lo que la única vía legal para concluir a tiempo semejante legislación era quizá la más peligrosa de todas: presentar todas las nuevas leyes a la Asamblea de la plebe en un solo
contio
y tratarlas todas a la vez. Fue César Estrabón quien solucionó el dilema de Sila.
—Es fácil —dijo el inteligente estrábico—. Añade otra ley a la lista y la promulgas en primer lugar. Esto es, una ley derogando la aplicación de las disposiciones de la
lex Caecilia Didia
exclusivamente para este caso de las nuevas leyes.
—Jamás lo aprobarán los
comitia
—dijo Sila.
—¡Sí lo harán, si ven un buen número de soldados! —dijo animoso César Estrabón.
Tenía razón. Cuando Sila convocó la Asamblea de todo el pueblo —que comprendía patricios y plebeyos— comprobó que estaba muy predispuesta a legislar lo que él quería. La primera ley propuesta fue la que suspendía las disposiciones de la
lex Caecilia Didia prima
estrictamente en el caso de las nuevas leyes; como era aplicable a ella misma, la primera
lex Cornelia
del programa legislativo de Sila fue promulgada y aprobada en el mismo día. Estaba próximo el final de noviembre.
Sila promulgó seis leyes seguidas, en un orden de presentación minuciosamente previsto, porque era fundamental que el pueblo no intuyese el propósito final buscado hasta que fuese demasiado tarde para desenmarañar la legislación. Durante aquellos días no escatimó esfuerzos para evitar cualquier conato de enfrentamiento entre el ejército y los ciudadanos, sabiendo como sabía que la gente desconfiaba de él precisamente por la presencia de los soldados.
Sin embargo, como le importaba un bledo el afecto del pueblo y sólo quería que le obedeciese, decidió que no vendría mal lanzar en Roma una campaña de rumores en el sentido de que si no se aprobaban las leyes la ciudad sufriría un baño de sangre desaforado. Cuando estaba en juego su cabeza, Sila no tenía escrúpulos de ninguna clase. Mientras el pueblo hiciese lo que se le ordenaba, era muy libre de odiarle apasionadamente del mismo modo que él había llegado a odiarlos a ellos. Lo que indudablemente no podía consentir era un baño de sangre porque, de producirse, su carrera estaría acabada. Pero conocedor de los mecanismos del temor, Sila no previó ningún baño de sangre. Y así fue.
Su segunda
lex Cornelia
parecía bastante inocua. Estipulaba que se incrementara con trescientos nuevos miembros el Senado, que había quedado reducido a cuarenta. En su redacción se había eludido deliberadamente el estigma vinculado a «derogar» leyes, ya que los nuevos senadores los designarían los censores según el método habitual y no se les obligaba a restituir en el cargo a los senadores expulsados por deudas. Mientras Catulo César recaudara el fondo destinado a cancelar las deudas de los senadores expulsados, sin alharacas, como había hecho en Capua durante la guerra, no habría impedimento para que los censores repusiesen en su cargo a los senadores. Y así las vacantes creadas en el Senado por la muerte de tantos miembros quedarían cubiertas. Catulo César había recibido el encargo oficioso de presionar a los censores, lo que significaba que el Senado pronto habría recuperado sus plenos poderes, pensaba Sila, convencido. Catulo César era un hombre infatigable.
La tercera
lex Cornelia
dejó entrever el puño amenazador de Sila. Derogaba la
Lex Hortensia
, que llevaba en las tablillas doscientos años y, con arreglo a las disposiciones de esta nueva ley, no se podía presentar nada ante las Asambleas tribales sin contar antes con el sello de aprobación del Senado. Con esto no sólo se amordazaba a los tribunos de la plebe, sino también a cónsules y pretores; si el Senado no emitía un
senatus
consultun, ni la Asamblea plebeya ni la Asamblea de todo el pueblo podían legislar. Y las Asambleas tribales tampoco podían modificar la redacción de un
senatus
consultum
.
La cuarta
lex Cornelia
la envió el Senado a la Asamblea de todo el pueblo en forma de
senatus
consultum
. Reforzaba la preponderancia de las centurias, eliminando las modificaciones que el organismo había experimentado durante los primeros tiempos de la república. Los
comitia centuriata
recuperaban la forma que habían tenido durante el reinado del rey Servio Tulio, cuando sus votos se desviaban para que la primera clase obtuviese casi el cincuenta por ciento del poder. Con la nueva ley de Sila, el Senado y los caballeros volvían a ser tan poderosos como lo habían sido durante la monarquía.
La quinta
lex Cornelia
ya mostraba la espada desenvainada de Sila. Era la última del programa legislativo a promulgar y aprobar en la Asamblea de todo el pueblo, y estipulaba que en el futuro no se podían discutir ni votar leyes en las Asambleas tribales. Toda nueva legislación debía discutirla y aprobarla la nueva Asamblea centuriada reforzada en virtud de la ley de Sila, en la que el Senado y el
Ordo equester
lo controlaban todo, y más cuando se mostraran fuertemente unidos, como sucedía siempre que se trataba de oponerse a un cambio radical o a conceder privilegios a las clases bajas. A partir de ahora, las tribus quedaban prácticamente desprovistas de poder, tanto en la Asamblea de todo el pueblo como en la Asamblea plebeya. Y la Asamblea de todo el pueblo aprobó esta quinta
lex Cornelia
a sabiendas de que cavaba su propia tumba, pues la única potestad que le dejaban era la elección de magistrados estipulada por la ley, pero nada más. La Asamblea tribal, para celebrar un juicio, necesitaba primero que se aprobase una ley.
Todas las leyes de Sulpicio seguían inscritas en las tablillas y eran vigentes, pero ¿para qué servían? ¿Qué más daba que los nuevos ciudadanos de Italia y de la Galia itálica y los ciudadanos libertos de las dos tribus urbanas se distribuyesen entre las treinta y cinco tribus, si las Asambleas tribales no podían aprobar leyes ni celebrar juicios?
Había un punto débil, y Sila lo sabía. De no haber tenido prisa por partir a Oriente, lo habría subsanado; pero en aquella tesitura no le daba tiempo a hacerlo. Se refería a los tribunos de la plebe. Él se las había arreglado para arrancarles los dientes: no podían legislar y no podían someter a juicio a nadie; pero no había podido cortarles las garras, ¡y qué garras! Aún les quedaban los poderes concedidos por la plebe en la época en que fueron instituidos, poderes entre los que se contaba el derecho al veto. En la nueva legislación, Sila había tenido buen cuidado de no mencionar a los magistrados, sino estrictamente a los organismos en los que éstos actuaban. Técnicamente no había cometido ninguna traición manifiesta, pero arrebatar el poder del veto a los tribunos de la plebe podía interpretarse como traición por ir contra el mos maiorun, ya que los poderes tribunicios eran tan antiguos como la república. Sagrados.
Así se concluyó el programa legislativo; no en el Foro, donde el pueblo tenía costumbre de presentarlo y la gente asistía al proceso. La sexta y la séptima
leges Cornelia
se presentaron a la asamblea centuriada en el Campo de Marte, rodeada por las tropas de Sila que allí se hallaban acantonadas.
Con la sexta ley se conseguía lo que Sila habría encontrado difícil de obtener en el Foro: la derogación de toda la legislación de Sulpicio, so pretexto de que había sido aprobada
per vim
—con violencia— y durante unos días declarados legalmente
feriae
o festividades religiosas.
La última ley era en realidad un proceso en el que se acusaba a veinte personas de traición, no la nueva modalidad de traición de Saturnino
quaestio
maiestate
, sino el tipo de traición mucho más antiguo de las centurias,
perduellio
. Así, Cayo Mario, su hijo, Publio Sulpicio Rufo, el pretor urbano Marco Junio Bruto, Publio Cornelio Cetego, los hermanos Granú, Publio Albinovano, Marco Letorio y otros doce, fueron inculpados y la Asamblea centuriada los condenó. Y la
perduellio
implicaba la pena capital, porque a las centurias no les bastaba con el destierro. Y lo que era peor, la sentencia podía ejecutarse en el momento de apresar al reo y sin necesidad de formalismos.
Sila no encontró oposición en ninguno de sus amigos ni miembros del Senado, con excepción del segundo cónsul. Quinto Pompeyo Rufo se hallaba sumido en una profunda depresión y acabó diciéndole claramente que no podía aceptar la ejecución de hombres como Cayo Mario y Publio Sulpicio.
Como no tenía intención de ejecutar a Mario —aunque Sulpicio sí que tenía que caer—, Sila intentó al principio animar a Pompeyo Rufo para que superase su depresión, pero, al ver que no conseguía nada, optó por mencionar machaconamente la muerte del joven Quinto Pompeyo a manos de los secuaces de Sulpicio. Pero cuanto más hablaba de ello, más obstinado se mostraba Pompeyo Rufo. Para Sila, era vital que nadie viese fisura alguna en el consenso de los que detentaban el poder y que con tanto denuedo se dedicaban a legislar la extinción de las Asambleas tribales. Por ello decidió que Pompeyo Rufo saliera de Roma para que no le viera aquella tropa que tanto ofendía a su frágil sensibilidad.
Uno de los cambios más fascinantes que provocaba en Sila aquella experiencia de poder absoluto, era algo que él mismo notaba y mimaba, y consistía en que disfrutaba y lograba mayor alivio a sus tormentos internos promulgando leyes para arruinar a las personas, que recurriendo al asesinato como en sus primeros tiempos. Manipular al Estado para arruinar a Cayo Mario era infinitamente más placentero que administrarle una dosis de veneno de efecto retardado; mejor incluso que apretarle la mano mientras agonizaba. Esta nueva faceta de estadista situaba a Sila en un plano muy distinto y le confinaba en altitudes tan excelsas, que se sentía como un dios en el Olimpo, mirando las alocadas evoluciones de sus marionetas, exento de frenos morales o éticos.
Y así, se dispuso a deshacerse de Quinto Pompeyo Rufo de una manera totalmente nueva y sutil, una manera que le hacía poner en juego sus facultades mentales, ahorrándole mucha angustia. ¿A qué correr el riesgo de verte sorprendido asesinando si puedes disponer de otros que lo hagan?
—Querido Quinto Pompeyo, necesitas una estancia en el campo —dijo a su colega consular con gran afecto y corrección—. Vengo observando que desde la muerte de tu querido hijo estás deprimido y te pones nervioso con suma facilidad. Ya no eres capaz de distanciarte y ver la importancia de la estructura que estamos tejiendo en el telar gubernamental. ¡La menor contrariedad te abate! Pero no creo que necesites un descanso, sino un buen período de tenaz trabajo.
Los ojos cansinos se posaron en el rostro de Sila con profundo y sincero afecto; ¿cómo no estar agradecido por la suerte de compartir su cargo de cónsul con uno de los hombres más destacados de la historia? ¿Quién habría podido imaginarlo en los días en que sellaron su alianza?
—Sé que tienes razón, Lucio Cornelio —dijo—. Seguramente la tienes en todo; pero me cuesta mucho asumir lo que ha sucedido y está sucediendo. Si crees que hay alguna misión que yo pueda llevar a cabo debidamente, la cumpliré encantado.
—Hay algo de suma importancia que puedes hacer… una tarea que sólo el cónsul puede llevar a cabo —añadió Sila enérgico.
—¿Cuál?
—Relevar a Pompeyo Estrabón del mando.
Un estremecimiento recorrió el cuerpo del segundo cónsul, que miraba a Sila con recelo.
—¡Yo no creo que Pompeyo Estrabón se avenga a ceder el mando, del mismo modo que te sucedió a ti!
—Al contrario, querido Quinto Pompeyo. El otro día tuve carta de él, diciéndome si podía hacer lo necesario para relevarle del mando. Y me pedía concretamente que fueses tú. Ya sabes lo que sucede con los picentínos… La tropa no mira bien a los generales que no son picentinos —dijo Sila, viendo cómo se iluminaba de alegría el rostro del segundo cónsul—. Tu principal cometido será desmovilizarlos, ya que la resistencia en el norte toca a su fin y ya no hay necesidad de mantener un ejército, que, desde luego, Roma no puede seguir pagando. No es una sinecura que te ofrezco, Quinto Pompeyo —añadió Sila, adoptando un aire de gravedad—. Yo sé por qué Pompeyo Estrabón quiere de pronto que le sustituyan: para no ganarse la animadversión de sus tropas al licenciarlas. ¡Así pues, que lo haga otro Pompeyo!